Literatura Cronopio

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Stevenson

JUEGOS DE NIÑOS Y OTROS ENSAYOS DE ROBERT LOUIS STEVENSON

Por Juan Sierra Hernández*

Los subvalorados ensayos de Robert Louis Stevenson (1850) son, para cualquiera que se acerque a ellos por primera vez, un descubrimiento y una joya de lucidez: con un lenguaje sencillo, sin florilegios de ningún tipo, dicen verdades desconcertantes; verdades sin adornos inútiles, sin afectación alguna. En el libro titulado Juego de niños y otros ensayos, encontramos textos tan esclarecedores y vitales como Del enamorarse, Carta a un joven que se dispone abrazar la carrera del arte, Los libros que han influido en mí, Un periódico escolar, Caminatas y Apología del ocio.

Un ensayista (ese subvalorado fabricador de digresiones entre «la ciencia y el arte», de acuerdo a las palabras del poeta mexicano Gabriel Zaid) es un escritor que se mueve en la marginalidad de los géneros literarios y, en últimas, del pensamiento; hecho que lo descalifica ante los ojos de algunos críticos serios, pedantes y eruditos. Sin embargo, la voz de este escocés es inconfundible en una sociedad en donde pocos piensan por cuenta propia. Stevenson habla de temas juveniles sin caer en el conformismo y el lugar común. Tampoco utiliza un tono profesoral en sus reflexiones dirigidas a los niños de todas las épocas, pues él mismo, como lo recuerda Chesterton, recurrió a su propia infancia y tuvo como baluarte la simplicidad, vista como expresión de ardiente felicidad. Ahora bien, esa simplicidad no es, de modo alguno, ligereza o falta de profundidad; al contrario, es sinónimo de sabiduría, de esa que se le ofrece al hombre gratuitamente: existe, y eso es todo, así como la que nos prodiga la naturaleza.

En sus escritos, por ejemplo, Stevenson nos dice que hay dos eventos en la existencia de los seres humanos que son sorprendentes y sobrecogedores, así hayamos meditado mucho sobre ellos o nos hayan hablado bastante de sus pormenores; estos son la muerte y el amor. De ahí que sólo se pueden comprender, de ser posible, desde la experiencia personal, no desde las teorías de los filósofos ni las intuiciones de los demás, sean quienes sean (poco importa si son expertos en la materia, con cientos de libros que apoyan su autoridad). En este sentido, Stevenson cita lo siguiente: Recuerdo una anécdota de un teórico francés, que discutía (perdonarán, amables lectores, mi impertinencia, pero esta cita me hace preguntarme, ¿qué teórico, sea sociólogo, antropólogo o crítico literario, no es francés?) de modo vehemente ante un cenáculo. Se le objetó que él nunca había experimentado el amor. Se levantó entonces, dejó la tertulia, y se propuso no retornar hasta tanto hubiese suplido tal carencia. «Ahora», repuso al volver, «estoy en condiciones de retomar la discusión». Quizá no había penetrado muy hondamente en el asunto; pero la anécdota indica una manera apropiada y justa de pensar, y puede servir de apólogo para los lectores de este ensayo.
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En Los libros que han influido en mí, Stevenson confiesa que las novelas son las que tienen un mayor efecto en su sensibilidad, ya que lo alejan del dogmatismo tan frecuente en otras disciplinas; le dan la oportunidad de conocer al otro con sus respectivos dramas y peculiaridades; le enseñan a desaprender verdades absolutas y le permiten adquirir experiencia desde un punto de vista objetivo, pues su ego ha sido «eliminado» en el acto de la lectura. Un ensayista que se precie de serlo logra, después de adentrarse en las reflexiones de otros hombres con un pensamiento libre como Montaigne —para Stevenson los Ensayos son recomendables por su «sabiduría y heroísmo», además porque logran que el lector remueva su «decencia y su ortodoxia»—, encontrar un cuarto propio desde donde le comunica sus hallazgos a los hombres, no con la seguridad del tratadista, sino con la perplejidad del ser que se sabe contingente.

Si juzgamos Juego de niños en términos de actualidad, hallaremos las opiniones del autor obsoletas, aplastadas por el peso del tiempo y de los diversos estudios que millares de estudiosos (psicólogos, psiquiatras, educadores, filósofos y pediatras) han escrito sobre esa maravillosa etapa de la niñez. Ahora bien, los ensayos cortos de Stevenson han trascendido las circunstancias de ese Edimburgo de finales del siglo XIX que le dio vida a un niño tuberculoso, quien, al igual que el asmático José Lezama Lima, encontró en la literatura una isla vasta y exuberante en las antípodas de su existencia enfermiza y limitada; la literatura como su verdadera patria. Las reflexiones de Stevenson, sin ir más lejos, le hablan al oído a los infantes de todas las épocas y de todos los lugares del mundo, de ahí que sus piezas literarias hayan sido elogiadas por Jorge Luis Borges, Bioy Casares y Chesterton, los tres cultores de la fantasía, amantes de los misterios policiacos, lectores ilustres, nostálgicos de la niñez y defensores de la literatura dedicada a este público. No podemos olvidar que Chesterton prefería el milagro, las novelas de Dickens, la paradoja, el cristianismo y los cuentos de Andersen, a la razón cientificista que pretende descalificar historias como La isla del tesoro o El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, ambas frutos de esa tradición de la que hablo.
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Al leer Apología del ocio, el ensayo que le da título al libro y uno de los más bellos, se encuentra esta cita, la cual se refiere a dicha materia tan polémica, tan impopular en nuestro asfixiante sistema capitalista: Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante. No se trata, entonces, de defender la vagancia y el derroche de la existencia en vicios que nos cosifican y en modas que nos esclavizan. Se trata, más bien, de aprovechar el don de la vida y de enriquecer nuestros sentidos. De esta forma, resulta inútil desaprovechar cada momento tratando de ser alguien a los ojos de los demás, con un empleo respetable, una posición económica acomodada, una herencia envidiable y una imagen para la posteridad, ya que, como concluye Stevenson, hasta los genios son prescindibles: Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza alguna noche oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Sin embargo, la pereza (bien entendida, claro está) también enseña cosas importantes; observar el flujo de la vida cotidiana, mientras se descansa en la banca maltrecha de un parque, puede traernos mejores enseñanzas que la escuela (la calle, advierte Stevenson, fue la favorita de Dickens y Balzac: la que les procuró mayores aprendizajes).

La sabiduría, en este sentido, nada tiene que ver con la genialidad o con el conocimiento, sino con la sutil influencia que las verdaderas obras de arte operan en nosotros, como lo puede hacer el ligero soplo de un viento vespertino: «Su trato nos moldea. Las bebemos como el agua; nos mejoran, sin que comprendamos cómo». Y esa es la impresión que deja en cualquier lector Juego de niños y otros ensayos.
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* Juan Sierra Hernández es Profesional en Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana. En la actualidad se encuentra realizando la tesis del posgrado en Comunicación y Gestión Cultural de la FLACSO, Argentina. También está asociado a un grupo de investigación sobre Creencias y Subjetividades Contemporáneas en la Universidad Nacional de Colombia.

1 COMENTARIO

  1. Muy buen artículo. Siempre he querido leer la obra completa de Stevenson «Juegos de niños y otros ensayos», sin embargo éste texto es de muy difícil acceso. Quisiera pedirle el favor de que si usted tiene alguna copia de la obra digital, la comparta conmigo por medio de mi correo electrónico. Muchas Gracias.

    At.

    Henry Figueroa (henryk22@hotmail.com)

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