ALGUNOS METROS BAJO TIERRA
Por Pedro Madrid Urrea*
A tres guitarras y dos voces, empezaba el espectáculo. Una de las guitarras, de esas de prendería, era la encargada de brindar los rasgueos más estridentes, con ritmo y acordes bien marcados; las otras dos, de mejor familia, se encargaban de los detalles y de la filigrana musical. Todo esto ocurría en un espacio siempre abierto, nocturno, un poco frío y adornado con botellas de cerveza vacías y colillas de cigarrillo a medio fumar. Allí, en ese preciso lugar, no solo transitaban las guitarras anónimas y las caras familiares, sino que en dicho lugar muchos pudimos conocernos a nosotros mismos y conocer a otras almas compatibles a las nuestras.
Es un lugar ruidoso, atiborrado, pequeño y dinámico, en donde el olor a tocineta se repliega e inunda cada centímetro cuadrado. Allí, afuera o adentro, todos hemos sido partícipes de su actividad nocturna y de su acontecer diario, sea en estado permanente o simplemente de paso, pero en definitiva muchos hemos sucumbido ante su tentación.
Dentro de sus pequeños escenarios o islas, existía uno muy importante: Pequeño, acogedor, pestilente y ruidoso, era el espacio en donde muchos nos reuníamos a demostrar lo que tanto —o poco— sabíamos. Una media luna dispuesta para rasguear unas guitarras y entonar ciertas canciones de conocimiento general; y unas escalinatas hacían de eso el perfecto escenario, el perfecto lugar para dejarse llevar por el momento y amalgamarse al son de «Never cared for what they know», «Cómo poder aparentarlo, si no lo puede ser», «They’re forming in a straight line/ They’re going through a tight wind», entre otras tonadas clásicas que sirvieron como banda sonora de cientos de harapientos y despelucados jóvenes por más de una década.
Su importancia no radica en la espectacularidad de su arquitectura, ni mucho menos en lo prestantes que eran sus deambulantes —no habitantes—, pero si es importante para muchos debido a sus historias, de jóvenes rebeldes que conocieron a su primer amor allí; de guitarreros empedernidos que tiempo después recorrerían otras latitudes con su música… En fin. Aquel pequeño espacio, aunque carente de estética, tenía una mística extraña que nos hacía regresar.
Años pasaron siendo un espacio abierto, amigable y sincero. Años transcurrieron entre botellas despicadas, restos de Marlboro salvaje, papeleticas de polvo y desperdicios humanos. Todos los que frecuentamos el lugar fuimos testigos de su magia, de su encanto, pero también fuimos testigos —y responsables— de cómo cada uno de sus centímetros de comodidad se iban deteriorando. Un Mea Culpa para todos los que bebimos allí, cantamos allí y hasta vomitamos allí. Todos somos culpables del pobre destino que tuvo aquel lugar.
Ahora, años después de la magia y las cervezas, del Never cared for what they know y They’re forming in a straight line, y de muchos otros grandes momentos, aquel espacio pequeño y acogedor se encuentra perdido entre recuerdos. Ya aquellos herederos de las guitarras de prendería y de los viejos cancioneros han migrado hacia otros lugares, porque allí ya no existe la pequeña media luna y las escalinatas, y aunque la pasión y las tradiciones perduran en los rincones aledaños, nunca será lo mismo.
Por más bohemio y libre que ese espacio podía ser, es obvio que quienes allí pasábamos las noches entre canciones y licores debíamos conocer su contexto. Y ese fue un error garrafal, el no haber entendido aquel entorno.
Era obvio que los ojos ajenos veían mal lo que allí ocurría, porque para muchos era inconcebible ver cómo un pequeño fragmento de sus lugares de residencia se habían convertido en bares, expendios de drogas y de moteles, y el navegar entre los olores, los condones en el piso y las botellas de licor no era para nada adecuado, y mucho menos hablando de personas que criaron a sus hijos allí y que envejecieron caminando por los espacios de sus avenidas.
La decisión estaba tomada. Hubo una serie de reuniones en las que se trataron los temas concernientes al lugar, a su futuro. La mujer encargada de administrar los espacios comunes, de la cual nunca pude recibir su nombre, fue quien logró sintetizar los pensamientos de cada uno de los asistentes a dicha reunión. Ella y su equipo entendieron la preocupación de los miembros de la comunidad y las tradujeron en una petición oficial a los miembros del gabinete gubernamental de la ciudad.
¿Qué podían hacer ellos ante unos argumentos tan sólidos? No creo que ellos hubieran vacilado siquiera un segundo para tomar la decisión final, ni aunque algún miembro del gabinete hubiese sido de aquellos deambulantes nocturnos que se paseaba con su cerveza a medio empezar y su tabla en la otra mano. No lo creo. Creo más bien que los argumentos en contra fueron tan bien establecidos que no hubo otra alternativa que darle el sí a una comunidad aburrida del deterioro y el degenere de un espacio que minuto tras minuto iba perdiendo su encanto.
