Literatura Cronopio

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Sombra gris

LA SOMBRA GRIS

Por Carlos Schatz*

Después de un baño de casi dos horas, inusual hasta en el horario; Diana se peinaba despacio, prolija.

Enfrentada al espejo de su habitación era la misma desde hacía cuarenta y siete años. El mismo nombre, las mismas manos, la misma mirada, la misma piel; las mismas ganas de huir. Aunque ella juraba soportar el peso de dos siglos en su cuerpo para justificar sus desganos, el silencio de esa mañana para con Marco tenía otro motivo; sabía que estaba frente a una de las estocadas más expuestas que ofrecen las tentaciones malditas de la vida. Diana iba a ser infiel por primera vez. Lo había decidido así, a un golpe; antes que la duda siguiera percudiéndola en algún otro supermercado de sus calles, en otra reunión familiar de reforzada resistencia, en otra cena invadida de bostezos o en la misma tabla de planchar alisando las mismas camisas dormidas del extraño de siempre.

Tal vez por la culpa religiosa que desnuda el pecado, Diana retrocedió hasta su infancia correteando por los jardines floreados del colegio Sagrado Corazón de Jesús, donde completó sus estudios en ambos niveles. Sus recuerdos pasaron fugaces por las aulas donde creció, por sus compañeras y amigas; por sus padres llevándola diariamente hasta las puertas del convento. Hasta por el machacar y machacar de las monjas para incorporar por obstinación y fanatismo el rezo diario del rosario, pasó su nostalgia. Sus recuerdos siguieron un atajo y rebotaron en el primer encuentro con Marco, su primer novio y único marido. Mientras continuaba peinando su pelo nuevo se detuvo paciente en ese recuerdo, volvió a observarlo en el detalle, y ya no sintió el mínimo deseo de volver a elegirlo para el resto de su vida. Después de ir y volver por el mismo recuerdo las veces que fueron necesarias, Diana supo que ése mismo deseo había fallecido hacía mucho más tiempo del que ella podía asegurar. Tal vez nunca lo amó como pensaba, tal vez todo fue el entusiasmo en una adolescencia distinta deseando un hombre para toda la vida, como soñaba con sus amigas de colegio. Ahora, nada era como lo soñó. Todo se transformó. Al menos desde los últimos diez años; o más.

Ya ni recordaba cuando habían dejado de hacer el amor, y cuánto tiempo atrás de eso, lo hicieron de memoria.

Marco ya no era el mismo; como a ella, la erosión de la vida poco a poco le había quitado los privilegios de mocerío. Si bien Diana era consciente de sus grietas; como la cintura que se fue con sus hijas o el cabello de princesa que ni siquiera recordaba que había tenido; las averías de Marco parecían condenarlo definitivamente al abandono criminal. Su abdomen crecía como un embarazo de sextillizos a medida que se detenían los años; la avaricia de su calvicie lo iba trasformando sorpresivamente en el gemelo de su padre; le habían crecido las orejas, la nariz, y todo lo que antes le agradaba de la vida, ahora lo fastidiaba sobremanera por alguna razón que solo él sabía. Su carácter ya no era el carácter dócil de los primeros años, su atención para con ella había perdido todo entusiasmo y apenas si se acordaba de saludarla para el día de su cumpleaños.

Pero no era esa la razón por la cual Diana había perdido el deseo. Era la suma de todas las soledades lo que ella no pudo soportar; ni manejar.
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–¿Cuándo fue la última vez que me reconocí en el espejo; cuanto tiempo hace que ésta extraña me habita el cuerpo?– Se preguntaba Diana esa mañana peinando suave su pelo recién teñido de rojo. Si hasta su piel blanca ya no parecía tan blanca sentada frente al espejo.

La crianza de sus hijas fue su más insondable alegría. La ausencia de las dos, el silencio más dolido.

Una, la menor; había repetido su historia. Se casó a los dieciocho años y lo abandonó todo por seguir los pasos de su marido instalado en el sur. La mayor residía en el extranjero por estudio y trabajo, por lo cual, la familia completa se reunía solo en ocasiones especiales; como en navidad, o en alguna otra fecha pactada, pero no más de dos o tres veces al año.

Las reuniones de los sábados y domingos, encerrada en los criterios conservadores de la familia de Marco, en consecuencia, era un desgaste parejo de mente y cuerpo sosteniendo con los dientes la apariencia del amor intacto.

Esa soledad. Era la soledad más perversa.

Después, el vacío de la casa, los almuerzos a solas, las novelas de la tarde, los libros de Sidney Sheldon. Las noches eternas apoyando la cara en la almohada, a media luz; mirándose por dentro como se mira el paso involuntario de una vida ingrata. Las mañanas deseando huir.

Diana iba rumbo al hotel cuando sonó el teléfono. Era Shianna, su hija menor. Cada vez que tenía un problema que creía imposible de solucionar por sí sola, la llamaba y las dos se prendían al teléfono por horas. No quiso contestar. Estaba decidida. Nada haría retroceder sus pasos. Ni el llamado, ni la amenaza de tormenta que encerraba la ciudad esa mañana, oscureciéndola por completo. Nada.
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Era una decisión tomada con antelación; firme.

Julio Hérman la esperaba en el hotel, de común acuerdo habían respaldado la osadía y Diana con su pelo nuevo, su vestido juvenil y valiente (que desde alguna ficticia conciencia creía que le devolvía lo que la vida le arrebató), sus anteojos oscuros, su cartera al hombro, su maquillaje exagerado, su perfume dulce y su corazón rogándole detenerse; continuaban con pasos firmes al lugar de la cita.

