Literatura Cronopio

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Besos mios

TUS BESOS FUERON MÍOS

Por Javier Campos*

Siempre en Cuba quiso bailar tango, pero en la isla no existían lugares de tango. Ni menos discos, ni tampoco la radio transmitía nada. Se hablaba de Argentina cuando aparecía Maradona, quien era muy amigo de Fidel Castro. Entonces se mostraban imágenes de aquel país. O cuando a una doctora famosa, de origen argentino, no la dejaron salir de la isla por orden de Fidel, también se habló un poco más de Argentina. O cuando la presidenta, amiga de Hugo Chávez y de los hermanos Castro, visitó Cuba también apareció un largo reportaje sobre Argentina en la TV cubana, o en la primera página del Granma. Esa vez rápidamente él vio sólo por 5 minutos, cuando hicieron referencia a la emigración italiana en Buenos Aires, a una pareja bailando un tango, pero no fue un baile completo. Sin embargo le quedó en la memoria una idea de cómo se bailaba el auténtico tango argentino.

Visitó muchas veces la biblioteca José Martí en la Habana y allí había información, pero más bien era escrita. Él quería escuchar tango. Bailarlo más que leer el contexto histórico de esa música. Simplemente no había nada. Sólo poseía un viejo casete que una vez un turista argentino, más bien era un poeta turista que pasó por la Habana, se lo dejó de regalo. Pero era difícil escucharlo porque no tenía ningún aparato en qué poner ese casete con música de Astor Piazzola.

Una vez pasaron en la televisión una película con Carlos Gardel, pero luego nunca más ninguna otra película sobre tango. Soñaba con bailar tango, como otros soñaban en la isla con recorrer otras partes del mundo. A veces hacia movimientos, intentando bailar esa música cuando podía pedir prestado un toca casetes. Pero eran sólo pasos de ciego, se decía a sí mismo. Estoy bailando una música en una isla abandonada por el mundo que está perdida en medio del océano. Le gustaba repetir eso y lo encontraba divertido. Otros del barrio donde él vivía también pensaban que esa frase era original, pero podría traerle problemas si andaba repitiéndola en voz alta, le dijo un vecino cuando hacían cola para retirar algunos productos de la libreta de abastecimiento que daba gratis el gobierno a todos los ciudadanos. Y dejó de repetirla. Mientras hacía cola para retirar su cuota de arroz, frijoles o quizás algo de carne, intentaba hacer movimientos, como aún recordaba de esa pareja de bailadores en aquel reportaje sobre Argentina cuando visitó la isla la presidenta. En la cola nadie se inmutaba por nada, ni menos que alguien intentara bailar, mirara a un lugar indefinido o buscara el mar fijando la mirada hacia el malecón, o todos se quejaran del calor sofocante. Pero sí despertaban todos cuando la cola no avanzaba por media hora y entonces comenzaba lo mejor del cubano. Quejas de esto y lo otro. Pero él seguía en lo suyo: intentar pasos de tango. Era con lo único que soñaba despierto. Parecía que hasta podía soportar el hambre por dos días.

Era joven, alto y delgado. Pelo ensortijado. Su madre decía que era un muchacho atractivo, pero que eso de querer bailar tango era una chifladura en una isla donde muchos tenían otros sueños más reales y concretos. Sueños del futuro, repetía su madre. El la dejaba hablar porque la quería mucho. No la contradecía en nada, sino que sonreía mientras comía sus frijoles con arroz al almuerzo. Dicen que el gobierno dejará que emigremos o salgamos del país la próxima semana. Lo dice hoy el Granma. Eso le dijo a su madre mientras ella lo miraba comer su arroz con frijoles negros. Lo miró con mucha ternura. Luego se levantó de su silla para poner agua a su vaso y dijo, mirando el mar por la ventana hacia un punto muy lejano, «ay mi hijo, ojalá regreses algún día.»