En este punto hubiera sido determinante realizar un acto de contrición, pero tendiente a reconocer los errores y a reunir un grupo de gente que pudiera hacerle oposición a la contraparte, con argumentos y soluciones, quizá con algunas ideas, pero en definitiva, organizados.
Y no sucedió. Nunca pude haber presenciado a los guitarreros y cantantes aficionados, a los expendedores y consumidores, y a aquellos que simplemente disfrutaban del lugar, hablando sobre el futuro del espacio que ocupaban todas las noches, cada fin de semana.
Lista la decisión y listos los recursos, se echó a rodar la idea. Fue una solución extrema y poco amistosa, y al fin de cuentas fue una decisión errónea, pero ellos no la entendían así en ese momento. Toneladas de tierra bastaron para hundir, algunos metros bajo tierra, a esa media torta y a esas escalinatas que habían servido como gran escenario para quienes creían tener algo que mostrar, y para quienes se querían mostrar. El olvido y la falta de real hermandad bastaron para que un aventajado grupo de personas sentenciaran a muerte y enterraran el recuerdo tangible de cientos de jóvenes y de jóvenes adultos que aun creían en el lugar.
Todo terminó. Con tierra nos olvidamos de las canciones, de los condones y las botellas rotas en el suelo, de las vacas para comprar licor, de las escalinatas, de las canciones, de los besos, de comprar Marlboro salvaje, entre otros tantos elementos característicos. Con la tierra aplanada y un manto de gramilla cual cancha de fútbol, se le dio santa sepultura al mágico lugar que en sus años mozos estuvo repleto de gente.
La memoria es cruel y los recuerdos son vagos. Basta con pisar la pila de tierra para darnos cuenta que ya todo se ha olvidado. Hablar con los nuevos deambulantes nocturnos, con los nuevos adolescentes que pasan sus tardes y noches del fin de semana entre cervezas e historias, para entender que ellos no referencian las mismas historias que muchos referenciamos.
Era bueno poder rastrear los pasos de esa decisión. De empezar a indagar por quienes habían sido partícipes del taponamiento del lugar.
En un principio esas indagaciones estaban dispuestas a modo de interrogatorio, de agarrar a ciertos transeúntes inadvertidos y a uno que otro vigilante de la zona para que pudieran darme pistas sobre lo ocurrido. Y aunque no era la investigación de un crimen o sobre grupo clandestino, si era necesario saber de primera mano si esa decisión afectó, o no, a quienes diariamente pasan por allí. Aquel señor Salazar, de gorra y mazo, que cada noche deambula por entre las calles tratando de ganarse la vida vigilando, empezó a explicarme su posición. Para él, la decisión de taponar ese espacio fue un desatino total, porque a pesar de que la venta de drogas y los desechos humanos eran el talón de Aquiles, la situación no cambió en lo absoluto, sino que todo se reubicó dada la imposibilidad de hacerlo en la actual planicie.
Claudia, otra con las que pude hablar, me dio unos argumentos un tanto diferentes, pero no impresionantes. Ella aseguraba que los problemas habían parado allí y que ya todos los habitantes del sector se habían podido olvidar de los condones y las botellas rotas, del olor a orines y las papeletas de polvo blanco en el suelo. El saber que el problema se reubicó era suficiente para las personas que no querían seguir viendo el deterioro de la media torta y de las escalinatas, de aquellos que no entendían el Never cared for what they know y su mística interpretada en guitarras rotas y desafinadas.
Meses y meses han pasado desde entonces, y todo ha vuelto a la normalidad. La planicie cubierta por una capa fina de grama es ahora otro escenario, otra pequeña isla del lugar, de esa villa. Algunos metros bajo tierra yacen las escalinatas en donde muchos nos sentamos a repasar las mismas historias, las mismas canciones y en donde conocimos a muchos de los amigos que aún perduran. Los nuevos pies que transitan por aquellos metros de tierra desconocen que allí surgió la magia de muchos, y que allí transcurrieron los días de adolescencia de otros. Aquel sitio lleno de colillas de cigarrillo, de desperdicios humanos y de olores fuertes, de guitarras y cantantes, de condones usados y volantes de conciertos pasados, es ahora un cementerio. Ahora todos pisamos las tierras de un cementerio que no posee huesos sino recuerdos, que no espanta sino que genera nostalgia. A ese cementerio nadie va a rezar ni a depositar flores, mucho menos a limpiar lápidas o releer epitafios, pero es el cementerio de un lugar que nos brindó alegrías, que nos albergó en nuestros años de adolescente libertad y que ahora, algunos metros bajo tierra, grita por ser recordada.
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* Pedro Madrid Urrea es un escribidor con licencia para enseñar y varias novelas sin publicar.