MEMORIA DE LA PUNA, DE HÉCTOR TIZÓN
Por Pablo Cingolani*
Lo decía él mismo, al principio y al final de su obra: que sería la última, que no escribiría más, y así fue: con su fallecimiento este año, Memorial de la Puna, se convirtió en el testamento literario y existencial de Héctor Tizón.
Son sólo 99 páginas pero es un libro enorme y fundamental y lo escrito alcanza tal vuelo poético, tal intensidad expresiva, se eleva tan por encima de la mediocridad que nos circunda y amenaza enterrarnos, que uno no puede sino conmoverse en extremo, uniendo vida y obra en un solo rayo de justicia, y diciendo lo que, en estos casos, es lo único que podemos y debemos decir: gracias.
Gracias por este legado, Tizón. Gracias porque tus últimas palabras son tan urgentes y tan necesarias que no sólo nos hacen acordar de las primeras que escribiste, sino que nos cuestionan, nos provocan y reclaman una reflexión tan profunda, nos penetran en el alma de forma tan potente, que será imposible que las olvidemos, a pesar de que, como vos mismo decís en el Memorial, hay algo más fuerte e irremediable que la muerte y que es el olvido mismo. Hemos perdido muchas cosas en el camino, pero la memoria, no. Al menos, nosotros, no. Así que gracias, una vez más.
Gracias por esto: «Tal vez —anotó Tizón en uno de los cuadernos que componen el libro— no sería ocioso ni extraño mirar este país desde un lugar desde el cual nunca se lo ha visto», y es obvio: habla de la puna, ese territorio que Tizón reinventó desde sus libros y que aún con Tizón y sus escritos, sigue siendo eso: el lugar desde el cual no se mira a un país, Argentina en este caso.
¿Y cómo es ese lugar, según el autor? Es la periferia, dice, es el desierto, aclara. Del desierto, escribió sentencioso: «La visión del desierto, con su soledad y silencio, nos empeña en develar el significado pendiente de todas las cosas. Sin la experiencia del desierto, no tendremos conciencia de la transparencia, del rigor ni de lo maravilloso». Tremendas verdades que has arrojado al aire y a la historia, Tizón, y que deberían servir para un debate nacional, sub–regional, continental: ¿Cuando miramos a nuestros países, desde dónde los vemos? Para empezar: ¿lo vemos desde algún lugar que está dentro o que está fuera del mismo país?
Para Tizón, está claro y sería deseable que nos animáramos a verlo desde la puna, desde (en el caso argentino) su extremo noroeste, su extremo geográfico, pero no es sólo eso lo que cuenta (la frontera, la condición espacial) sino los atributos de ese lugar, sus cualidades específicas, su ser desierto, en primer lugar. Entonces nos metemos en honduras, porqué: ¿a quién se le ocurre ver/ pensar un país desde el desierto? ¿A quién se le ocurre ver/ pensar un país desde un lugar donde por definición no hay nada?
Surgen más interrogantes, son inevitables: ¿No hay nada o es que nosotros no vemos nada? ¿No hay nada o es que nosotros no queremos ver nada? Tizón lanza un piedrazo al medio de la conciencia nacional, al medio de la conciencia sudamericana, al medio de la sensibilidad de cualquiera que se anime a recibirlo, y dice: «aquí se puede vivir sólo contemplando las montañas…».
Tizón, que empezó denunciando al mundo que en la puna argentina, que en la puna de Jujuy, hubo un genocidio contra los collas, que la batalla de Quera no era una leyenda ni menos un cuento de borrachos, que la batalla de Quera existió, como existieron luego las persecuciones sañudas contra los sobrevivientes del combate, para aniquilarlos con prolijidad uno a uno para que ya no haya más rebeldía ni resistencia en la puna. Tizón que lanzó al mundo su clamor y su fuego por Casabindo, el mismo Tizón, pero el crepuscular, puesto en la piel de un puneño o de un exiliado en la puna, filosofa y asegura que allí se puede vivir sólo contemplando las montañas, aquí el interrogante es: ¿se puede vivir sólo mirando las montañas?
Ya algunos dirán: ¡qué pelotudez mirar las montañas! ¡Si las montañas son todas iguales! (juro que esto último lo escuché tal cual). Entonces, seguimos preguntándonos: ¿podremos mirar un país no sólo desde un lugar desde el cual nunca se lo ha visto, sino desde un lugar donde a la vez se puede vivir sólo contemplando las montañas?
El libro aporta una clave mayor, y Tizón la escribe así de bonito: racionalizar es desangelizar.
En otoño en las lagunas cuando llovizna, Tizón lo explica, lo empieza a explicar así: «cuando uno se acostumbra a verla así, se da cuenta al mismo tiempo que la naturaleza es Dios y me siento así yo mismo una parte de Dios». Luego Tizón proclama: «no regresaré jamás a vivir en la ciudad», y la remata tal cual: «ahora sé también que no basta con escribir, hace falta un destino». Vivir es destino, por eso morir es fácil anotó páginas atrás. Lo difícil es vivir porque vivir es tener un destino, una fe, escribe en Frontera abajo, tal vez el más bello de todos los cuadernos que reunió Memorial de la Puna.
