DIRÁN QUE VIENE DEL OTRO LADO DEL OCÉANO
Por Ana Ramírez González*
Un hombre joven se quita la ropa a unos veinte pasos de donde estoy sentada. Un libro sobre mis piernas. Las cinco de la tarde, un sol perezoso, el mar tan quieto como el cielo.
Con movimientos lentos cuelga la camisa color caqui en la rama del árbol que le da sombra. Se agacha para desanudarse los cordones, se quita los zapatos negros, levanta una pierna y jala una media también negra, y ya siento que el viento le refresca la piel que ha de estar sudada. El otro pie, la otra media. La correa cuelga al viento. La gorra se le escapa. Salta enterrando los pies, qué frescura, imagino, la alcanza y la asegura sobre la camisa. Por último, el pantalón oscuro.
Hay un letrero: No pase la cerca, zona sin vigilancia. El hombre está al otro lado del cerco, al extremo norte de la zona que pertenece al hotel «Corbeta». Hasta el límite, la vegetación está bien cuidada. Luego se hace agreste y seca; hay pilas de deshechos que fueron y volvieron, troncos gruesos y algas verdes, y más basura y más ramas. La marea, entretenida, indiscriminadamente, juega con ellas.
Estoy suspendida en la mitad de la historia que leo. La pienso. Escarbo la arena con los dedos de los pies; la aliso y dibujo un pez, un barco, una gaviota, un hombre.
El hombre en pantaloncillos frente al horizonte. Tranquilo. Tiene el pelo corto, el cuerpo fuerte, los movimientos seguros.
El mar está ahí, inocente, exagerado, vago.
No hay ruidos que superen el que hace el mar. La respiración ligera de una pareja anciana a mi lado, que parece dormida.
La imagen que se repite a continuación es la del hombre, a solo cinco metros de la orilla, la cabeza por fuera del agua, un brazo que eleva por diez segundos en un movimiento lento y que vuelve a sumergir sin aspavientos.
Una tragedia que durará cinco minutos, sin variaciones, salvo la secuencia de la cabeza que aparece cada quince segundos al principio, luego cada veinticinco, cada cuarentaicinco…
El último minuto, exangüe.
Ser valiente no tiene sentido. ¿Por qué no grita? Grito.
—¿Necesita ayuda? ¿Qué le pasa?
Es el último minuto, rápido, hay que hacer algo, grito más fuerte, ¡ese hombre está ahogándose! ¿Y por qué no avanza, si parece que está nadando?
La pareja que aún no se baja del sueño, no se decide por gritar o correr; miran el cielo, el mar, el sur, mi cara descompuesta.
Otro hombre joven con el mismo uniforme viene corriendo. ¡Por fin alguien me escucha! Amarra un lazo grueso al árbol closet y a la cintura, y se lanza al agua. Bracea. Tampoco avanza.
Una burbuja enorme revienta en el sitio donde estaba el primer hombre en el mar. Ya no asoma la cabeza, ya no levanta el brazo. Secuencia de burbujas mermadas, espaciadas. El tiempo se alarga, perezoso también.
Pequeña, apenas perceptible, la última burbuja se pierde bajo el agua pesada y oscura y se confunde con la espuma. Desaparece. La burbuja. El hombre.
Entonces sobreviene un efecto de irrealidad.
Nada que hacer.
El segundo hombre regresa a la playa, el alma caída. Todo ocurre en silencio. Solo mis gritos. Espero una respuesta, una palabra. Silencio absoluto. Le increpo, le suplico, ¿qué pasó?
Nada.
Corro a buscar al supervisor, al gerente, alguien que explique algo, por favor.
Todo está en orden en los pasillos, en la recepción, en la oficina de la administración. Exijo ver al gerente. Le repito, todo está en orden, no sé de qué habla, dice impávido, voy a llevarla a la enfermería, es posible que haya recibido mucho sol. Puede ser una alucinación. Tómese esta agüita aromática.
Voy a la policía. Es una historia sin pruebas, pudo ser una ilusión. Ustedes no saben cómo son las cosas del mar. Tranquilícese, ¿la acompañamos de regreso al hotel?
En el taxi, sola, hablo del tema.
—La zona es muy peligrosa. La playa en el área del hotel está muy cuidada, pero al otro lado está la carnada, el basurero. Pudo ser una pierna atrapada en la red, o el tiburón mismo, o un calambre —dice el hombre impasible— Pasa a menudo. Los guardas burlan la vigilancia del supervisor y se dan un chapuzón al atardecer. A la familia le dirán que un día cualquiera no volvió. Y es que al hotel no le conviene que se sepan esas cosas. En dos o tres días el mar traerá el cuerpo ya inflado, como otro juguete, y dirán que viene del otro lado del océano…
Entonces salgo deprisa a buscar la correa, la gorra, la camisa, los zapatos negros, serán mi prueba. Pero a la sombra del árbol closet está el segundo hombre, de frente al mar. Le pregunto desde la cerca dónde ha quedado la ropa de su compañero. Me mira en silencio y devuelve la mirada triste al horizonte.
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*Ana Ramírez González es Licenciada en Educación del CEIPA (Centro de Investigación y Planeamiento Administrativo), Medellín. Docente en preescolar y primaria. Ha publicado textos de Español y Literatura, cuentos, poesías, y canciones para niños. Por dos períodos consecutivos, una de las series ganó la licitación del gobierno, como texto obligatorio en todas las instituciones públicas. La colección de cuentos infantiles «Big books» fue vendida en Centro y Sur América. Actualmente se dedica a la escritura de cuentos cortos, y a la lectura. Tiene una novela inédita y trabaja en la segunda. Ha publicado en la revista Odradek.