Era cierto, el lunes 14 de enero de 2013 el gobierno cubano oficialmente anunciaba que los que quisieran emigrar podrían hacerlo a partir de ese mismo día, y desde las dos de la tarde, en ciertas oficinas del gobierno. Primero se daría permiso oficial, pero no a todos (ese era un obstáculo que nadie sabía cómo interpretar). Luego podrían, con ese permiso, iniciar trámites para sacar pasaporte. Luego podría cada persona, por su propia cuenta, pedir visa en las embajadas que ellos quisieran recibir (ese era el segundo gran obstáculo). Los que se fueran de Cuba podrían regresar cuando quisieran (ese era una buena noticia porque se pensaba antes que con esa Ley todos los que dejaban Cuban se irían como desterrados de su propio país). Esta última disposición, para su madre, fue como una bendición. Su hijo regresaría a visitarla.

Le dieron permiso de salida. Había juntado dinero y con eso pagó el trámite de pasaporte, que era la dolorosa suma de 100 dólares, casi el sueldo de todo un año para la gente de la isla. El asunto es que en tres meses estaba instalado en Manhattan. Cómo llegó aquí es algo que él no quería contar a nadie todavía. Averiguó más temprano que tarde los lugares de milongas, y dónde se ofrecían clases. Otro pariente cubano lo dejó vivir en su apartamento hasta cuando quisiera (los cubanos, a diferencia de otros latinoamericanos, fácilmente encuentran solidaridad de sus compatriotas repartidos por el mundo) y le buscó un trabajo de mesero en un restaurante puertorriqueño. En un mes, increíble para muchos, ya bailaba tango mejor que un principiante que había pasado un año tomado clases tres veces a la semana. Él podía tomar sólo dos horas de clase a la semana con José, un argentino que lo acogió como si fuera su propio hermano y le cobró la mitad del precio por cada hora. Él le contó a José que le gustaba Maradona, que sabía sobre el barrio La Boca, Palermo, San Telmo, etc. Por eso José casi lo dejó tomar gratis las clases de tango que él dictaba. José era muy sentimental, como el mismo tango, pensaba luego el cubano.
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Pero fue bailando por primera vez el tango Tu corazón, interpretado por la orquesta de Alfredo De Angelis, esa misma noche, en su primera milonga, deseada por tantos años mientras caminaba por el malecón de la Habana, imaginando pasos de tango o inventándoselos, cuando su vida daría un vuelco impresionante, uno que él ni siquiera había imaginado. Ni siquiera imaginó que aquella canción casi lo trastornó mentalmente durante todo el invierno, especialmente los días de nieve. Lo que no había hecho la vida dura y las privaciones en Cuba, lo hizo aquella letra de canción unida a la primera mujer de otra parte lejana del planeta, porque en la isla nunca conoció ni de vista a una mujer japonesa. Todo empezó cuando vio a aquella hermosa bailarina de ese país tan diferente al suyo que le pidió en inglés (lengua que él apenas entendía) bailar aquel tango y él, casi sin poder decir ninguna palabra, la tomó de la mano llevándola hacia la pista de baile. Pasó todos los meses del invierno neoyorquino repitiendo en su cabeza la letra de aquella canción. Su primer tango en Manhattan con esa bella mujer que le pidió bailar como si lo conociera de toda la vida: Dicen que tu pasión me alucina, hablan que nuestro amor es prohibido, dicen que vos desviaste mi vida, tu corazón es el incendio donde yo quemé mi vida y mi ilusión. Hablan que si te adoro, me engaño. Oh tu corazón que puede más que yo, que vence a mi razón, que va donde tú vas, ya para qué negar si todo está en tu corazón.

