Literatura Cronopio

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Narrativa

LA NUEVA NARRATIVA COLOMBIANA, DEL PERIODISMO A LA NOVELA

Por Sebastián Pineda Buitrago*

Si a tan escasa distancia temporal resulta difícil determinar qué discursos, qué mentalidades o temáticas rigen la narrativa de principios del siglo XXI, tanto más complicado resulta escoger las obras y los escritores más sobresalientes nacidos, principalmente, entre 1945 y 1975. Vamos a ensayar hipótesis, a riesgo de cometer varias equivocaciones y dejando por fuera a muchos escritores. No se trata ya de buscar originalidades, como se pretende con todo lo nuevo, sino de buscar obras que asimilen o sean síntesis de lo mejor de una tradición. No hay nada nuevo bajo el sol. Y la historia literaria es una continuación más que una ruptura.

Entre 1995 y 2012, ¿qué novelas, colecciones de cuento o relato son los más importantes? Hay varias alternativas para hacer una selección. Para darnos una idea podríamos, en efecto, señalar las novelas más vendidas —los bestsellers—, como Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco, La lectora (2001) de Sergio Álvarez, Sin tetas no hay paraíso (2005) de Gustavo Bolívar, o El olvido que seremos (2006) de Héctor Abad Faciolince. También podríamos guiarnos por las novelas que han recibido premios de las editoriales más comerciales: Satanás (Seix Barral, 2002) de Mario Mendoza, Delirio (Alfaguara, 2004) de Laura Restrepo, Los ejércitos (Tusquets, 2006) de Evelio Rosero, Necrópolis (Norma, 2009) de Santiago Gamboa, Tres ataúdes blancos (Anagrama, 2010) de Antonio Ungar, El ruido de las cosas al caer (Alfaguara, 2011) de Juan Gabriel Vásquez.

Con el ánimo de no privilegiar solamente la novela, también resulta una buena guía advertir que en tres años consecutivos tres cuentistas colombianos merecieron el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo: Enrique Serrano con «El día de la partida» (1997), recogido en su libro de cuentos La marca de España (1997); Julio César Londoño con «Pesadilla en el hipotálamo» (1998), recogido en su colección de relatos Los geógrafos (1999); y Lina María Pérez Gaviria con «Silencio de neón» (1999), recogido en Cuentos sin antifaz (2001).

Como no vamos a emprender un análisis de cada uno de estos escritores, tenemos que aclarar que incurriríamos en una traición a la crítica literaria al juzgar a partir de causas comerciales. Ya no seríamos críticos sino acríticos. Porque el carácter comercial del arte actual, según Hans Robert Jauss, debería reconocer que hasta los productos de la industria cultural siguen siendo artículos de consumo sui generis, cuyo carácter artístico permanente no puede comprenderse mediante categorías como el valor de uso o la plusvalía, ni su circulación explicarse por la relación oferta-demanda: «La recepción del arte no es consumo pasivo sino una actividad estética obligada a la aprobación o al rechazo y, por tanto, fuera del alcance de la planificación del mercado» [1]. Ello se advierte rápidamente cuando entre una y otra de las novelas mencionadas se ven diferencias abismales de calidad literaria y cuando, entre la crítica más exigente, no todas se justifican. Pero, vistas en conjunto, aquellas novelas premiadas y aquellos bestseller pueden sugerirnos dos temáticas principales alrededor de las cuales parece girar buena parte de la actual narrativa colombiana:

1. La del fenómeno sociopolítico del narcotráfico, cuyas actividades terroristas mancharon para siempre la imagen de Colombia.

2. La del fenómeno de la emigración masiva —de muchos estudiantes e intelectuales colombianos— a Europa, Estados Unidos u otros países del continente.

