Literatura Cronopio

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Fabrizzia

FABRIZZIA

Por Andrés Felipe Pardo*

Se puede decir que todo empezó cuando partí de aquel disimulado hotel de Praga. Disimulado, porque en Europa todo es un poco así, de carácter mágico y misterioso. Ese día me fui de allí con la sensación de que no había cruzado el umbral de un hotel, sino de la Europa misma. Advertí una sensación de abandono y desarraigo tan solo comparable con los peores sentimientos que atraviesan el corazón de un asesino, y hasta por un instante creí realizada mi aspiración de atravesar el continente de un portazo, señal inexorable que anunciara para siempre mi ausencia.

Las calles frías y casi siempre habitadas solo por hojas secas fueron formando un cúmulo de lugares comunes en mi memoria. Mis zapatos empezaron a denunciar señales del cansancio, y mis dedos ni siquiera respondían a los estragos del frio. Caminaba cruzando lugares que iba archivando en una lista mental de postergaciones. Praga era algo así como una ciudad cerrada en sí misma, decorativa, como aquellos suvenires de escritorio que muestran algún edificio flotando en agua y nieve artificial. Quería huir de esa atmósfera, pero no sabía cómo lograrlo.

Hace un par de días apareció Fabrizzia, justo en el instante en el que yo me disponía a salir de mi residencia a una de mis habituales caminatas. Apareció ante mí como un arbusto que de repente brota de un puesto de revistas cuyos titulares me eran imposibles de digerir, como una sombra errante que se ha perdido en un basurero, como un espanto o una equivocación. Recuerdo que no pude disimular mi asombro. Recuerdo, también, su cara enrojecida por el frio y sus labios purpúreos adornados con pequeños rastros de nieve.

—¿Y tu qué estás haciendo aquí? —le pregunté.
—He vuelto por el cuadro que escondes allí —me dijo como si con solo mirar a mis espaldas estuviera el cuadro que ella reclamaba y cuya existencia me apresuré en negar—.

Aunque me sabía cercado, traté de disimularlo diciéndole que estaba loca y clavando mi mirada en la punta de mis desastrosos zapatos. Entonces ella sacó de su bolsillo un atado de cigarrillos franceses. Me los ofreció.

—Son para ti —me dijo entregándome la cajetilla—.

Le dije que no, que ya no fumaba, y entonces extrayendo lentamente uno de ellos para llevarlo hasta su boca, Fabrizzia volvió a dirigirse hacia mí:
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—En este viaje he fumado el doble, el frio es intenso y no he tenido mucha gente con quién hablar. Este lugar es… curioso.

Pensé por un instante que aunque el lugar era curioso, como ella decía, en su mente la curiosidad debía significar otra cosa, algo muy alejado de lo que le parece curioso a cualquier mortal que visita Praga y se encuentra con sus estrechas callejuelas, su arquitectura imponente y las gárgolas que le cuidan de noche. Para una mujer como Fabrizzia estás cosas se iban de inmediato a un triturador de basura. Su comentario apuntaba más bien a hacerme saber que ya estaba enterada de todo lo que yo había hecho. Que sabía todo de mí y del cuadro. Que sabía, por ejemplo, que yo me había recluido en ese lujoso hotel para la gente de clase alta con el objetivo de disimular mi profesión; que me había hospedado durante tres días en la habitación 696, y que luego había solicitado un cambio a la 697 a causa de unas excéntricas goteras que se desprendían del cielo de la habitación e inundaban el tapete.

Mi historia. Llegué a Praga huyendo de dos cosas: de Fabrizzia y de la heroína. Siempre huyo. Y cuando llegué aquí, por fin tuve la certeza de que el mundo no alcanza para huir de una mujer que te busca, ni de unos neurotransmisores que te exigen a gritos un poco de heroína.

Antes de cruzar el mundo, en mi natal Bogotá, conocí a otra mujer: Teresa, el amor de mi vida. Con Teresa solíamos ir a bailar salsa a un bar que pretendía parecerse a un rincón cubano, recuerdo. Tengo la imagen de entrar con ella de la mano ante la mirada especulativa de la gente. Con ella conocí la heroína. Por momentos Teresa parecía dormir sentada o parada o bailando por el efecto de la dopamina regándose por todo su cuerpo. Íbamos a lo que pretendía ser un rincón bohemio adornado con pancartas del Ché Guevara y Salvador Allende, y recreado con un puñado de meseras mulatas repartiendo cerveza nacional, y hombres de barba desordenada departiendo sobre la praxis revolucionaria. Teresa y yo estábamos tan alejados de todo eso, que me produce gracias recordarme tan diferente y fuera de lugar, antes, cuando no tenía que escapar de nada.

