DE UN HOMBRE PERDIDO A OTRO
Por Alejandro Pérez*
Ese día me desperté a la hora de siempre aunque no tuviera que aparecerme por mi lugar de trabajo, era un viernes libre y tenía todo el fin de semana por delante. Me miré al espejo y aprecié mi rostro somnoliento, miré mis ojos y unas diminutas pupilas que esperaban estar un poco más dilatadas; estar drogado siempre es bueno. Tres palabras usuales —vamos ya campeón— y un poco de agua fría para espantar los malos pensamientos.
Salí de la amplia ducha y volví frente al espejo. Tuve que pasar mi mano por encima de él, ya que un poco de vapor que no se de dónde salió —tal vez de esas maldiciones que escupía una y otra vez a medida que las gotas de agua helada tocaban mi cuerpo. Esto no era Bogotá, era el maldito ártico— lo recubría, y volví a mirar mis ojos. Mis lúcidas pupilas, deseosas de bailar… Pero este no era el momento indicado para ello.
Salí del baño y corrí tiritando a mi habitación. Encima de la cama estaba la ropa que medio dormido había decidido ponerme ese viernes. Mi madre lo hacía cuando yo era pequeño y ahora que mi cabello está adornado por algunas canas —un número que de a poco va creciendo— lo sigo haciendo. Pasé la toalla, seca y lijosa como el cemento, por mi cara, y más de una célula moribunda se fue con ella. Me sequé el cabello con brusquedad. Sequé mi sexo y mis marchitos pies, estos ya empezaban a caducar. Sequé mis axilas, que siempre han estado adornadas por un poco de vello, y me paré desnudo frente a un espejo de mí mismo tamaño.
—¡Como estás de viejo! —decía mientras analizaba mi otro yo de pies a cabeza—.
—Es que mi amigo, ya no somos unos quinceañeros.
—¡Cómo osas expresarte de esa manera frente a mí! ¡Yo que te lo he dado todo! ¡De mi sólo quedás vos! —y una lágrima esquiva intentaba salir por el rabillo del ojo, pero con fuerza la detuve— ¡y bueno, tampoco es que estemos tan viejos!
—Pues jóvenes tampoco… digamos que si algún día fuiste medio cuarentón, pronto llegarás al centenario.
—Pero es medio siglo bien vivido, bien fumado y bien culeado.
—¡Eso si no te lo puede negar nadie! —decía ese otro al frente de mí que estaba atrapado en una prisión de cristal—.
—¿Te acordás de Diana?
—Ella fue de las mejores. De las poquitas que amaste… Amamos. —corrigió fugaz ese otro—.
—Pero no fue la que mas amé. —y otra vez venía corriendo la lágrima, como si alguien (o algo) la estuviera persiguiendo—.
—Mírate esas piernas pálidas, dentro de poco te tocará clausurarlas.
—Esperemos que eso no pase, no me imagino aquí enclaustrado todo el día.
—Y no es lo único que va camino a perderse —decía el otro con una sonrisa burlona—.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que dentro de poco te va a tocar pedir un buen cargamento de pastillas azules, si querés seguir con tu juerga de fin de semana.
—¡Já! Vos sabés más que nadie que esto todavía funciona —decía mientras con un gesto obsceno me cogía el sexo— ¡y muy bien! Mas bien me voy a vestir, que a este paso me van a tener que amputar el sexo, las piernas y otro montón de cosas que al final de cuentas son inservibles.
Una última mirada a mi yo cristalino y comencé a vestirme. Primero desodorante, ese perfume maldito que se inventaron para promover el consumismo por toda la eternidad. Si nadie lo usara, nadie tendría que hacerlo. Talco para los pies. Medias, una a la vez. Unos bóxer negros —del único color que tenía—. Un jean un poco gastado al que le tenía un cariño especial. Una camiseta de tono pastel y un poco de colonia para concluir. Otro invento de la misma inútil familia del desodorante que dará regalías infinitas; pero bueno, si no puedes con el enemigo…
Con toda esa inútil tela encima, me dispuse a extender la toalla que ahora ya no estaba tiesa y lijosa.
Parado en el centro de mi apartamento, di un giro de 360 grados en mi eje y pude contemplar toda mi residencia en su esplendor. Mi humilde morada —como dicen muchos— realmente era humilde. Vivía en un pequeño apartamento de tercer piso. Tenía lo necesario: cocina, living, patio de ropas, una gran habitación y otra pequeña adicional para quien no quisiera dormir conmigo. Dos baños —uno mucho más chico que el otro, qué digo chico ¡diminuto!—, y por último, pero no menos importante, un balcón. Habían dos cosas que adoraba de ese apartamento y fueron las razones fundamentales para comprarlola primera, su balcón de tercer piso que siempre me acogía junto a un par de cigarros mientras veía cómo el sol marcaba su tarjeta de salida y se iba para casa a dormir. Y la segunda, que era totalmente a prueba de sonido. Cerradas todas las puertas y ventanas, adentro sólo se escuchaban mis pensamientos, algún gemido ocasional y las potentes guitarras de AC/DC, Pink Floyd u otro artista que me hubiera tocado el alma. ¿Qué si afuera se escuchaba? ¡Nunca me importó!