Uno y otro fenómeno por lo general aparecen imbricados, y de lo que se trata no es de explicar las causas de esos fenómenos (tarea de las ciencias sociales) como de percibir de qué manera nuestros escritores, al relatar desde su individualidad el terror del narcotráfico o la experiencia de la migración, viven estos fenómenos, los vuelven parte de una narrativa, de una ficción, de una literatura. No se necesita que en las obras haya o no narcotráfico, capos, sicarios, asesinatos a sueldo o drogas alucinógenas; ello no es una característica intrínseca. Incluso, como en el caso de los relatos y novelas de Enrique Serrano, habrá obras desatendidas de ese suceder real, volcadas a la ficción histórica, donde estos fenómenos aún no se padecían. En esta historia literaria, además, las obras que más se resaltan siguen siendo aquellas novelas o relatos de arte mayor que superan el lenguaje periodístico —la prosa de todos los días de los periódicos, la crónica deshumanizada de los noticieros— y proponen otro mundo verbal (sea ficción o realidad), en donde la calidad estética del lenguaje ofrece un mayor goce y un mayor entendimiento. Sin evadir el abrumador contexto social, ¿qué rosas florecen? Antes habría que precisar de qué manera se fue deslindando la novela de su fuente documental, del periodismo.
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NARCOTRÁFICO Y SICARESCA: ¿NARRATIVA DE NO–FICCIÓN O DE FICCIÓN?

Cierta historiografía literaria ya ha establecido el narcotráfico y el sicariato como géneros narrativos. La crítica Margarita Jácome ha recogido un corpus en su libro La novela sicaresca. Testimonio, sensacionalismo y ficción (2009). Y en su artículo «Historia literaria del narcotráfico en la narrativa colombiana» (2011), el crítico Jaime Alberto Blanco registra otro tanto y habla de la «novela sicaresca» y de un corpus de «novelas sobre Pablo Escobar». Aclara que todos estos subgéneros pertenecen a uno mayor, al de la «novela de la violencia» [2]. Preguntémonos entonces si no estará de vuelta este subgénero de mediados del siglo XX, que tanta controversia generó en la literatura colombiana. ¿No tiende también el tema del narcotráfico a poner la literatura al servicio del relato testimonial, de la crónica sensacionalista y hasta del panfleto político, como en su momento ocurrió con el tema de la Violencia campesina de los años cincuenta? ¿Cómo diferenciar en este subgénero las obras narrativas de ficción de aquellas que no lo sean? ¿Cómo establecer un escala de valores literarios?

El experimentado Gabriel García Márquez, que ya en los años cincuenta había evadido caer en el subgénero de la Violencia, se vio en una encrucijada parecida cuando se propuso contar el secuestro de varios colegas periodistas a manos del capo del Cartel de Medellín. Y prefirió escribir una crónica, Noticia de un secuestro (1996), antes que un relato de ficción o una novela autobiográfica. En un artículo de 1960, «Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia», ya había advertido que la calidad literaria aumentaba cuando el escritor era capaz de contar honestamente lo que se creía capaz de contar por haberlo vivido, sin que su posición política o «comercial» le indicara lo que debía ser contado [3].

Así que hay que estar alertas. Como entre los narcotraficantes, sicarios, guerrilleros y paramilitares no suele haber novelistas o cuentistas en sí, la realidad de la guerra colombiana casi siempre ha llegado de segunda mano, a través de fuentes, testimonios, reportajes y entrevistas. A pesar de que cada vez es más delgada la línea que separa el periodismo y la literatura, no todos estos reportajes, crónicas y entrevistas son suficientes para convertirse en novelas.

