CAPITÁN DE BARCO CONTRA VIENTO Y MAREA
Por Diego S. Lombardi*
La primera vez que mamá me llevó a la escuela llegamos tan sólo hasta la puerta. Yo, que estaba de estreno con el guardapolvo y la mochila de las Tortugas Ninjas no supe entender bien qué era lo que sucedía; alcanzó con que uno de los chicos me señalara tirando con la otra mano de la falda de su mamá para que volviéramos directamente a casa.
Aquella tarde me gritó de tal forma que preferí quedarme encerrado en la habitación mirando tele. Para colmo, ya venía triste desde lo sucedido con Kimby; lo había traído la tía Maruca días antes de que comenzaran las clases y no me duró más que un momento, porque ni bien quise alzarlo se le dio por chillar finito y pegarme un arañazo. Cuando papá se acercó y me vio la cara, le propinó tal patada que lo mandó a volar hasta el rincón; la ventana del comedor había quedado abierta y aunque lo busqué y llamé hasta el hartazgo, Kimby ya no volvió a aparecer. Mantuve la esperanza de que regresara a más tardar para el cumpleaños de mi hermana Carlita; como regalo le había hecho un dibujo de Kimby que mamá guardó en un cajón, convenciéndome de que debíamos esperar para entregárselo, para que fuera un regalo de cumpleaños propiamente dicho.
Me tiré en el suelo a jugar con los coches, instante en que mamá abrió la puerta, se sentó al lado mío y me abrazó; lloraba, y cuando hablaba no se le entendía mucho, me abrazaba fuerte y me mojaba la cara, se le caía un poco la baba pero no me daba asco, al contrario, me gustaba el olor de su pelo y de sus besos. Más tarde escuché a Carlita llegar del colegio. Luego, a papá llegar de la oficina; retó a mamá porque se había tomado casi todas las pastillas, y sí que era verdad, yo mismo había visto que en el frasquito que tenía al lado de su cama quedaban pocas. La verdad era que tenía ganas de ir a la escuela, más que nada para jugar con los chicos, porque a veces me aburría de estar encerrado en casa todo el día.
Seguramente me creían dormido cuando comenzaron a hablar; escuché a papá decir algo acerca de no tener que sentir vergüenza y ahí nomás los sollozos que le pedían por favor, que era sólo por esa vez, la cuestión es que al día siguiente, a la tarde, mamá me dijo que me quedara en la habitación porque Carlita ya era grande y quería estar con sus amigos que también eran grandes y los chicos no podían estar siempre entre los grandes. Al descubrir la torta volví a insistir. Se enojó y me tiró un sopapo, lloriqueé, pero no dije más nada porque me di cuenta de que iba en serio.
Desde mi cuarto, cada tanto pegaba la oreja contra la puerta. A veces se oían carcajadas, algún grito estridente por sobre el barullo de la música, y luego de mucho pensar, luego de que terminaran los dibujitos en The Big Channel, decidí salir a pesar de todas las advertencias. Crucé el pasillo y bajé hasta la cocina; la puerta que daba al comedor también estaba cerrada así que, con extrema cautela, la abrí lo suficiente como para poder deslizarme.
En la penumbra apenas se distinguían las formas y caminé a tientas, entre las risas. Un encendedor chisporroteó varias veces antes de encenderse y vi a un nene revolear un palito salado hacia la otra punta de la mesa. Me acerqué al alboroto. La luz de la vela me permitió reconocer a mamá y a papá parados junto a Carlita, aplaudiendo mientras entonaban el feliz cumpleaños. Mis ojos fueron de la vela a la torta, de la torta a Carlita, y al levantar otra vez la vista encontré a mamá asaltada por una expresión de horror, como si un secreto abominable estuviera a punto de descubrirse. Todos seguían cantando y nadie parecía haberse dado cuenta, pero aquello no le impidió largar un chillido ahogado y taparse la cara con las dos manos. Papá la abrazó y después de unos instantes mamá bajó de nuevo las manos y noté cómo me miraba con esa cara de cansancio, rasgada por cierta determinación y aires de triunfo que le quedaban luego de una crisis contenida. Me escabullí, cerré la puerta de la cocina y me metí de nuevo en la habitación.
Al principio tuve miedo de verla aparecer enojada. Pero no vino nadie. Yo esperaba que Carlita hubiera utilizado uno de sus tres deseos para pedir que volviese Kimby. Habían dejado de escucharse ruidos y ya me estaba agarrando sueño, cuando mamá entró con una porción de torta. La dejó sobre la mesa de luz y me acarició la cabeza. Luego se fue. Adentro tenía dulce de leche. Apagué la tele, agarré el barco que también era un regalo de la tía Maruca y me acosté. Por lo general, antes de dormir corría las cortinas para poder ver el cielo estrellado, como ahora, y así poder navegar con mi barco por los fulgores que llegan del espacio.
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* Diego S. Lombardi (Buenos Aires, Argentina, 1981) ha publicado el libro de relatos Días de fiebre y la novela Reflexiones de un cazador de hormigas. Con esa novela obtuvo el Premio ALBA NARRATIVA 2013.
hermoso el cuento!! lo voy a guardar para compartir cuando tenemos reuniones con los padres… lleno de mensajes la historia! y aunq no parezca muy actual!!!
Éste es uno de esos cuentos que me hubiera gustado leer siempre. Me gusta la literatura que sabe navegar por los territorios de la infancia sin traicionarla en ningún detalle: esa literatura que te recuerda a vos mismo acorralado por percepciones incomprensibles, y que desde lo peor tanto como desde lo mejor, alimentaron un mundo propio, gracias a Dios, indestructible.
En esta dirección de sensaciones y afectos, aprecio a los escritores que cuentan con el don de conservar intacto ese mundo propio de la infancia, para compartirla con el lector y ayudarlo a conjurar ciertos miedos; para taparse juntos con la sábana y encender la linterna mágica.
Gracias, Diego, por habitar esos espacios entrañables con tu palabra.