Literatura Cronopio

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Vida y muerte en el Litoral, del dramaturgo colombiano Juan Guillermo Rúa, es un poema dramático que incluye un alabao, un arrullo y un advenimiento que recrean los dos momentos primordiales de regocijo y conmemoración para los descendientes de los esclavos africanos: el nacimiento y la muerte. Estos umbrales entre la vida y la muerte, entre lo terrenal y lo trascendental se celebran con ritos, danzas y cantos que hunden sus raíces en las antiguas tradiciones africanas y en la tradición cristiana, y se entretejen con elementos sagrados y profanos para expresar tanto el sufrimiento como el gozo. El alabao, el arrullo y el advenimiento del drama de Rúa son los cantos de estos ritos de pasaje que el autor completa con una introducción y un epílogo para exponer los altibajos de la existencia del ser humano en el litoral Pacífico. El drama poético de Rúa se sitúa en esta encrucijada cultural que revela esas fuentes del mestizaje, donde se trazan puentes entre África, Europa y América con elementos que conservan el tono de los cantos religiosos, el culto a los ancestros, y los vínculos entre los vivos y los muertos, y entre el cielo y la tierra. Este encuentro de los tres mundos se posibilita por las indudables coincidencias de la imaginería religiosa y del pensamiento mítico. Los versos de «Vida y muerte en el litoral» captan la esencia de esos cantos funerarios que se nutren de las pesadumbres de las comunidades afro-colombianas, marginadas de los centros de poder, discriminadas en el momento de repartir beneficios, pero seleccionadas en los momentos de impartir obligaciones. Desigualdades que no han logrado quebrantar el espíritu de resistencia, la imaginación creativa y la capacidad de gozo del pueblo negro. Rúa con esta gesta canta a su pueblo, celebra la vida y la muerte, y sobre todo, registra la historia del litoral. La tradición oral y los cantos religiosos han sido un vehículo de resistencia y de apoyo espiritual para las comunidades afro-colombianas en su larga trayectoria en la región.
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Parece blanca: Versión infiel de una novela de infidelidades, del dramaturgo cubano Abelardo Estorino López fue puesta en escena en 1994, y es considerada una obra de su madurez; es una reescritura paródica de Cecilia Valdés o la loma del Ángel (1882), la famosa novela de Cirilo Villaverde, texto fundacional de la literatura cubana. El título de la obra condensa el conflicto racial y las asimétricas relaciones en esta sociedad pluriétnica, estratificada y patriarcal donde ricos y pobres, blancos y negros, libres y esclavos están en continua interacción y enfrentamiento. El hombre blanco y rico se beneficia del trabajo del esclavo, abusa de las negras y mulatas, y rompe las leyes del decoro. Cecilia está en la base de la pirámide social y su único valor es su belleza y juventud, elementos que nutren el mito de la mulata sensual, responsable de su caída al incitar al hombre. Las acciones irresponsables del protagonista, por el contrario, son dispensadas socialmente, y sólo cuando se llega al incesto es que las murmuraciones y recriminaciones emergen. Pero la obra tiene otras dimensiones que trascienden la intriga amorosa y los conflictos sociales. Se entabla un diálogo entre autor y personaje, entre personajes y lectores y se va mostrando el proceso de creación artística. Estorino hace teatro a la vez que hace teoría teatral, y evoca las relaciones del teatro con la vida. Los personajes cuestionan su razón de ser, su destino final incambiable, analizan su verosimilitud y cuidan de la coherencia entre lenguaje y personaje. Los diálogos van develando las funciones de narradores, personajes y autores insertados en el umbral de la realidad y la ficción. Estorino crea relaciones intertextuales y extratextuales con reconocidos personajes y autores de la literatura universal. Villaverde es una presencia constante en el drama y es señalado por los personajes como el manipulador de los hilos narrativos. Los personajes leen Cecilia Valdés y consultan el texto y lo comentan; confrontan lo que sucede en el escenario con lo que se narra en la novela. Se pone en escena la posición del autor como un demiurgo, y los personajes en el mejor estilo pirandelliano son conscientes de ser criaturas creadas por un autor.