LAS CRÓNICAS DE GERMÁN CASTRO CAYCEDO

Ante la abrumadora realidad del narcotráfico, por ejemplo, el cronista Germán Castro Caycedo (1942) decidió quedarse en los límites del periodismo. Se dio cuenta de que si novelara los métodos y tretas para exportar droga, o los recursos para importar armas y municiones, no necesitaría inventar mucho. Sus reportajes y crónicas al respecto aún se quedan cortos al revelar los excesos del narcotráfico. Desde una de sus primeras crónicas parece proponer una narrativa de la guerra. En El Karina (1985), su crónica sobre un buque del mismo nombre, hundido por la armada colombiana en 1981, advirtió que Colombia se estaba convirtiendo en un teatro de operaciones en los últimos años de la Guerra Fría. Aquel buque llevaba armas con destino al grupo guerrillero M-19, y a juzgar por el testimonio de los traficantes, tal pérdida afectó oscuros negocios que pasaban por Alemania, el norte de África y Panamá. En cierta ocasión presentó una crónica, Candelaria (2000), como si se tratara de una novela. Pero después confesó que lo había hecho por seguridad, pues temió las represalias contra él de parte de antiguos miembros del Cartel de Medellín o del Cartel de Cali, o de emisarios de la mafia rusa [4]. En Candelaria había dejado al descubierto la extensa red de contactos de las mafias colombianas alrededor del mundo, a propósito de un submarino soviético que aún después de la Guerra Fría bordeó las costas de Cuba para recibir un cargamento de cocaína.
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Las crónicas de Castro Caycedo usan casi todo tipo de técnicas narrativas, diálogos entre personajes, relatos intercalados, y en ocasiones imágenes poéticas, pero su intención explícita no es novelar. El hueco (1989), que cuenta la aventura de los colombianos que emigran ilegalmente a Estados Unidos a través de la frontera mexicana, o La bruja. Coca, política y demonio (1994), que tanta polémica causó al dejar en evidencia el grado de superstición entre los poderosos de Colombia (presidentes, gobernadores, narcotraficantes) al confiar sus decisiones a una muchacha de Fredonia, Antioquia, con ciertos poderes adivinadores, pertenecen a la narrativa de no–ficción. Y el primero en defender esta clasificación es el propio Castro Caycedo, pues su «gran desafío es que todo sea real. Ahí está la maravilla de esto. Es no sentarse a imaginarse nada. Eso es lo bello. Entonces uno se vuelve obsesivo a morir. Tiene que saber todo, hasta el color de un botón» [5]. No parece ignorar Castro Caycedo que cierta narrativa de nuestra época cobra mayor autoridad entre los lectores en la medida en que niega su vinculación con la ficción y se afirma en la realidad del periodismo. ¿Pero qué pasaría si en el futuro o en otro país sus crónicas y reportajes se leen como novelas de ficción? Desde el punto de vista técnico, funcionaría con la misma eficacia.

Con frecuencia las pretensiones literarias de ciertos periodistas buscan lo contrario: parten también de testimonios sobre el narcotráfico, pero aspiran a construir una novela sin que el dato documental (casi siempre amarillista o truculento) pase a segundo plano, o sea el telón de fondo, y sin que la experiencia individual ―lo más intrínsecamente literario― se deje sentir. Tampoco sin poseer las suficientes técnicas estilísticas. La producción de este tipo de relatos y novelas fue inevitable desde cuando el periodismo se convirtió en el principal generador de discursos o temáticas de la narrativa. Entre los precursores de la novela del narcotráfico Margarita Jácome señala a dos escritores–periodistas: Juan Gossaín y Gustavo Álvarez Gardeazábal.

[…]

LA «NUEVA» NARRATIVA URBANA

En su ensayo Ciudades escritas (2001), Luz Mary Giraldo recuerda que no es una novedad hablar de narrativa urbana en la literatura colombiana porque ésta empezó con El Carnero, que narra los primeros cien años de Bogotá, y alcanza su apogeo en Cien años de soledad, al ver cómo Macondo, de ser una arcadia casi mítica, pasó a ser una ciudad capitalista, «poblada por forasteros que llegaban de medio mundo en el tren, no solo en los asientos o plataformas sino hasta en el techo de los vagones». Cuando se habla de «novedad» tal vez sea una indicación del reto o provocación a que cualquier escritor de nuestros tiempos se enfrenta para registrar o improvisar un argumento en medio de ciudades desproporcionadas, sin perder la capacidad de consultar el archivo, la historia, para que el enfoque no sea, según R. H. Moreno Durán, «el desaliñado espíritu conservador, monolítico y exclusivista que la oligarquía latinoamericana ha hecho subsistir, e impone aún la memoria sobre los centros urbanos en los que se atrinchera».
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Algo de ello percibimos en Mario Mendoza (Bogotá, 1964). Su premiada novela, Satanás (2001), lejos de explotar lo mejor del género, sufre de todos sus defectos. Se estructura como un collar de crónicas «urbanas» que tocan la miseria de los vendedores callejeros, el envenenamiento como el modo que tienen ciertos ladrones de despojar a sus víctimas de todas sus pertenencias, usando como carnada a chicas del sustrato cultural más bajo, mientras en las iglesias, los sacerdotes no pueden evitar que el mal campee a sus anchas. La imagen del demonio, que debería ser un asunto central, cae en la erudición más amañada. Hay un protagonista histórico, Campo Elías Delgado, que se suicidó después de masacrar a varios comensales en el restaurante Pozzetto de Bogotá en 1986; pero es un personaje cuya psicología se plantea en el último capítulo:

Campo Elías Delgado, ex combatiente de Vietnam y ahora
profesor de inglés, pasa, con las manos temblorosas y
recubiertas por una fina capa de sudor, las páginas de la
novela El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, de
Robert Louis Stevenson. No lee por entretenimiento o
distracción, sino de una manera febril, intranquila, buscando
en cada párrafo la confirmación de un futuro inmediato que
debe cumplirse inevitablemente. Sabe que está llamado a
convertirse en un ángel exterminador, pero quiere que el libro
le dé la prueba irrefutable de su destino, necesita constatar
primero en la letra escrita los hechos aterradores que dentro
de poco llevará a cabo con sangre fría y pulso firme, como
si fuera un héroe antiguo que ejecutara sin dudarlo el decreto
de unos dioses crueles y sangrientos.

El éxito de Mendoza ha sido inversamente proporcional al fracaso que ha merecido su obra entre lectores y críticos exigentes. En una reseña sobre su novela Apocalipsis (2011), la crítica Paula Andrea Marín Colorado denuncia su falta de «unidad literaria», y que aun así, por la justificación de nutrir el género de lo urbano, «haya sido publicada».

Lo curioso es que en ocasiones ni siquiera se requiere la presencia de una ciudad para que un relato goce de novedad o despierte el suspenso y la curiosidad del lector. Juan Carlos Botero (Bogotá, 1960) tiene un relato espléndido, «Entonces», reunido en su libro Las ventanas y las voces (1998), que sucede en el fondo del mar. El cuento está narrado sin puntos seguidos, únicamente con la respiración de las comas, acaso para acentuar el suspenso de dos buzos practicantes, una pareja de novios, que descienden hasta ciertas profundidades coralinas sin medir demasiado los peligros. No importa lo que vaya a ocurrir; el lector ya ha quedado fascinado con la descripción del fondo oceánico. Esta temática (¿cómo diríamos: de fondo marino?) Botero ha querido llevarla a narraciones más largas sin alcanzar la misma intensidad del relato breve. En 2002 publicó La sentencia, una novela sobre un cazador de tesoros que, tras hurgar en el Archivo de Indias y de Simancas, busca la huella de naufragios famosos a lo largo del Caribe.
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Salvo ocasionales excepciones, en la narrativa colombiana contemporánea ha persistido el afán por encontrar un modo adecuado de relatar lo urbano, lo cosmopolita, por darle a Bogotá un estatus de ciudad cosmopolita como la de otras metrópolis más grandes. ¿Pero no se nota aquella nostalgia europeísta que veíamos en los modernistas contemporáneos de José Asunción Silva?

NOTAS:

[1] Hans Robert Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria. Ensayos en el campo de la experiencia estética, trad. de Jaime Siles y Ela Ma. Fernández-Palacios. Taurus, Madrid, 1986, p. 24.

[2] Juan Alberto Blanco, «Historia literaria del narcotráfico en la narrativa colombiana», en Hallazgos en la literatura colombiana. Balance y proyección de una década de investigaciones, ed. de Jaime Alejandro Rodríguez. Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2011.

[3] García Márquez, «Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia», en Revista Eco, n.° 205, 1960.

[4] Véase la entrevista que recoge María Alejandra Godoy Roa en su tesis «Hacia un análisis discursivo de La bruja. Coca, política y demonio», Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Comunicación y Lenguaje, Bogotá, 2007. Disponible en:
https://www.javeriana.edu.co/biblos/tesis/comunicacion/tesis93.pdf

[5] Citado por Juan José Hoyos, op. cit., p. 141.
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* Sebastián Pineda Buitrago es investigador y doctorando en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Se desempeñó como investigador del Instituto Caro y Cuervo (Colombia) y fue becado en 2010 por la Fundación Carolina para cursar el master de Filosogía Hispánica en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC en Madrid, España. Estudió literatura en la Universidad de Los Andes de Bogotá, y en 2007 su tesis, La Musa Crítica: Teoría y ciencia literaria de Alfonso Reyes, fue publicada en México por El Colegio Nacional. Varios artículos suyos han sido publicados en importantes revistas internacionales.

El presente ensayo hace parte del libro «Breve Historia de la Narrativa Colombiana: Siglos XVI-XX», publicado por Siglo del Hombre Editores.

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