Fue el mesero, a través de José, el profesor de tango, quien sabía con detalles cómo el cubano había salido de la isla en un peregrinaje insólito y peligroso. Como el mesero no se callaba lo que oía, pues era dado en llevar y traer historias de los que iban a bailar en ese restaurante, le contó todo el cuento al DJ «Che Arturo» y el DJ fue el celestino por pura casualidad para que aquella bella mujer asiática se interesara en bailar con el cubano. Luego el DJ iría a lamentar hasta las lágrimas de haber cometido la imprudencia de contar la historia del cubano a la bailarina, pues «Che Arturo» soñaba en silencio tenerla retenida en sus brazos para siempre, pero era el maldito desequilibrio que le impedía ese sueño escondido. Se angustiaba que un DJ no supiera bailar tango y eso para algunos expertos en tango, especialmente argentinos que pasaban por el restaurante, les parecía incomprensible, pero luego decían que en Nueva York a nadie le importaba. A lo mejor por eso «Che Arturo» no se quedó a vivir en Buenos Aires por esa deficiencia, y que en Estados Unidos o Europa un DJ de tango que no supiera bailar a nadie le importaba un carajo. Él se decía a sí mismo, «en el país de los ciegos el tuerto es rey» y con eso se quedaba contento por un tiempo.

Lo que le contó «Che Arturo» en inglés a la bailarina, en apenas nueve minutos, cerca del baño mientras los demás bailaban la tanda de cuatro tangos, que en total eran dos minutos y medio cada canción, fue lo siguiente y que parece alteró un poco la historia que ya venía alterada como se la contó el mesero y éste la había escuchado de José. Y como había un poco de ruido en el pasillo probablemente la bella bailarina japonesa entendió otras cosas distintas a como las relató el DJ. La hermosa mujer parecía tener un fuerte acento al hablar inglés, como decía el mesero, así que si el cubano hubiera escuchado todas las versiones de su peregrinaje desde La Habana a Nueva York, probablemente se habría reído mucho y no habría dicho nada para dejar su historia de esa manera que parecía una película de James Bond.
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El cubano era un ser divertido y con un humor poco visto por Manhattan, decía el mesero. Pero también el cubano tenía en un lado de su corazón esa tristeza de los que dejan su país, mas esa sentimentalidad, cursi o no, que hay en todos los boleros. Y los boleros no se habían inventado en Argentina sino en Cuba. Luego de tener el permiso para viajar y el pasaporte que le costó más de 100 dólares, comenzó el relato «Che Arturo» en el pasillo, tenía que buscar alguna visa de algún país que lo admitiera entrar. Eso sí que era difícil. Le daban la libertad de viajar pero nadie sabía a qué país pues nadie tenía claro para dónde partir. Sólo querían salir de la isla con un angustiado deseo de saber cómo era la vida más allá de ese pedazo de tierra, realmente aislado por casi cinco décadas, impidiéndoles viajar. Como él, todos habían vendido sus posesiones. Hasta casas, muebles, utensilios de cocina, ropa, algunos vendían un viejo auto de los años 50 que aún se movía. Se desprendían de todo como para no regresar nunca más a su propia tierra de origen. Todo eso lo hacían para juntar el dinero para pagar el alto costo del pasaporte, que extrañamente ahora el gobierno había alzado el precio a un cincuenta por ciento más caro, pero también para usar aquel poquito dinero en el nuevo país, que nadie tenía idea cuál podría ser. Era una autorización oficial del gobierno, pero también había cierta crueldad, pues nadie sabía para donde partir realmente y qué hacer en el nuevo lugar. El pasó dos semanas golpeando embajadas pidiendo visa, pero nada. Silencio absoluto.