Un banano en el balcón para algún amigo alado que se aventure en esta parte de la cuidad, puertas y ventanas cerradas, llaves. Todo estaba listo para partir. ¿A dónde iba? Qué buena pregunta, yo también me la hice.
Habiendo bajado los tres pisos por las escaleras, y de pie mirando a la nada y pensando qué rumbo coger, mi estómago empezó a gritar:
—¡Cómo que para dónde vamos! ¡Pues a desayunar! ¿O es que no me sentís?
—Te siento pero te ignoro —respondí con un tono bastante calmado—.
—Pues te digo algo: ¡Deja de ignorarme viejo cabrón que si no comes nos morimos los dos!
—Relájate… ¿un café entonces?
—¡Cuál café! A mí me das desayuno completo. Huevos, pan, arepa, quesito y entonces, si todavía querés, te podés tomar tu hijueputa café.
—Pero qué mal humor estamos manejando hoy…
—Lo que me sorprende es que vos no estés igual que yo. Si sos una fiera cuando tenés hambre y te dicen mentiras —refunfuñaba mi estómago. Se podría decir que media cuadra lo habría escuchado—.
—Si si, te entiendo. Pero hoy es un día feliz, no se por qué pero lo es, lo será. Relájate que ya voy a buscar tus huevos, que al parecer vos no tenés.
Y entre risas, como a quien le falta el haloperidol, hice un mapa mental del restaurante más cercano. Trazada la ruta me puse en marcha.
Llegando a la esquina, y antes de cruzar una calle, estaba don Evaristo, dueño de una pequeña tienda de barrio. Entrado en años el hombre.
—Buenos días vecino —saludaba él con una sonrisa cínica he hipócrita en su rostro—.
—Buenos días don Evaristo ¿Cómo va el negocio?
—Muy bien, muy bien. Tenga un buen día —quizá por dentro me deseaba que un perro me orinara, una paloma me cagara y un bus me llevara por delante, se le notaba en la mirada—.
—Hasta luego don Evaristo. Que sea feliz —le dije mientras me alejaba sonriendo—.
Mis pocas sonrisas y deseos de felicidad siempre han sido legítimos. El problema con don Evaristo, según él: «Es que usted no comprende y no ha sabido apreciar los años que tiene encima. Mire, yo a su edad ya me había casado y parido mi primer hijo, pero usted se la pasa de rumba en rumba como si fuera un culicagado. Es que eso así no se puede, hombre ¡Sentá cabeza y casáte! Vos ya estás muy viejo para andar con maricadas». Eso me lo dijo una noche que se tomó unas copas conmigo en su tienda, porque estaba peleando con su esposa, y yo era la única alma que estaba disponible para ayudarle con su catarsis aguardientera; si no, ni un tinto me ofrece don Evaristo.
Lo que él no sabe, y de hecho pocos saben, es que yo no me la paso de rumba en rumba como dice el señor de la tienda de la esquina. Soy un hombre trabajador y honesto. Me tomo los tragos que sean necesarios y copulo cuando se me venga en gana y pueda hacerlo. No le hago daño a nadie. Me drogo cuando esté a mi disposición, pero ya no lo hago con la misma frecuencia de unos años atrás. Lo que ni él, ni pocos, ni nadie saben —ni siquiera se por qué les estoy contando esto a ustedes, pero lo voy a hacer—, es que enamorado estuve, y desde hace mucho tiempo hasta este instante me han inundado las ganas de «sentar cabeza» y casarme. Pero es que un matrimonio es de dos. Esa es otra historia que no quiero tocar en este momento.
Así pues, y habiendo contado un secreto que nadie sabía, seguí mi camino con el corazón medio destrozado, rumbo a donde le daría de comer a ese mal humorado estómago que tenía adentro. Un pie delante del otro. Un paso a la vez. Mirando las casas. Saludando gente. Volteando en la esquina. Apurando el paso, porque mi propio estómago quería asesinarme. Enamorándome momentáneamente de una y de otra. Esperando que alguna de esas «unas» o alguna de esas «otras» pudiera hacerme olvidar de ese tema que me cuesta tanto tocar. ¡Maldito don Evaristo que me hizo acordar de ella!
