PURGATORIO
Por Said Chamie*
Cuando cruzó la pierna ya supuso que la cosa iría mal. Dejó el cigarrillo en el cenicero y habló decidida llenándose de confianza.
—Ya no quiero estar más contigo…
Soler, mudo, no le creyó del todo pero sintió que hablaba en serio, como quien reconoce la sentencia de algo equivoco. Mariana dejó que el silencio mitigara la culpa y culminó la frase.
—Lo siento, dejamos que el sentimiento se hiciera permeable, y ahora ya no hay ni mierda que hacer.
Se conocieron en el invierno de 2012 en Nueva York. Ella estaba de vacaciones, se había ido sola a recorrer La Gran Manzana con la única idea de dejarse llevar por la expectación que causan los lugares desconocidos, consciente de no tener premura ni obligación por perderse. Así conoció El Soho, El Barrio Chino y Mi Pequeña Italia; deambulando, como una hoja seca en otoño, topándose con los submundos que empezaban y terminaban en cualquier esquina, sin ton ni son, sin rumbo; total, ya todo le importaba un bledo. Luego del dolor causado por el divorcio, sus motivaciones habían cambiado por las inusitadas sorpresas.
Soler le había prometido a Caliche, asistir a su entierro si llegara a morir primero, por lo que ese martes viajó con el corazón chupado a la capital del mundo a cumplir con lo pactado; su amigo había muerto apuñalado luego de salir de un bar en Brooklyn; dos días atrás, una secta de xenófobos de Harlem, lo confundió con un pandillero de los Maras de Honduras por el sólo hecho de tener tatuajes en sus brazos, y los asesinos lo molieron a palos antes de propinarle trece heridas con arma blanca. Los dos tatuajes de Caliche decían en letra cursiva: «Carlitos y Sonia», su hijo y esposa respectivamente.
Casi por ósmosis, Soler tomó el primer vuelo y se embarcó hacia el dolor de la pérdida, que es sin duda el peor de todos. Ese primer día, el llanto lo consumió cuando desde la puerta de la funeraria, vio a su ahijado cantando, frente al féretro, un vallenato viejo que Caliche le tarareaba en las noches. Soler no pudo contenerse y abrazó a Sonia fingiendo consolarla, consciente en el fondo, que el consuelo era para él.
Mariana llevaba una semana en Nueva York y Soler tres días, el destino los unió en el Ideya, ese sábado, esa noche. Cansada de tanto caminar y con un hambre voraz, pidió un plato enorme de bistro de cuatrocientos gramos con guarnición de puré de ahuyama y guisantes, y lo acompañó con una Budweiser helada. Le dolían los pies por lo que se quitó los zapatos mientras veía por la ventana a la gente pasar. Por momentos venían a su mente flashes de aquel crudo desamor, no había pasado más de dos meses y el dolor estaba vivo aun, la imagen de su esposo desnudo y sonriente junto a otro hombre en su cama matrimonial, todavía la perturbaba, sobre todo en las mañanas cuando despertaba lentamente y se demoraba en recordarse.
—Maldito marica, ¡cómo pude haber sido tan ciega!
Al principio se reprochó sin compasión. Decía que lo más indignante para ella era que el hombre a quien amaba le fue infiel con otro tipo, pues según ella, todo su matrimonio había sido una farsa. Esos dos años y medio solamente fueron parte del protocolo para que su esposo pudiera ascender a la gerencia de ventas de la multinacional donde trabajaba. Casarse era uno de los requisitos que pedían los altos mandos para escalar, no importaba con quién, desde que no fueran parejas del mismo sexo.
Con el tremendismo que deja la muerte de un ser querido, esa contundente sensación de inocuidad y vacío, Soler se despidió de la viuda de Caliche, sin saber qué decirle ni cómo actuar, pues en el ambiente, un dolor vibraba con diferentes tonos, el sufrimiento era distinto, a él se le iba un amigo de infancia, con toda la nostalgia que conlleva y los recuerdos de alguien a quien consideró un hermano, pero para Sonia la ausencia era otra cosa, algo de ella moría también, perdía una parte de su cuerpo y mente, dejando una parálisis emocional irreversible. Luego de acompañarla a hacer los trámites pertinentes una vez culminado el sepelio, Soler se despidió con un abrazo de Sonia y un «give me five» al pequeño Carlitos que introvertido seguía viendo por la ventana de la sala, esperando que su papá llegara.