Si has llegado hasta aquí, lo primero que se me ocurre preguntar es: ¿has advertido que, por lo general, no se escriben, ni se leen libros que traten cuestiones así? ¿Así, cómo? —me puedes apretar un poco—. Así, como las cosas que fue anotando Tizón. Que la naturaleza es sagrada. Que las ciudades son peligrosas, que pueden convertirse en tumbas inmensas. Que para vivir hay que tener motivos, causas. Que se puede vivir mirando a las montañas. Que ese es un gran motivo, porque cuando miras una montaña no estás viendo solamente una montaña, estás viendo la gracia, la divinidad, el destino, lo más simple pero a la vez lo más rotundo, lo más elemental pero a la vez lo más profundo. Así, esas cosas.
Y si, me dirás, muy lindo, todo muy lindo, pero, hermano… ¡hay que comer! ¡Hay que mandar a los chicos a la escuela! ¡Hay que comprarles juguetes para que no jodan! ¡Un celular a cada uno para que no los secuestren! ¡Una tableta a cada uno para que no se aburran! Y vos me decís que este tipo dice que se puede vivir sólo contemplando las montañas… ¿está loco? No sé, esta última pregunta, tan íntima, debería respondérsela cada uno.
Ironías aparte, a mí me sigue interesando la cuestión general, a saber: ¿cuando miramos a nuestros países, desde dónde los vemos? ¿Lo vemos desde algún lugar que está dentro o que está fuera del mismo país? ¿Lo vemos desde el crucero a Miami y a las Bahamas, «aproveche por sólo 1000 dólares, todas las comidas incluidas»? ¿Lo vemos desde ese imperio de la tecnología que cada vez nos va metiendo más aparatitos por donde puede, y que si seguimos descuidándonos nos los va a meter por donde ya saben? ¿Lo vemos desde el lugar del consumo, desde la góndola del supermercado, desde el envenenamiento transgénico, desde la cola de la salchichería? ¿Lo vemos desde el lugar de los zombis? ¿Lo vemos desde los medios masivos de comunicación que han desterritorializado, con prolijidad, uno a uno —como los aniquilados tras la batalla de Quera— a todos los países? ¿O lo vemos desde esa geografía ritualizada, desde donde es posible vivir contemplando montañas, porque es otro de los rostros de Dios, Viracocha o cómo quieran llamarlo? ¿Desde dónde lo vemos, eh? ¿Desde el lugar del fracaso del progreso babélico, el plástico y el pasatismo, las tres putas pes que son la misma porquería, o lo vemos desde el lugar de la pasión y de la mística?
Tizón nos está proponiendo algo radical, algo que tiene que ver con la vida, con la vida plena, no con morir (que es fácil, ya lo dijimos), no con la muerte, menos con la muerte en vida (para eso, prenden el televisor y listo) y es animarnos a pensar desde donde nunca pensamos, es animarnos a sentir desde donde nunca sentimos, es animarnos, en suma, a creer desde donde nunca creímos. ¿Se podrá mirar, ver, pensar, sentir, creer (en) un país desde ese lugar? ¿Se podrá mirar, ver, pensar, sentir, creer (en) un país desde el extremo, desde el desierto, desde el otro? ¿Se podrá mirar, ver, pensar, sentir, creer (en) un país desde el que se puede vivir sólo contemplando montañas? El que no padece, no sabe. De aguijones se amasa la vida. Tizón volvió a abrir las heridas de ese país no cicatrizado, el mismo país que vio Kusch por las mismas huellas: la Argentina Andina, la Argentina Destino, si es que nos merecemos alguno.
La palabra: Héctor Tizón. Cortesía de encuentro. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=hzmMvMUZad4[/youtube]
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* Pablo Cingolani (Buenos Aires, Argentina, 1963, vive en Bolivia desde 1987). Estudió historia en la Universidad de Buenos Aires. Es escritor y periodista. Defensor de los derechos de los pueblos indígenas aislados de la Amazonía y el Gran Chaco. En el año 2000 creó la Expedición Madidi, un grupo de trabajo multidisciplinario, en defensa de esos derechos, declarado dos veces de «interés nacional» por el Congreso de Bolivia (2001 y 2005). Sus artículos periodísticos se han publicado en todos los periódicos de Bolivia y en medios virtuales de todos los países latinoamericanos, Brasil y España. Publicó los siguientes libros: Toromonas. La lucha por la defensa de los pueblos indígenas aislados en Bolivia (La Paz, 2008, 2ª. Edición, Buenos Aires 2009). Amazonía Blues. Denuncia y poética para salvar a la selva (La Paz, 2010). Aislados. Sensibilidad y militancia en defensa de los últimos pueblos libres de la selva (La Paz, 2011). Nación Culebra. Una mística de la Amazonía (La Paz, 2012). Vivir entre montañas. Relatos sobre La Paz-Bolivia (Edición on line, 2012).