Literatura Cronopio

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En un pedazo de papel que sacó de su delantal, trazó con cuidado su dirección y su teléfono. Le di un beso en la mejilla, de esos que dicen que si se porta bien tendrá muchos más en mejores partes. Me paré y me fui.

Me encontraba otra vez en el asfalto, en medio de la jungla y sin un lugar a dónde ir. Empecé a caminar ahora sin tener quién me guiara, un paso a la vez, un pie delante del otro. Una avenida se interpuso en mi conteo de grietas en el cemento y me invitó a una espera obligada. Sorteado el obstáculo de la avenida, proseguí con mi conteo. Nuevamente un pie delante del otro, con ritmo, con persistencia, sin sentido. A punto de colisionar con otro transeúnte sin sentido, me tocó frenar en seco. Lo hice justo al frente de una librería y ahora las cosas empezaron a tener un poco más de sentido. Dos pasos y estaba adentro. Mirando, esperando que algún libro me hablara, pero nada sucedía. «¿En que puedo servirle?» decía una voz a lo lejos, a la que yo no le puse cuidado. Con la mano le hice un gesto de que no se entrometiera, que yo estaba en mi propio viaje esperando a que un libro que estuviera destinado para mí me hablara. Autores y títulos por montones pasaban frente a mí, pero ninguno me decía algo, muchos ya los había leído. De pronto, y cuando estaba a punto de perder la paciencia y seguir con mi rumbo inesperado, a lo lejos, de lomo rojo sangre alguien estaba hablando: «¡Hey tú! Sí, tú. Ven… ¡tómame! Ya me cansé de estar en esta estantería llena de polvo, de las dos clases de polvo». Cuando me acerqué , vi que era un clásico, que aunque ya me había leído tiempo atrás, no dudé en responder a su llamado y llevarlo conmigo. Me acerqué al mostrador, pagué y salí por la puerta de la librería acompañado ahora de dos nuevos amigos: Alonso Quijano y Sancho Panza.
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Nuevamente, y parado ahora frente a la librería, accedí a mi mapa mental para trazar un ruta a un parque en el que podría sentarme a departir con el gran Caballero de los Leones. Puesta la ruta, me puse en marcha y no tardé mucho en llegar.

Ya en ese viejo parque, que algún día visité de niño para comprar globos inflados con helio, y sentado con una cerveza en la mano, empecé a pasar las páginas —«Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza»— y pronto empezaron a hablarme los personajes. No era ya un sujeto de camisa azul pastel sentado en la mitad de un prado tan verde que parecía de mentiras, leyendo un libro viejo de lomo color rojo sangre, sino un viejo sentado al lado de un caballero y su escudero haciéndoles preguntas y esperando que ellos con gracia respondieran.

—¿Y hace cuánto que están ustedes caminando el uno al lado del otro? —preguntaba yo un poco impertinente—.
—«Amistades que son ciertas nadie las puede turbar» —respondía el hidalgo sin mayor esfuerzo—.
—Entonces, señor Quijote, ¿cuál es el cuento con Dulcinea?
—«Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama.»

Y así, como medio enredado, de a poco la conversación fue cogiendo un curso interesante. Hablamos de todo un poco, del amor, del odio, de la amistad… le pregunté que cuál era su rollo con los molinos y de qué tipo de hongos le gustaba comer para tener ese tipo de viajes, y me respondió en pocas palabras que no sabía a qué me refería. Así de a poco, entre palabras refinadas —por parte de caballero de la mancha— y balbuceos y modismos «chibchombianos» de mal gusto —por parte de su servidor— llegó la hora de devolver al caballero andante con su escudero a su libro, cerrarlo y ver qué más podría depararnos la tarde.

Después de haberme parado de ese prado color verde–ficción, en el que estuve sentado por un buen periodo de tiempo, empecé a caminar con rumbo a un café que me gustaba frecuentar. Entré y me dirigí al mostrador del lugar. Pedí un café doble y mientras esperaba que me entregaran mi pedido di media vuelta, en ese momento lo vi. Sentado en una de las mesas más alejadas estaba un joven con un café entre sus dos manos y la mirada perdida.

Mirando por los grandes ventanales de la cafetería estaba este chico, que de alguna manera me recordaba mi pasado. Tenía un café frío que apenas había probado y se le notaba en el semblante las pocas ganas de vivir. Con mi pedido listo me desplacé despacio y me senté en la mesa donde estaba este joven, no notó que me había sentado hasta un tiempo después.