Cuando el efecto de la heroína se atenuaba, nos dejaba a Teresa y a mí en un estado catatónico. Yo me quedaba observándola y pensando que ella en verdad era una excepción generacional, que era la joven promesa que se zambullía en una alegría metafísica que sacaba de lugar a los camaradas revolucionarios de todas las mesas porque aparentaba estar feliz, o al menos profundamente triste, y en cualquier caso no diluyéndose en la dialéctica de los pueblos y de las grandes hazañas de un mundo ruin. Teresa era cómica. Se movía como una medusa que hinchaba su vientre para respirar y nadar y luego transformarse en el aborigen que exhibe su danza.

Todo eso me daba fuerzas para seguir. Hablo en pasado, claro. Su vitalidad que se extinguía como un cigarrillo por la heroína. Me anclé. Me anclé profundamente a ella y a la heroína. Desplegué un ancla en el espacio y me dejé arrastrar por su aura hasta que en un momento dado logré sentirme más revolucionario que todos los que debatían en las mesas, y más feliz que los Bolcheviques en 1917. Teresa cerraba los ojos, Teresa sonreía hermosamente, Teresa murió por una hepatitis que la fulminó ante mí. Y yo…
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¿Cómo llegué a Praga? Pues decidí lanzarme al vacío, desarraigado de todo menos de mi adicción. Fue de ese modo como terminé involucrado con una red de ladrones de obras de arte que desde Bogotá me contactaron y condujeron poco a poco por este frenético periplo que comenzó en España y quizás termine aquí. No me dan dinero. No me dan nada. Solo pastillas de metadona y algo de coca de vez en cuando para que yo marche como un reloj. Supongo que les soy útil porque soy latino y poliglota, y porque sí, siempre fui un pelafustán, un miserable charlatán que terminó inyectándose basura intravenosa para poder vivir. Es la gente que necesitan.

Fabrizzia es italiana, y como italiana todo lo sabe. Con ella nos conocimos en España, luego de que abandonara a sus dos críos en algún rincón de la vieja Italia con la promesa de regresar y darles todo lo mejor. Lo primero que me dijo fue que ya no quería ser más prostituta, pero que le quedó la adicción de hacer dinero fácil. Otra adicta al servicio del crimen. Hermosa, sí, pero muy peligrosa.

Por mi parte había decidido huir de la Organización en Holanda luego de que, por pura casualidad, me hice con un Van Gogh a espaldas de todos ellos. Fabrizzia no venía a matarme, de eso estaba seguro. Si quisiera eso, en vez de ofrecerme un cigarrillo, me hubiera enterrado un cuchillo en el pecho o me hubiera cortado la yugular con una Minora o un picahielos en una fracción de segundo. Venía a rescatarme, quizás, o a robarme. Y el asunto del cuadro era su mejor excusa. Venía a decirme que me fuera con ella a Italia y que con el dinero que nos darían a cambio de ese cuadro en el mercado negro podríamos comprar una casa en el campo lo suficientemente cómoda para ella y sus dos hijos, y de paso pagarle una terapia de desintoxicación a mis pobres venas.
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Acepté. Justo al otro día nos esperaba un vuelo que nos regresaría directo a Italia. Mi equipaje fue nada más que un cuadro recubierto por una cobija y los abrigos y las bufandas del caso, y claro, unas cuantas pastillas de metadona para atenuar las secuelas de los cambios. Una vez sentados en el puesto de avión, destapé un poco la superficie de mi pequeño pero invaluable Van Gogh, y percibí colores tan cálidos y figuras tan hermosas, que de nuevo volví a ver a mi Teresa bailando como aquella noche.
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* Andrés Felipe Pardo tiene 21 años, es estudiante de octavo semestre de Ciencia Política y Gobierno de la Universidad del Rosario (Bogotá). Su blog: https://pornoserliterarto.blogspot.com

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