Luego de tres semanas sin saber para qué le servía el nuevo pasaporte y el permiso de irse de Cuba, mientras su madre le decía que algo ya saldría. Se pasaba horas sentado en el malecón mirando el mar. A veces veía entrar algún barco. De repente dio un salto, como si hubiera tocado un cable eléctrico, porque recién se lo ocurría una idea de tanto mirar el mar y ver y salir de vez en cuando barcos por el puerto de La Habana (esto parece que lo agregó el mesero a la historia que le contó José y luego se la contó al DJ para darle un carácter de thriller). En una bolsa de plástico metió su pasaporte nuevo, los únicos doscientos dólares que tenía, una foto de su madre, un cepillo de dientes bien gastado, una libreta con tres o cuatro direcciones y nombres de orquestas de tango, una novela del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez, un sándwich de jamón y queso, y finalmente la ropa que llevaba puesta, menos los calzoncillos. Luego de haber calculado todo, mirando durante varios días en el malecón, a eso de las dos de la mañana, se lanzó al agua y nadó hacia el barco de bandera China.

Por pura casualidad dos días antes conoció a un nicaragüense que recorría La Habana vieja y caminó por el malecón sentándose al lado del cubano. No pasó ni un minuto y se pusieron a conversar. El nicaragüense trabajaba en el barco chino y también hacia de traductor al capitán, especialmente en tierras latinoamericanas. El nicaragüense escuchó toda la historia y, sin pensarlo mucho, le dijo que en dos noches más se fuera nadando al barco por el lado oculto al embarcadero y él pondría una escalera. Lo metería luego en alguna parte y que de eso no se preocupara. De La Habana iban directo a Halifax, Canadá, y allí podría dejarlo. Le daría una dirección de una hermana llamada Mecker en Montreal, frontera con Estados Unidos. El plan resultó mejor que una película de James Bond (otro agregado del mesero a la historia), pues no hubo ningún obstáculo. Esa noche que nadó al barco pareció que la policía cubana había desaparecido del puerto, o ellos mismos ayudaban a que se fueran de la isla, cosa bien curiosa que jamás habría ocurrido antes de la Ley de emigración, dictada el 14 de enero de 2013. El nicaragüense había peleado junto a los sandinistas, cuando sólo tenía trece años. Había sido entrenado por asesores militares cubanos en Managua, pero luego se decepcionó de esa revolución y se fue del país. Por eso ayudó al cubano como si fuera una misión secreta, y él mismo arregló todo el plan minuciosamente para que fuera perfecto y pudiera salir de la isla.

Al llegar a Montreal se quedó una semana en casa de Mecker quien era muy diferente a su hermano, principalmente en el color de la piel. Mecker parecía escandinava o rusa. Pero el cubano no preguntó nada. Ella estudiaba medicina. Vivía con otras estudiantes pero lo dejaron dormir en un sillón. Pasó toda una noche hablándoles de Cuba y de su viaje, también sobre el tango y el deseo de ir a Manhattan, donde tenía un tío o primo que trabajaba en un restaurante puertorriqueño. Un cubano que quiere bailar tango, decían todas riéndose, pues tenían la idea que los cubanos sólo bailaban salsa y música tropical. Mecker que era muy sentimental averiguó cómo podría para que él cruzara la frontera de Montreal hacia el estado de Nueva York. Fue su hermano que se lo sugirió por e–mail metiéndolo escondido en un camión de productos chinos que cruzaban constantemente desde Montreal hacia Manhattan. Así fue como entre cajas que iban a las tiendas de Wal-Mart es como llegó a Manhattan y allí se dedicó a trabajar de cocinero en ese restaurante puertorriqueño.