En el momento exacto en que me estaban invadiendo las ganas de devolverme corriendo y sacarle la madre a golpes a don Evaristo por haberme hecho acordar de ella, di vuelta en la última esquina y llegué a un pequeño pero acogedor restaurante atendido por su propietario. Busqué una mesa donde pudiera fumar y me senté a esperar que una de las lindas meseras me atendiera. Una que yo estaba mirando y que respondía a mi mirada. Siempre he dicho que antes que hablar con una mujer debes saber mirarla. Hay que mirarla con morbo, pero no con mucho. Con deseo, pero no demasiado. Con desdén, pero con amor. Como si fuera una puta, pero teniendo en cuenta que es una dama.
—¿Qué puedo servirle? —Me dijo una mal humorada, y poco agraciada mesera robusta, mientras luchaba por no morir ahogada con la goma de mascar que tenía en sus fauces—.
—¿Que en qué podría ayudarme…? Déjeme ver… ¿Podría usted mandar a la señorita que está por allá atrás a que me tome el pedido…? —le dije mientras con una mano le metía un billete de cinco mil en el delantal y con la otra le señalaba la chica a la que me refería—. Y muchas gracias.
Con mala cara y refunfuñando se fue a llamar a su compañera, y realmente no entiendo qué le molestó. Se ganó cinco mil devaluados y moribundos pesos colombianos por caminar tres metros y decirle dos palabras a una hermosa pelirroja que probablemente quería estar en mi cama más que yo.
—Buenos días señor ¿En qué puedo servirle? —me dijo entre sonrisas picaras la linda mesera a la que le hizo gracia mi gesto hacia su compañera—.
—Buenos días señorita… Bueno, primero que todo: ¿podría decirme usted su nombre?
—Mucho gusto señor. Andrea es mi nombre ¿Y el suyo? —estaba interesada la pelirroja—.
—Pues mira Andrea, si sobrevivo a este desayuno y otro par de asuntos que tengo que resolver el día de hoy, y por supuesto, si tu horario laboral no es muy extendido, podrás conocer mi nombre. Por el momento, ¿Qué tenés de desayuno?
Pude notar cómo la expresión de su rostro cambiaba mientras yo le daba mi discurso, pero al final y justo cuando me enseñó el menú disponible, pude advertir una mirada y una sonrisa que me indicaban que había caído en el truco.
—Bueno Andrea, tráeme por favor unos huevos revueltos —ojalá como los hacía mi madre—, una arepa con quesito… con quesito y jamón —corregí—, un pan pequeño de tipo francés —de lo mejor que ha podido parir la raza bogotana—, y un café.
En ese instante, y acordándome que no me había tomado el haloperidol correspondiente al día de hoy, salta mi mal humorado estómago a cambiar la orden.
—¡Cuál café! ¡Traiga más bien un buen zumo de naranja, sin pulpa y bien dulce!
Reestructurada la orden, y mientras Andrea se dirigía a la cocina a informar de los caprichos de mi estómago, me dispuse a leer el periódico, acto que nunca es duradero. Primera página: lo que fue «importante» ayer, segunda página: caricatura de humor político de la que soy fan desde que tengo memoria, tercera página: cartelera de cine. Eso era todo. El resto era un montón de mentira y basura mediática para confundir y controlar a la gente del común.
Luego llegó el esperado banquete y mi estómago cual perro, empezó a mover la cola y a babear, Pávlov había tocado la campana. Empecé a comer despacio, sin dejar que este monstruo que tenía adentro me controlara. Primero una probada de los huevos, no habían quedado como los de mi madre, pero tenían una sazón especial que los hacia únicos. Un poco de arepa, pan y cuando fui a tomar un poco del zumo de naranja grita desde adentro ese animal: «¡Ni se te ocurra cabrón, ese va de último!» Un suspiro y proseguí con los sólidos.
Terminado el sorbo final del zumo de naranja, que por fin tuve permitido probar, di otro suspiro y encendí un cigarrillo. Todo era paz ya que mi estómago se había dormido. Un poco de humo entraba y salía mucho más con un aire juguetón. Después de un ademán Andrea me trajo la cuenta, le entregué el dinero correspondiente a lo que había acabado de consumir y rematé con una buena propina. Cuando estaba a punto de irse la invité a sentarse a mi lado un par de minutos, ella aceptó.
—Y dime, Andrea ¿Todavía quieres conocer mi nombre?
—Pues no niego que me causa intriga. —Me dijo la pelirroja con una sonrisa que denotaba pena y picardía—.
—Muy bien, entonces vamos a hacer algo: ¿A qué horas terminas de trabajar?
—A las 7:30 de la noche.
—Ok. Y ¿Dónde vives?
—¿Y por qué tanta pregunta? —respondió ella como se dice popularmente «entre chiste y chanza»—.
—Muy sencillo —le contesté mientras la desvestía con la mirada—, así podré pasar a recogerte y contarte cómo me llamo.
—Mmm… Está bien. Vivo no muy lejos de acá. Déjame te doy mi dirección.
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Me encanta como escribis, siempre que tengo un ratito libre busco tus escritos y los leo, y si no hay nuevos los vuelvo a leer.