—¡Vete de acá viejo, ese asiento está ocupado!
—¿Ocupado por quién, por la soledad acaso… o por la muerte? —Le respondí viendo cómo sus ojos mostraban temor y odio—.
—¡Pero qué te importa, vete! —Decía mientras volteaba hacia el vacío nuevamente—.
—Tienes razón… no me importa. Pero déjame contarte una historia y después de que acabe de contarla, puedes decidir qué hacer con esa arma que tienes escondida en tu regazo, debajo de la mesa. —En ese momento volteó el joven a mirarme, inundado de sorpresa… Su secreto poco a poco iba siendo arrastrado a la luz—.
—Que… cómo… tu… —balbuceaba desconcertado—.
—Tranquilo… no sé qué vas a hacer con ese revólver y tampoco me interesa. Pudieras tal vez vaciar su tambor con la cajera y llevarte el dinero de la registradora, o también levantarte y disparar a cinco inocentes, para luego utilizar el sexto cartucho en ti. O más simple aun, terminar ese café y despedirte con un disparo «silencioso», muriendo en una esquina sin que nadie pudiese hacer nada para prevenirlo. Ya te dije: No me importa lo que vayas a hacer, solo déjame contarte una historia.

El joven me miraba con atención, estaba esperando que le contara mi historia para tomar una decisión, así que yo empecé a relatar mis vivencias.
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Hace no mucho tiempo —le dije— yo era un joven como tú. Encabronado con la vida y sin mucho que dar. Odiaba a mis padres, odiaba a mis hermanos, odiaba a mis compañeros, me odiaba. No soportaba mi existencia y quería que el tiempo pasara rápido para llegar a viejo y morirme, porque marchitado ya estaba. Salía de mi casa a la escuela y de la escuela a la casa, la rutina me atrapaba. Habían conflictos en mi hogar y cada día deseaba con más ansias morir. Así pasaron varios años, conocí el alcohol y la droga y a las malas aprendí que las drogas se inventaron para ayudarnos a entender la realidad, no a escapar de ella. Un día, no muy diferente a este, donde para el resto de las personas era un día genial y soleado, mientras que para mí era otra tortura, otro día gris sin remedio, salí de mi casa y me refugié en una cantina de mala muerte a tomar una cerveza, mientras reunía fuerzas para consumir el veneno para ratas que había comprado. Eso era yo en ese momento y así quería morir: como una rata.

Cuando la mesa en la que me encontraba estaba llena de cervezas, se me acercó un hombre, no muy diferente a mi yo actual, y se sentó frente a mí. Lo miré de reojo y volví a mi cerveza y a pensar cuándo era el momento ideal para morir. De pronto comenzó a hablarme: ¿puedo sentarme acá? ¿Quieres otra cerveza? yo invito. En ningún momento le respondí, él pidió dos cervezas más y mientras se tomaba la de él, empezó a hablarme. Justo como en este momento estoy haciendo yo.

«¿Cómo te llamas? Mmm… muy bien, no necesito saberlo. Pero mí nombre te lo diré. Me llamo Andrés, mucho gusto. Solo te voy a decir un par de cosas que cambiarán tu vida como cambiaron la mía. En mis días ciertamente no estuve tan perdido como tú, pero también necesité volver al ‘camino correcto’. Por eso te digo en este momento, sea lo que pienses hacer no lo hagas. No vale la pena vivir en un mundo que no te comprende, pero vale menos la pena morir sin haber intentado cambiar el mundo para que te comprendiera un poco. Todos vinimos a este fatídico mundo de mierda con un propósito, y si el tuyo fuera morir yo no estaría sentado al frente tuyo en este momento. Tu propósito todavía no está cumplido, y cuando lo cumplas te darás cuenta. Vive tu vida al límite. Se feliz y comparte esa felicidad. Vive cada día como es: único.»

Dichas estas palabras el misterioso sujeto —que nunca volví a ver— se paró de la mesa, pagó mi cuenta y salió del bar. Yo me quedé con la cerveza en la mano por algo más de una hora. Luego me paré y me fui del bar, dejando el veneno con el que pensaba suicidarme encima de la mesa.

Hoy me doy cuenta que lo que me dijo ese hombre hace tantos años era verdad, mi propósito todavía no había sido cumplido… hasta hoy.