Odebí, el cazador, del dramaturgo cubano Eugenio Hernández Espinosa, es una pieza ritual que se inspira y nace de lo que Fernando Ortiz describiera como una «mímica representación de las acciones de los dioses o entes místicos» sobrehumanos [10]. Se basa en una leyenda de origen yorubá, que fija los límites de la curiosidad humana y, tomando como punto de partida la santería con sus creencias, sus orichas y seres proteicos, exige la obediencia a las reglas del mundo mágico-religioso. El dramaturgo observa en una entrevista con Alberto Curbelo que crea historias a partir de cantos, bailes y toques, para revitalizarlos, a la vez que se proyecta artísticamente como creador, no como lo haría un religioso (80-81). Odebí debe irse al bosque a cazar pero tiene que abstenerse de matar a Eiyé-góngo, ave de las soledades, ave sagrada que evoca el tabú que Jehová les impone a Adán y Eva con el árbol de la fruta prohibida. Así nace el conflicto entre el bien y el mal, entre lo tabú y lo permitido, entre la subordinación y la rebeldía, entre la sabiduría y la ignorancia, entre la vida y la muerte que aguijan el espíritu del joven cazador que debe llevar a cabo este rito de pasaje que lo convertirá en un ser adulto, listo para abastecer a su familia y obtener el derecho de unirse a la bella Maguala. Cazar el ave lo lleva al conocimiento, a la independencia, a escoger su destino como hombre libre de restricciones, pero su rebelión tiene un alto precio que trae la desesperación y el inicio de otra odisea más difícil aun, debe cazar a Eiyá rukán, ave de rojo resplandor, y convertir la tristeza en alegría y la noche en el día. Esta posibilidad que le da Orula separa este drama de la tragedia clásica y muestra una faceta única de la cosmogonía yoruba, que le proporciona al hombre esperanzas de vencer el infortunio. Hernández Espinosa enriquece el drama con el coro, los cantos rituales, las advertencias de los orishas, y crea una atmósfera mágico-poética. La posibilidad de la redención y de recuperar al ser amado establecen un contrapunto con el mundo judeocristiano que restringe las posibilidades del ser humano que ha violado las leyes divinas. Este drama de final abierto sugiere el control que puede tener el hombre de su destino, hecho que empodera al ser humano porque puede enfrentarse al futuro y luchar por la felicidad perdida.
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Ruandi, la obra del dramaturgo cubano Gerardo Fulleda León, está basada en la historia de un niño esclavo que muere atrapado por la yunta de bueyes que dirige. El dramaturgo cubano recoge esa breve pero conmovedora historia y la transforma para darle vida a Ruandi, el niño esclavo de un ingenio azucarero en Matanzas, que se atreve a huir de la esclavitud y buscar la libertad en un palenque de cimarrones. Este viaje hacia la libertad está lleno de peligros que la Abuela Minga, –«la más respetada y sabia entre los esclavos del ingenio»— advierte a Ruandi; ella también le trasmite la sabiduría acumulada en su larga vida y lo apoya a lo largo de la huida con sus consejos. Belinda, la hija del dueño del ingenio, y Ruandi son amigos y juegan y comparten conocimientos, ella le enseña a leer y él le muestra las virtudes de las plantas; las expresiones de afecto son trasmitidas a través de Tina, la muñeca de Belinda, quien recibe el beso de despedida de Ruandi, desplazamiento que muestra la separación entre blancos y negros que pueden compartir en un mismo espacio pero no deben unirse como iguales. La visión holística del universo se representa en la comunicación que tiene el niño con la naturaleza y con los animales. Esta naturaleza personificada participa en esta odisea infantil, convirtiéndose en oponente o ayudante del protagonista. Esa serie de obstáculos que se le presentan en su recorrido del ingenio al