De esa manera llegó la historia, más o menos tergiversada por el mesero, a los oídos de la bailarina japonesa. Y fue por esa historia (historia bastante exótica para ella) que quiso enseñarle a bailar tango o a practicar con él. Y por eso su primer tango que bailó en Manhattan, llamado Tu corazón, iba a ser como una flecha dulce pero casi mortal que ella, con sus bellos ojos rasgados, su silueta esbelta, delgada y muy sensual, mas todo el misterio del lejano oriente, que el cubano no tenía la más mínima idea que eso existiera, se convertiría en la más bella red donde fue a caer inocentemente. No sólo iba a conocer otro placer, sino que sufriría de amor, atrapado en ella, por cuatro meses. Los meses del invierno más frio de que se tuviera memoria en Manhattan, incluida una terrible tormenta llamada «Sandy». Fue entonces cuando entendió mucho mejor lo que era el tango, pero para eso tuvo que salir de su isla llamada Cuba.
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«Jisus, voy a Buenos Aires», le dijo la mujer a Jesús el cubano, tres semanas después de pasar la super tormenta «Sandy» por Manhattan. Así se llamaba el cubano pero la mujer asiática no podía pronunciarlo bien y le decía «Jisus». El mesero se reía mucho de la pronunciación y también el DJ que luego de su accidente de la milonga de fin de año se sentía mucho mejor. «Sí Jisus, voy Buenos Aires dos meses adelante». Así lo decía en su español muy elemental. A Jesús (o a Jisus) no le preocupaba que le cambiaran el nombre, porque él tenía mucho sentido de humor, y fue el primero que casi se fue al suelo riéndose cuando oyó a la mujer asiática pronunciar su sagrado nombre. Ya se había dado cuenta que en este país los nombres eran pronunciados de las más extrañas maneras. Pensó en varios nombres de amigos y parientes cubanos cuyos nombres ni siquiera los usaban en otros países hispanos como Iluminada, Viensay, Elimel, Yarelis, Yurima, Yohanka, Yuleisis, Odlanier, Aledmys, Yoandry, Olnavi, Disami. Se reía solo si le dijera que su medio hermano se llamaba Yoandry y su madre Iluminada. Luego de la risa, a Jesús, le vino una tristeza por dentro que no se le notaba en su cara ni en sus ojos. Pero la mujer asiática tenía un fino instinto como si tuviera un radar de otro mundo para captar lo que se movía dentro del corazón de la gente. Y antes que Jesús dijera algo, ella le dijo al oído, mientras bailaban un viernes en la noche, pero se lo dijo lentamente en inglés, «vamos juntos». Jesús no entendió la frase o porque aún le costaba entender inglés, o porque el susurro de ella en su oído casi lo dejaba mareado, o con una vibración que no podía descifrar bien pero era lo más sensual que jamás había experimentado en su oído. El mesero le había contado que Arturo, el DJ, tenía problemas de equilibrio y que le gustaba que la mujer asiática le hablara también al oído, por si le arreglaba el problema, eso lo decía con humor cruel. Le entraron un celos leves, pero al final se dijo que Arturo no podría bailar un tango completo con ella, ni con ninguna mujer, en la versión del mesero, porque su sentido de equilibrio estaba atrofiado para siempre. Pensar eso lo consolaba mucho, además no soportaba que a estas alturas de intimidad secreta con ella otro recibiera en sus oídos sus palabras entre inglés, japonés y un enredado castellano.

