Literatura Cronopio

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Se venden obleas

SE VENDEN OBLEAS

Por Rui Caverta*

Uno no puede evitar los locales sospechosos, o las calles ilegales, cuando se buscan ciertos objetos o bienes fuera de toda restricción. Eso tenía en mente Roberto Mundano al caminar por el barrio de La Quincena. Los alcohólicos, malvivientes y múltiples drogadictos invadían los negocios y aceras, dificultando la búsqueda de su preciada droga.

Cuando asomó la cabeza al decimoquinto negocio que juraba ser legal, Mundano pateó un cuerpo en la entrada. Una piltrafa pobre con el descaro de posar su cuerpo como si fuera realeza del siglo XVII posando para un famoso retratista. Aún peor, este criminal reemplazaba las delicadas telas y elegantes almohadas por un montón de cartones, mal amoldados a su cuerpo, y percudidas telas llenas de excremento y semen encima de él. Tenía suerte de vivir en esta magnífica era, de otro modo la realeza lo hubiera hecho ejecutar hace tiempo. Sí, suertudo pordiosero.

Mundano tuvo un momento de iluminación o lástima, cualidad muy rara en su tipo de persona, y decidió dar una nimia limosna; algo pequeño pero significativo. Dejó un pequeño frasco enfrente del sucio hombre. El pordiosero levantó la vista a Mundano, el cual esbozaba una sonrisa magnánimamente al pensar en lo buena persona que era. Sus ojos no eran de agradecimiento, todo lo contrario. Se irguió de su suntuoso asiento y confrontó al hombre.

—¿Está usted loco, sucio gonorreico? En estos años me han dejado de todo: dinero, comida podrida, un dedo amputado, costras e incluso un ojo de un animal, pero nunca me habían insultado tanto. Llévese su asquerosa botella con usted o le sugeriré diversas cavidades donde puede insertarla.

La respuesta fue, por decir lo menos, inesperada. Mundano se giró y confrontó al hombre. Sabía que encontraría gente difícil en el barrio pero un pordiosero fue lo último en su mente, y menos cuando le había dado tal regalo.

—¿A qué viene tanto grito, pobre pordiosero? ¿No sabe qué tiene esa botella? No es sino una sustancia con la que tragará el resto de su pobre vida. Sólo tiene que poner una gota en un pedazo de papel y podrá comerlo. Podrá comer periódicos, revistas, ¡de todo! No me diga que es una mala limosna. Le salvo la vida.
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Sin emitir ni una palabra, el pordiosero se aventó contra su benefactor con los brazos estirados y el corazón seguramente agitado, listo para lastimarlo o incluso matarlo. Mala suerte para él no tomar en cuenta la ventaja de edad y fuerza de su adversario; en poco segundos se vio proyectado junto con sus andrajos hacia la pared donde se estrelló y se fue desplomando poco a poco, acercándose centímetro a centímetro a la pared hasta que era un guiñapo tirado en el suelo. El hombre volteó de nuevo hacia mundano y le gritó:

—Idiota, grandísimo idiota. No necesitas decirme qué es. Yo fui quien inventó esa asquerosidad, esa afrenta. Por eso estoy aquí, por esas malditas hojas comestibles. Yo soy la causa por la cual la gente caga tinta tan seguido en estos días.

La cara de Mundano no pudo sino quedar ciega, plantada en un blanco dentro del andrajoso anciano. No sabía qué decir. Calló, entonces. Notó cómo el hombre quería hablar y lo dejó. No podía hacer otra cosa.

—Vaya, al menos sabes callarte cuando un anciano habla. Sí, soy ése desaparecido inventor tan celebrado. Quien salvó al mundo de la hambruna. Grandísimos idiotas todos. No sabes cuánto me arrepiento.

—No era ingeniero o científico o algo parecido. Vaya, Ahora que lo pienso, creo todo mi propósito detrás de crear ese líquido fue ganar dinero o escapar del hambre. Era un escritor ya derrotado. Había creído que llegaría a algo, un creador de primera línea, lleno de becas y regalías gigantes. Me encontré años después con obras que me parecían despreciables y con la letra persiguiéndome durante todo el tiempo; recordándome mi despreciable calidad de escritor. Decidí rendirme.

—Inventé Extracto de palabras con el fin de tener dinero. No tenía dinero para nada. Fue un movimiento desesperado. Hasta hoy sigo sin comprender cómo una combinación de hierbas encontradas en cualquier parque maceradas y calentadas a alta temperatura para luego ser congeladas y después dejarlas a temperatura habitación, pueden tener tal poder de acción sobre unas simples hojas, pero así fue. Unas cuantas gotas de la confección y cualquier hoja escrita se vuelve una delgada hoja comestible. Una hoja si quieres. Cuando me di cuenta de lo que podía hacer, sacié mi hambre de un modo esquizofrénico; acallé mis propias voces. Me comí todos mis escritos: todas mis poesías, novelas, ficciones y cualquier pequeño rasguño de lápiz propio que encontré. Vaya que sufrí una endemoniada diarrea esa noche.