palenque lo preparan para la siguiente etapa de vida, odisea que es el rito de pasaje de la niñez a la juventud. En este transcurso debe probar su valentía, su autocontrol y el respeto por la naturaleza que lo rodea. Las canciones, los poemas y los poderes de los animales y de la naturaleza convierten esta obra en una aventura mágica en la cual el niño vence el miedo, el hambre, la enfermedad y la cháchara de la Lechuza, que dificultan su objetivo. Pero a la vez son los medios con los que el héroe se fortalece. Por eso la Abuela Minga, refiriéndose a los animales, le aclara a Ruandi la necesidad de vencer los instintos y poder controlar el destino: «Aún no, pero van en camino de serlo cuando se acaben de enmendar y cumplan los sanos y verdaderos designios de la naturaleza, y de los seres que nos rodean». El dramaturgo una vez más proyecta la idea de la unión entre hombre y naturaleza, ya que comparten un destino común, propósito de convivencia que se refuerza con la interacción entre la anciana y el niño, entre el esclavo y la pequeña Belinda, entre seres animados e inanimados. Es la escenificación de la naturaleza viviente y acogedora que devela las leyes inamovibles que la rigen.
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En El rescate de Shangó, del dramaturgo cubano Tomás González Pérez, se dramatiza un triángulo amoroso entre tres orishas: Shangó [11], Oshún Yeyé Moro y Oyá. Las amantes de Shangó se desafían por controlar la vida de este orisha tempestuoso con una danza ritual celebrada en el cementerio. Oshún es enviada por Yemayá, la madre de Shangó, diosa del mar y madre de todos los orishas, a rescatarlo del mundo de los muertos representado en el cementerio donde habita Oyá. Es pues un enfrentamiento entre Eros y Tánatos, entre Oshún y Oyá que luchan por tener a Shangó. La obra es la dramatización de un patakín o leyenda sagrada que contiene parábolas de la vida social y familiar, ilustra la importancia de la tradición oral a la vez que trasmite los valores africanos de influencia yoruba. La invocación de Yemayá: «¡Ay, Olofí! tengo un hijo por el cual lloro desconsoladamente. Mi hijo ya no es el de antes, ahora se me muere. ¡Se nos muere, Olofí! Sí, porque Shangó es tanto hijo mío como tuyo. Padre del Silencio», son parte del ritual que inicia el drama. Yemayá muestra su sabiduría y autoridad con la solemnidad del rito cuyas libaciones invocan a Olofi, el creador y ser supremo y el único que puede resolver todos los conflictos. El arcoiris que aparece en el cielo es la respuesta positiva de Olofí a la petición de la madre; es un rito propiciatorio que le abre el camino del triunfo a Oshún Yeyé Moro. Ella incita a Shangó a bailar y a salir de este estado letárgico en que lo había sumido Oyá. González Pérez recrea el triunfo de la vida sobre la muerte, de Eros sobre Tánatos y hace un contraste entre los mitos euro-centristas y africanos. En el mundo judeocristiano se han escamoteado la sensualidad y el erotismo como ímpetus que deben mantenerse controlados, porque pueden llevar al desenfreno y causar el caos. Por el contrario, en el mundo yoruba estos elementos son considerados como energías positivas del ser humano. La sensualidad y feminidad de Oshún vencen los sentimientos lúgubres, la fuerza de Oyá y el terror a la muerte. Oshún se atreve a entrar al reino de los muertos y recuperar a su amado. Al contrario de Orfeo quien logró abrir las puertas del infierno con su música pero no recobró a Eurídice por su incapacidad de auto-dominio, Oshún recobra al amado con la sensualidad de su danza y con el valor de enfrentar a una antagonista poderosa. Este drama sugiere cómo la fuerza del deseo y la voluntad de llevar a cabo una misión son elementos básicos para triunfar, así el mito griego queda rebasado en las leyendas del panteón afrocubano y yoruba.