Así, después de relatarle mi historia a ese joven desolado que miraba por la ventana como si estuviera al borde de un abismo, me paré de su mesa, pero antes de irme le dejé ese libro de lomo rojo que me había acompañado toda la tarde y le dije: «Busca tus molinos y enfréntalos». Pagué su cuenta y me fui, había alguien que me estaba esperando.
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Salí de la cafetería y llamé a la pelirroja que iba a teñir mis sueños de carmín y pasión. La llamada no duró mucho, le pregunté que cómo estaba y que si seguía teniendo curiosidad a cerca de mi nombre, que en diez minutos pasaba por su casa y, como toda mujer, me replicó que diez era poco, que me tardara media hora, no lo iba a hacer. Camino a su casa compré una botella de vino y, pasados veinte minutos, toqué su timbre. Al instante abrió la puerta. Me replicó por haber llegado antes de lo acordado y yo le respondí que eso sólo lo había acordado ella, que para mí veinte minutos eran suficientes. Salió de su casa y me tomó de gancho, con los dientes arranqué el corcho de la botella de vino que había abierto antes de llegar a su casa y le pregunté si le molestaba tomar del pico de esta, me respondió que no había problema. Caminando me acordé del joven que había conocido esa tarde y me dije a mi mismo que ya no era mi problema, deseé que viviera para algún día contar su historia a un joven necesitado. Volví a mi presente y a la pelirroja con vestido negro ceñido al cuerpo que tenía a mi lado.

—¿Cómo te llamas? —preguntaba ella—.
—Cabernet —respondía yo mientras le daba un trago de vino y seguíamos el camino—.

Antes de llegar a mi apartamento de tercer piso, pasamos por la tienda de don Evaristo para reponer la botella de vino que ya estaba a punto de desaparecer. En mi hogar ya no había vino. A pesar de don Evaristo ser un cabrón hipócrita y mala gente, me caía muy bien; sobre todo porque vendía de todo en esa pequeña tienda a la esquina de mi apartamento.

Llegamos a mi apartamento y salí a fumar un cigarrillo en el balcón mientras veía esa redonda blanca que adornaba la noche.

—¿Cómo te llamas? —preguntaba Andrea nuevamente—.
—Luna —le decía yo mientras la besaba—.

Luego de ese cigarrillo, un poco de música y, de pronto, Sinatra estaba cantando a nuestro lado mientras yo le daba un tour privado a la pelirroja por mi apartamento. La sala, la cocina, el cuarto de huéspedes, y por último mi habitación.

—¿Cómo te llamas? —decía ella ahora con tono juguetón; lo había entendido—.
—Cama —respondía yo dándole un poco de vino y aventándola suavemente encima de mi cama—.
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Un beso aquí, un beso allá. Un beso travieso en el cuello y mis manos buscaban el cierre del negro vestido. Un beso aquí, un beso allá. Un beso pícaro en el hombro mientras con delicadeza le quitaba el vestido y lo tiraba al suelo, en ese momento veía encima de mi cama un monumento de pelo rojo que tan solo llevaba puestas un par de medias veladas negras y unos cacheteros que me excitaban aun más que sus hermosos senos al aire. Un beso aquí, un beso allá. Un beso me daba ella mientras me quitaba la camisa. Un beso aquí, un beso allá y mis dedos se paseaban por su espalda. Un beso aquí, un beso allá y de pronto ya no habían más besos, solo gemidos y suciedad —recuerdo que Woody Allen decía: «El sexo sólo es sucio si se hace bien». Y sí que tenía razón el irreverente sujeto de gafas gruesas—. Qué buen sexo era esta pelirroja.

—¿Cómo te llamas? —preguntaba nuevamente entre gemidos—.
—¡Orgasmo! —respondía yo con la respiración entrecortada mientras la hacía ver el cielo—.

No se en la mitad de cuál polvo caímos dormidos, solo sé que cuando desperté ella ya no estaba. En la almohada, que la noche anterior se había teñido del rojo de su pelo, encontré una nota que decía: «Tal vez esta noche pueda tratar nuevamente de adivinar tu nombre. Un beso. Andrea.»

Me levanté de mi cama y me dirigí al baño, oriné y me miré al espejo. Como siempre, vi mis pupilas deseosas de bailar y nuevamente volvía a empezar mi día. Ellas siempre querían bailar, tal vez hoy lo hagan…
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* Alejandro Pérez nació en Bogotá, en 1989. Tiene estudios de ingeniería de sistemas y psicología. Ha publicado en la columna de opinión de un periódico independiente que se distribuye en el oriente antioqueño. Asimismo trabaja en una serie de relatos de la cual hace parte el aquí publicado.

1 COMENTARIO

  1. Me encanta como escribis, siempre que tengo un ratito libre busco tus escritos y los leo, y si no hay nuevos los vuelvo a leer.

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