—Mi siguiente paso fue volverme rico con ello. Mi literatura ya no me detenía, era libre para volverme un maravilloso cerdo capitalista. En algún momento debo confesar que, sí, sentí la necesidad de remediar el hambre en todo el mundo, pero ello sería al mismo tiempo que volverme rico. Vaya, qué estúpido suena remediar el hambre mundial de ese modo…Y no intentes detenerme con movimientos en medio de mi diálogo. No necesitas romper mi hilo de voz. Yo llevaré todo esto al final.

—La respuesta del mundo escrito y literario no se hizo esperar. Estaban horrorizados. ¿Cómo podía tomar un objeto tan valioso, como era un magnífico cuento o novela de cualquier autor, y volverlo el valioso nutrimento para una persona hambrienta? Era algo nunca antes visto, me retrataron como un malvado fascista para su hermoso Edén. Toda la gente del medio se unió para realizar congresos de condena sobre mi nuevo invento. Irónicamente el reconocimiento contribuyó a hacer exitoso el invento y se expandió mucho más rápido de lo que había pensado posible.

—Los meses transcurrieron y la derrota de los editores era visible. Mi invento se vendía en los supermercados y conseguía buenas ganancias. No sorprendentes, todo el dinero era para mis socios. Tuve falta de visión empresarial, dicen. Al principio la gente se conformaba con comer cualquier papel, les satisfacía y hacía olvidar el hambre. Mas luego empezaron a hacerse gourmets. Entraron al juego los ricos y personas no necesitadas de comida. El punto final lo definieron las ovejas que escaparon del establo de los editores horrorizados.

—Los editores que se acercaron me propusieron nuevas ediciones de viejos clásicos en papel ya comestible. Lujosas ediciones de autores clásicos, listas para ser digeridas por el nuevo y prometedor mercado de las clases altas. Fundamos una nueva editorial llamada Dejos. Lejos estaban los congresos y artículos en mi contra. Lejos mi nombre de neo–fascista o bibliocida, una nueva empresa había nacido. Ellos se encargaron de elaborar las nuevas ediciones, yo de recibir dinero. Los ricos de presumir el sabor de Conrad, Cervantes y Shakespeare. Ilusos, decían poder distinguir los picosos sabores de cada autor. De cómo Conrad sabía profundo y los poemas de Whitman llenaban de una energía extraña, además del sabor tan amargo de los autores de superación personal. Uno pensaba que hasta harían congresos y encuentros de sabores literarios. Idiotas. Todos esos sabores eran aditivos y edulcorantes. Todos Elegidos al azar. Idiotas.
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—La caída no necesito decírtela. Fue tan propia del mundo mercantil y tan famosa. No fue sino una recolección de clichés: Mujeres, engaños, toma de la empresa, traiciones. Seguro oíste de ella. Ahora estoy aquí, en este cartón reflexionando en mi poca paz cuando me traes este maldito líquido. Ahora ya no me importa si lo dejas o lo tomas… Todo ha revivido en mi mente.

Mundano calló y metió sus manos en los bolsillos. Sacó un cigarro, lo encendió y se puso a fumarlo. Se alejó paso a paso sin mediar palabra. El silencio acompasado de sus pasos delataba un aire de conformidad y meditación por la calle. Dos pasos más y había desaparecido de la vista del viejo.

Una fragancia flotaba en el aire. La mente del anciano se tranquilizó cuando llegó a su nariz. Era un olor dulce, un poco picoso pero dulce. Sintió acre la boca y reconoció un sabor de oblea ya olvidado. Recordó el cigarro de Mundano. Entendió. Volvió a recogerse sobre su caja, tranquilo. Se empequeñeció sobre su cuerpo y durmió. Parecía un capullo esperando retoñar en esas infectas calles.
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* Rui Caverta nació en la Ciudad de México y tiene carrera trunca en la UNAM. Ha publicado en revistas electrónicas e impresas de países como España, Chile, Colombia y México como Cuadrivio, Katharsis, Cinesargo y otras. Es miembro de diversas antologías como Opción, Rojo Siena y otras. Publicó el libro Picodicciones en el 2012. En estos momentos se desempeña como redactor del blog cultural www.terrar.io (@tterarrio en twitter) aunque siempre está buscando trabajo remunerado de escritora. En estos momentos busca casa editora para un libro inédito de poesía y otros de cuentos.

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