El mesero anduvo contando que él pasaba algunas noches, después de la milonga, en el apartamento de ella que tenía una bella vista hacia el puente de Brooklyn, pero no se lo dijo a Arturo, aunque éste se daba cuenta, y por eso comenzó a poner los tangos más tristes, especialmente con letras donde las mujeres dejaban abandonados a los hombres. Y de esos tangos había cientos. Ponía cada noche varias versiones del tango «Mi noche triste». Muchos en las milongas no se enteraban de esos finos detalles que ponía Arturo, pero sí el mesero, que era como un zorro para ver lo que otros no se daban cuenta. La mayoría iba a bailar la música y como no entendían las letras poco les interesaban realmente lo que decían las canciones. Los mensajes de Arturo en sus tandas eran entendidos por unos poquitos tangueros, incluido el mesero de la milonga del restaurante ucraniano.
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La mujer asiática le volvió a repetir en inglés, al oído de Jesús: «Quiero ir contigo a Buenos Aires». Jesús no respondió nada y luego le decía bajito a ella, cerca de su oído cuando la tenía abrazaba y bailando el tango: «Hablemos claro» de Francisco Lomuto que había puesto Arturo, otro de sus tangos mensajes. «Buenos Aires, Buenos Aires, Buenos Aires» repetía a la mujer asiática, que esa noche llevaba un vestido azul hermoso, un guante negro de seda fina en una sola mano, la mano derecha, y unos zapatos igualmente azules con incrustaciones que parecían diamantes. A Jesús por dos minutos, antes de terminar el tango, le vino el recuerdo intenso de su vida en La Habana pensando en cómo sería Buenos Aires, la capital del tango. Se acordó cuando por el canal estatal pasaron una vieja película de Carlos Gardel. O cuando trataba de hacer pasos al azar cerca del malecón escuchando un casete de Astor Piazzolla que un turista le regaló. Y ahora una mujer de otro planeta quería ir con él a ese lugar mágico, deseado por mucho tiempo. Buenos Aires. Por qué quería ir con él si ni siquiera lo conocía bien ni menos él a ella, que jamás le dio su número de teléfono, y decía que no tenía ni e–mail ni ninguna conexión a Internet. Que tampoco le gustaba enviar mensajes de texto por teléfono. Ella era un misterio total y sólo se comunicaban por el baile, abrazados intensamente, y luego de terminada la milonga, ella desaparecía como tragada por la noche de Manhattan, por los edificios, los taxis, los puentes, los miles de restaurantes, por los otros miles de gente de distintas partes del mundo que caminaban por esa ciudad. ¿Por qué? Él no le dijo nada de lo que estaba pensando porque no sabría cómo decírselo en inglés. Solo la miraba de reojo mientras bailaban y ella también. Cuando Jesús terminó de pensar todo aquello, ella lo apretó a su cuerpo muy fuerte, como si esa fuera la respuesta de ella. Ella entendió todo lo que estaba pensando Jesús. Y entonces terminó el tango de Francisco Lomuto.
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* Javier Campos (Santiago de Chile, 1948). Ha publicado una novela, Los saltimbanquis, (RIL, 1999) y cuatro libros de poesía: Las últimas fotografías (Uruguay, 1981); La ciudad en llamas (Chile,1986), Las cartas olvidadas del astronauta (EEUU,1991). Este último poemario obtuvo el primer premio Letras de Oro en 1990 para escritores hispanoamericanos residentes en Estados Unidos. El año 1998 fue finalista en premio Casa de las Américas, Cuba, con su cuarto libro de poesía El astronauta en llamas (LOM, Chile, en 2000). En la primavera de 2000 la prestigiosa revista de literatura de Ohio, Mid-American Review, le dedicó una separata de su poesía en traducción (inglés y español). En mayo de 2003, la revista Panamerica de Berlín, Alemania, le dedicó también otra separata en traducción al alemán. En diciembre de 2002 gana el premio Internacional de poesía, categoría poema largo, en el Premio Internacional «Juan Rulfo» de Radio Francia Internacional. En 2003 publica su primer libro de cuentos La mujer que se parecía a Sharon Stone, Editorial RIL, que obtiene Mención Honrosa en 2004 en el Premio Municipal de Literatura de Santiago de Chile. Ha sido invitado todos los festivales de poesía de América Central, también al de Medellín, Colombia, y Cuba. Fue columnista del periódico chileno en Internet «El Mostrador». Traductor al español de la poesía del poeta ruso Yevgeny Yevtushenko en ediciones publicadas en Nicaragua (2009), Chile (2009), Cuba (2010), Colombia (2010) , y la última en la editorial VISOR, España, 2011, bajo titulo Manzanas robadas. Es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad jesuita de Fairfield, Connecticut, Estados Unidos. Actualmente tiene un libro inédito de poemas y una novela igualmente inédita.
Juan Manuel Zuluaga

El presente cuento hace parte de su libro inédito de cuento sobre tango, Tus besos fueron míos.

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