Necesitado de un trago, llegó al hotel donde se hospedaba, se duchó lentamente y lloró en sollozos, recordando a su amigo con breves episodios vividos durante toda su vida. Salió de la habitación en busca de un whisky que adormeciera el dolor; entró al primer lugar que vio abierto y se sentó en la barra. En el mismo recinto, a dos metros de distancia, Mariana terminaba su corte de carne; cruzaron palabra cuando Soler iba por el tercer trago y ella esperaba el cambio del pago. Ambos se dieron cuenta del acento mutuo por lo que no fue difícil iniciar el diálogo.
—¿Colombiano?
—Así es, paisana.
Esa noche fue extraña para los dos, hablaron fluido, disipados de sus propios problemas, como si se conocieran desde siempre. Los temas iban en seguidilla y la compatibilidad en las respuestas los hacía cómplices, sin darle tregua a un solo espacio de silencio. De esa conversación resultó que tenían amigos en común y conocían algunos compañeros laborales, que ella hacía yoga pero no podía llegar al extremo de dejar la carne, y que a él le gustaba el baloncesto y llevaba tres años disfrutando de su soltería; salieron del Ideya y caminaron por las calles de West Broadway hasta llegar al hotel donde Soler se hospedaba. Adentro de la habitación y luego de acabar con las existencias de licor, sus cuerpos se buscaron con rabia, con vehemencia y abuso, como una acalorada pelea de mandriles; se quitaron la ropa y se revolcaron violentamente, permitiéndose descargar sin cuestionamientos todo aquello que contenían en secreto. Como quienes lidian una batalla que han perdido y quieren reivindicarse en todo aquello que no pudieron al momento de la derrota, se besaron y chillaron como bestias hambrientas que se enfrentan con garras y colmillos, hasta que los orgasmos fundieron en somnolencia y las llamas se apagaron por el paso del viento.
El idilio siguió una vez volvieron a Bogotá, durante dos meses y medio durmieron todos los días juntos. Entre semana, Soler se quedaba en casa de Mariana, solía salir de su trabajo directo al apartamento del centro, con una bolsa llena de comida y deseoso por cocinarle pasta, siempre pasta, corta larga, gruesa, con salsa de pesto, rabiata, putanesca o bechamel, sin salsa, con mantequilla u oliva, pero siempre pasta. Luego de comer, hacían el amor sin pausa y luego se sentaban en la cama desnudos mientras la risueña mujer ponía a David Miller en su parlante Bose y recibía de su nuevo amor una copa de vino; al principio hablaban por horas, pero con el tiempo el silencio fue un intruso constante dando paso a un sueño prolongado que duraba hasta la erección mañanera de Soler.
Lo que en principio parecía compatibilidad, con el tiempo fue entendido como la necesidad que tenían de no estar solos, afrontar el dolor secreto en compañía, y encontrarse en la misma situación hacía que el tiempo pasara, con la esperanza en que algún día sanaran para siempre sus heridas. Entonces, cuando esa dependencia se fue mermando producto de la disipación del dolor, comenzaron a verse poco a poco sin la idolatría que habían creado mutuamente. Soler dejó de quedarse todos los días entre semana, aludiendo que tenía trabajo represado, una excusa para reunirse en las noches con sus amigos a ver los play offs, de la serie norteamericana de baloncesto; entretanto Mariana volvió a salir y a bailar borracha en los bares del centro con sus amigas de siempre.
En el tiempo en que la pasión fue un torbellino que los arrastró sin control, nunca buscaron un espacio para comenzar algo real; solamente se necesitaban el uno del otro para explotar dentro y sin miedo. Fue por eso que con el paso de las semanas los cambios se hicieron notar y de manera distinta. Para Mariana, el desinterés por saber de Soler fue más marcado, en principio, pensó que la causa era el exceso de visitas de su nuevo amante, los espacios personales se habían perdido, y ahora, luego del paroxismo pasional, era normal que quisiera un poco de aire. Eso creyó en los primeros días, pero con el paso del tiempo su pensamiento fue cambiando a una hostilidad recia hacia quien había sido su catalizador de olvido.