Con galantería fácil y una intención indudable, Julio Hérman supo llamar su atención. También era casado y era el dueño del restaurante donde Diana se reunía con sus amigas a platicar de cualquier cosa que las hiciera olvidar por una noche, de las soledades que las esperaban al girar la llave de vuelta en casa.

Julio Hérman no era el tipo de hombre por el cual una mujer lo dejaría todo, pero era un hombre inteligente, discreto, de buen semblante y conservado dentro de un físico envidiable para su edad. Y lo más importante de sus atributos radicaba en que siempre estaba en el lugar donde debía estar, en el momento exacto. Una virtud que sólo suelen tener los hombres de buena paciencia, adictos a la buena caza. Aunque en éste caso en particular la suerte hubiese virado en cualquier dirección, hasta el mesero del restaurante podía ser el elegido si hubiera tenido la sonrisa adecuada.

Diana estaba de frente al hotel, la bomba de su corazón no pasaba por el tubo de su garganta latiendo la culpa. Le temblaba el cuerpo entero. Cruzó la calle con una guapeza que no tenía. La persecución de su mente la extraviaba. Una escalera de diez escalones la separaba de una de las puertas principales. Con las manos sudadas tomó la baranda para auxiliar las fuerzas. Se cayó su cartera, la levantó. Subió los primeros dos escalones. Se detuvo vacilante. Creyó que después de todo no tendría el valor.
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Su teléfono soltó otra llamada. Otra vez su hija. No contestó. Continuó subiendo los peldaños. Las manos aún le sudaban; el corazón también. De frente a una de las puerta giratorias de la entrada supo que si la atravesaba, ya no volvería hacia atrás. La atravesó. Constantemente entraba y salía gente, era un hotel elegante y conocido. Se dirigió hacia la recepción con el pulso martillándole las venas. Por educación intentó quitarse las gafas antes de preguntar a uno de los conserjes por la habitación del señor Julio Hérman, cuando su mundo se cayó en un solo pedazo. Marco bajaba por una de las escaleras acompañado, demasiado juntos para suponer una amistad. El revés de sus manos se rozaba sin juntarse. Diana lo notó al instante. El roce de las manos llegó casi a entrelazar los dedos con un disimulo nulo. No se miraban, pero existía una conexión entre ellos; casi erótica. Sus sonrisas mirando los escalones suponían una aventura a primera vista. Diana quedó paralizada y en el mismo instante que los vio sintió el cuerpo gélido. Su corazón perdió el juicio. Necesitaba certificar otra vez lo que veía antes de caerse muerta. Los siguió con la vista. Los amantes aún cómplices, salieron del hotel. Hasta allí los siguió Diana. Sin cruzar la puerta de entrada, ella vio detrás de los vidrios cómo los dos se alejaban.

Marco paró un taxi, su amante subió, él le cerró la puerta y antes que se marchara, hablaron por un instante y él le besó la boca, rápido, como jugando. Después le acarició el rostro unos segundos, le besó la nariz y el taxi se marchó. Marco cruzó la calle y se perdió entre el gentío antes que Diana cayera en un sillón de la recepción; pálida y muda. Quería llorar a mares. Sentía odio, asco; ganas de vomitar. Se sentía estafada, embaucada por la vida. Por el mundo entero. Por Dios. La dominaba un sentimiento que no tenía explicación. Siempre se preguntó cómo reaccionaría si alguna vez descubría una infidelidad de Marco. Pero lo que sentía iba más allá de cualquier reacción natural de la locura. Ese tipo de reacciones estaban destinadas a una infidelidad tradicional, con una amiga, una ex amiga, una prima, una vecina, una enemiga. Una mujer.
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El teléfono sonó por tercera vez. Otra vez su hija. Esta vez la atendió aunque más no sea para que la devuelva de un tirón a la realidad. Shianna le dijo que los había estado llamando, pero que ninguno de los dos contestaba el teléfono, ni su padre ni ella. A Diana la atravesó un calambre de hielo que la dejó sin habla. Shianna, emocionada al extremo le comunicaba que iba a ser madre por primera vez y Diana soltó un llanto que no pudo contener ni encontrarle un destinatario cierto.

Hablaron casi por una hora. Diana perdía el hilo de la conversación a cada instante. Shianna preguntó si se sentía bien. Diana contestaba que sí, que solo estaba emocionada y cada tanto volvía a soltar un llanto apretado, cerrando los ojos y escuchando apenas como Shianna le repetía los posibles nombres si era varón; en los que había pensado si era nena; le pedía consejos para los cuidados de embarazo; para la depresión postparto; para los primeros días después de nacido el niño. Diana volvía a apretar los dientes para romper en otro llanto silencioso, sentía unos deseos irrefrenables de arrojar el teléfono contra la pared. Shianna le hablaba de la ropa, de la cuna, de cuánto deseaba que le creciera el vientre.

Shianna debía colgar el teléfono y, antes de hacerlo, le pidió a su madre le mandara un beso a su padre recordándole que le diera la noticia.

–Se la daré… – Dijo Diana como pudo, y en un tono indescifrable, antes que cayera para siempre al destierro de la ruina.

La lluvia cayó con truenos y rayos cuando un conserje del hotel se acercó para preguntarle si estaba bien. Diana, aún pálida pero amable respondió que sí, mientras miraba las escaleras por donde bajó Marco y por donde ella debía subir.

Diana rogó que lloviese todo el día.

La lluvia nunca paró.
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* Carlos Schatz es un reconocido narrador, cuentista y novelista argentino.

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