EL CÍRCULO DE LA MEMORIA
Por Lucía Estrada*
La poesía no es palabra en el tiempo. Ella es, ante todo, memoria y permanencia. La poesía establece un nexo indestructible entre lo efímero y lo eterno. La palabra funda una realidad otra para el poeta. Carga de sentido nuestra experiencia vital y restablece los verdaderos códigos de nuestra memoria más antigua. Aquello que podría ser solamente un recuerdo cronológico del mundo y de nuestro tiempo, adquiere, en el poder de una imagen, de un símbolo, nuevas dimensiones. Es por eso que para el poeta ningún recuerdo se queda en los niveles de lo histórico y lo temporal sino que desentraña en ellos las raíces de una experiencia más profunda y duradera. Cuando el poeta Rainer María Rilke habla de la infancia como la verdadera patria del hombre, no recurre a la descripción anecdótica de un momento determinado, sino que lo condensa de tal forma que su propia infancia se convierte en el símbolo de una experiencia universal, de un retorno al paraíso perdido del hombre. Palabra que nos ayuda a comprender con toda claridad el misterio del que hacemos parte.
«Ninguna cosa es ella misma. Horas de la infancia,
»cuando detrás de las figuras había más que lo pasado y ante nosotros no estaba el futuro todavía.
»Es cierto que crecimos y aún a veces presionamos
»por llegar a ser mayores, en parte por cariño hacia aquéllos
»que no tenían ya otra cosa que la edad.
»Y sin embargo, en nuestra soledad
»nos divertíamos con lo duradero y nos manteníamos ahí
»en ese espacio intermedio entre el mundo y el juguete,
»en un lugar que desde el principio
»había sido fundado para un proceso puro…»
Rainer María Rilke (Cuarta Elegía).
Pero no hay que ser dogmáticos. No caben los dogmas en la poesía. Y por ello, su lenguaje se multiplica y se extiende en las raíces del ser, sabe urdir un único tejido de voces, de silencios acumulados a través de los siglos. Lenguaje que es memoria de un sueño colectivo, lenguaje que es experiencia de lo que aún no se ha vivido pero se sabe que vendrá, lenguaje que es memoria de futuro como flujo circular.
Cuántos poetas se han adelantado a su propio tiempo y han descubierto en el infinito aire de sus palabras el pálpito de otros niveles de la realidad, niveles que al momento de nombrarse en la escritura parecían imposibles, ajenos a su propia experiencia. Pienso en la maravillosa capacidad visionaria de William Blake o de Rimbaud. Ellos asumieron el riesgo de bordear lo inasible, lo desconocido, y reconocieron, en el temblor antiguo de sus palabras, la semilla de un tiempo futuro que ya comenzaba a germinar en el inconsciente de los hombres.
Nunca me preocupé por hacer de la poesía un registro descriptivo de los acontecimientos más o menos inmediatos. Hubo desde el comienzo una urgencia de buscar más allá, de indagar por aquello que no estaba a mi alrededor. Entramos en la poesía como en un bosque inextricable, habitado por antiguas memorias, por palabras que en otro tiempo fueron nuestras y que allí volvemos a encontrar entre sus árboles.
La poesía nos acompaña un instante que permanece como eterno. Se deja entrever, y en cada poema escrito nos sugiere las líneas de un territorio, de un estado primigenio que debemos reconquistar. Cuando se publica un libro, va en él un fragmento de nuestra búsqueda, un pedazo frágil de nuestro deseo, la posibilidad de que tu mirada pueda ampliarse en otros ojos, en la escritura silenciosa de otro tiempo que también es el tuyo. Y ese poema, ese libro, ese fragmento de visión vuelve siempre a nosotros transformado, más libre o más oscuro, pero con las huellas de otras voces grabadas en su corteza. Es la sombra de tu mano multiplicada, y sin embargo, no te pertenece.
Saber que no se alcanza, que la escalera es infinita, que se multiplican sus peldaños cada vez más en la medida en que ascendemos. Que no bastan todos los lenguajes, que la voz suele traicionarse, que desconocemos el timbre, la modulación inicial.
Podría pensarse que el oficio del poeta termina en la página, en los libros, en la copa oxidada del verso, en la escritura. Pero ¿qué hace a ciertas horas mirándose fijamente, como si contemplara un sol desconocido y lejano? ¿Qué hace al filo de su noche intentando cruzar un espejo roto? Todo auténtico poeta sabe que al escribir deja siempre, del lado de lo oscuro, la mejor parte, no porque quiera hacerlo sino por la imposibilidad de que la visión permanezca intacta. No hay lenguaje poético que no sea ruptura; no hay palabra que no traiga consigo la muerte por inanición.
Pero nunca se abandona la búsqueda, aun sabiendo que la verdad y la belleza son incomunicables, inaudibles, invisibles e impronunciables. Es preciso mantenerse fiel a esta precariedad, porque es en la medida en que el poeta permanezca, como el árbol imperfecto dará su fruto definitivo. ¿Quién puede saltarse, omitir o ignorar una sola de sus ramas? El secreto es la contemplación, mirar fijamente lo deforme de la piedra hasta que no necesitemos más la palabra piedra y seamos ella misma. Entonces sí habremos alcanzado, entonces sí estaremos de regreso. La poesía es el conocimiento esencial y puede prescindir de todo lenguaje, incluso de los poetas que todavía necesitamos de las palabras.
Asisto a la escritura como a una noche ritual, llena de reminiscencias y pasajes olvidados y son su lenguaje y su silencio los hilos de Ariadna que me ayudan a permanecer y me guían en el laberinto de una ciudad que podría llamarse de otra manera, pues la poesía la transforma para mí en otra de las vastas regiones de la memoria y el deseo.
Escribo para abrir un poco más, la grieta que traigo en mí desde el nacimiento. Que todo cuanto soy ocupe un solo lugar, esa línea frágil, tormentosa, ese dibujo de rayo, de grito extremo en lo profundo de la torre. Escribo para recorrer los círculos de la memoria, para comprender que no hay otro tiempo distinto del que cada uno pueda fundar para sí en las piedras de su pasado y en el horizonte infinito de su propio deseo. La poesía es la eternidad del presente. Palabra sin tiempo y contra el tiempo.
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* Lucía Estrada (Medellín – Colombia, 1980). Ha publicado los libros de poesía Fuegos Nocturnos (Medellín, 1997); Noche Líquida (Colección del Ministerio de Cultura, San José de Costa Rica, 2000), Maiastra (Ed. El Tambor Arlequín. Medellín, 2004), Las Hijas del Espino (1º Edición: Cobalto Ediciones. Medellín, 2006// 2º Edición: Hombre Nuevo Editores, 2008), El Ojo de Circe (Antología – Colección Un libro por centavos de la Universidad Externado de Colombia, 2006) y El Círculo de la Memoria (Selección de poemas – Lustra Editores -Lima, 2008; 2º Edición: Festival Internacional de Poesía, San José de Costa Rica, 2009). Con su libro Las Hijas del Espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín (2005). Textos suyos han aparecido también en varias antologías y publicaciones del país y del exterior, y han sido parcialmente traducidos al inglés, francés, italiano y alemán. Durante cinco años fue parte de la organización del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Con su libro Cuaderno del Ángel obtuvo la Beca de Creación en Poesía, otorgada por el Municipio de Medellín en 2008, y en 2009 fue nominada por la UNESCO al Premio Internacional de Poesía «Ponts de Strugas» de Macedonia, y recientemente obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con su libro La Noche en el Espejo. Actualmente hace parte del comité editorial de la revista literaria Alhucema, Granada-España.