Para Soler fue algo más sosegado, como consecuencia de las ausencias y desplantes de Mariana, simplemente se dejó llevar; reconociendo el exceso de tiempo que compartían, retomó las actividades con su grupo de amigos y se concentró en los proyectos que tenía retrasados en la compañía de abogados en la que trabajaba como asistente de gerencia. En los momentos en que Soler extrañaba estar en casa de Mariana, prefería prepararse un sándwich e irse a la cama sin tomar la consabida copa de vino que otrora degustaba desnudo en su compañía. En primera instancia pensó que la distancia que Mariana había puesto tenía que ver con un temor por afianzar la relación y hacerla más seria. Consciente de ello, dejó que se tomara su espacio, pues ese tema para él también generaba dudas. Pero el tiempo jugó en contra y lejos de unirlos, los alejó de la orilla donde habitaban, ese pequeño espacio de confort en cuyas arenas habían lamido sus heridas y se habían revolcado apasionadamente sintiéndose de nuevo deseados.
Pero ahora era distinto, su relación sólo funcionó cuando estaban juntos, ya no era placentero, se usaron mutuamente hasta que se hicieron fuertes. Cuando Mariana accedió a la instigación de Soler por verse, ya había tomado la determinación de ponerle punto final a la relación. Habían quedado de verse en un bar cercano al parque de la 93. Él muy puntual esperó nervioso la media hora de retraso de Mariana, quien llegó quitándose el gabán negro.
—Hola —le dijo mientras le estampó un beso fuerte en la mejilla.
Soler la miraba tratando de descifrar en sus gestos sus más férreas intenciones, pero la inexpresividad de ese rostro lo perturbó. Pidieron dos tragos de whisky y Soler inició una conversación intentando romper el hielo que casi los había petrificado, pero esta vez la conversación no alcanzó a arrancar, y Mariana se acomodó en la silla dispuesta a hablar, Soler la miró absorto, con la misma expresión de un acusado segundos antes de oír su sentencia. Cuando Mariana cruzó la pierna ya supuso que la cosa iría mal. Dejó el cigarrillo en el cenicero y habló decidida llenándose de confianza.
—Ya no quiero estar más contigo…
Soler, mudo, no le creyó del todo pero sintió que hablaba en serio, como quien reconoce la sentencia de algo equívoco. Mariana dejó que el silencio mitigara la culpa y culminó la frase.
—Lo siento, dejamos que el sentimiento se hiciera permeable, y ahora ya no hay ni mierda que hacer.
Soler tomó el trago en silencio, y por un momento trató de refutarle, de intentar recuperar lo que habían perdido, pero se cruzó con la mirada inquisidora de Mariana y entonces comprendió que sus palabras no eran una sentencia sino una confirmación.
—Siento mucho que haya sido tan poco nuestro tiempo.
—Quizás fue justo el tiempo necesario, y es mejor así.
Luego de una mirada y un guiño de complicidad, Mariana se marchó tocándole la cara con el revés de la mano. Soler la vio salir y suspiró; era raro lo que sentía, porque no era dolor, ni culpa, pero tampoco alivio.
—Abandono… —pensó al fin, mientras sacaba los billetes para pagar.
Mariana caminó por las calles mojadas, con las manos en los bolsillos del gabán, pensando en que había tomado la decisión correcta, era consciente que el tedio los había abrazado como una necesidad, y el tiempo hizo que olvidaran lo que habían sido mutuamente. Extrañamente sintió el impulso de hablar con Germán, su ex esposo, tomó el celular y marcó.
—Hola, sólo quería saber si estabas bien —le dijo mientras sentía que por fin lo había dejado libre.
—Estoy bien… gracias ¿y tú?
—Bien también, quiero que sepas que no te odio, que ya no me importa lo que pasó, y que te deseo lo mejor.
No dejó que Germán le respondiera, colgó con una sonrisa de satisfacción y respiró profundo exhalando un vapor blanquecino.
—Gracias, Soler —se dijo para sí mientras metía de nuevo las manos en los bolsillos y caminaba ahora con paso firme.
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* Said Chamie es comunicador social, periodista y escritor de medios. Ha escrito libretos para dos seriados de televisión y el guión para el cortometraje Epílogo, del director Gian Carlo Richelmi. Se desempeña actualmente en la creación de contenidos para todas las plataformas de comunicación. Está escribiendo su primer guión para largometraje. Autor también del libro electrónico «El Libro Azul».