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Con La otra, el dramaturgo ecuatoriano Nelson Estupiñán Bass hace un comentario sobre los problemas de identidad racial y las trágicas consecuencias que traen la colonización cultural y la discriminación racial. Así, el deseo de ser otro, el auto-desprecio y la inseguridad que genera el intento de superación dentro de la escala de valores euro-centristas, que niegan las raíces y valores africanos, atrofian las relaciones sociales en una sociedad multiétnica y, sobre todo, deforman al individuo, ya que lo desubican ideológica, social y culturalmente. Igualarse al opresor es ponerse la máscara blanca y asumir una nueva personalidad extraña que se basa en la denigración de lo propio y que lleva a un enfermizo sentido de inferioridad. Estupiñán Bass en esta pieza dramatiza las ideas que Frantz Fanon expuso en Piel negra, máscara blanca (1952) donde analiza las secuelas del colonialismo que más que explotación económica fue una invasión de los terrenos de la cultura y la psiquis del subyugado. El mismo título de la obra sugiere esa otredad que lleva a la protagonista a desdoblarse en un yo negro y un yo blanco. Olga vive en un mundo escindido que no puede conciliar, solo la destrucción de una de esas dos visiones paralelas (lo blanco y lo negro, lo aceptable y lo despreciable) puede sobrevivir, y así, salvarse de la esquizofrenia existencial. En el monólogo del primer acto Olga Carabalí expresa sus preferencias por Henry, el pretendiente blanco, y el rechazo a Gonzalo, el pretendiente afro-ecuatoriano, quien realmente la ama. Para ella el color es una «desdicha», un «infortunio». Estupiñán Bass presenta en Olga el ambiente de marginación y opresión en que viven los afro-ecuatorianos, y que la hace desear hasta ser pobre pero blanca. Este es un deseo patológico que la lleva a «huir de su propia individualidad, de aniquilarse a sí misma» adoptando una vía de alienación y de enajenamiento (Fanon 60) [12]. La música afro-ecuatoriana, el maltrato de Henry, la crema que cubre su rostro para ocultar su origen, la imagen del padre, los retratos escondidos de sus progenitores, las burlas de su yo blanco, finalmente logran sacar a Olga de su estado de marasmo espiritual que la localizaba en un espacio imposible y en una situación insostenible. Por eso, para recobrar un equilibrio entre el ser y el hacer debe destruir esa parte de sí misma que la empuja al abismo y a la inmolación emocional.
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La fiesta del mulato, de la dramaturga mexicana Luisa Josefina Hernández, se sitúa en el México colonial, cuando los españoles perdían el poder. Época en que la convivencia entre blancos, indios, negros y las castas (las razas mezcladas), que eran catalogadas con una obsesiva precisión, se hacía insostenible en esta sociedad multiétnica y variopinta, que ya empezaba a protestar por las injusticias y por las carencias. Además, el pueblo aspiraba a la libertad. Los negros eran la base de la pirámide social y su vida estaba regulada con leyes que determinaban desde la ropa que tenían que usar hasta el tipo de oficios que podían llevar a cabo. El sistema de castas que exhibió el prejuicio racial fue la causa de la discriminación, la explotación y el motivo del descontento social, hechos que agravaron los conflictos sociales y políticos en la Nueva España. Los excesos de los administradores y de los clérigos aceleraron el retroceso moral y la rivalidad entre las clases sociales. Los desposeídos vivían en el aquí y el ahora, los administradores y los clérigos temían perder privilegios y medían cuidadosamente las consecuencias de sus actos, pues eran conscientes de la fragilidad de su poder y, hasta los miembros de la Santa Inquisición eran cautelosos al aplicar sus leyes. La pieza de Hernández recrea el juicio hecho a un mulato en 1799 en Guanajuato, quien se había enriquecido al hallar oro en una mina que poseía con dos españoles. Emulando a los peninsulares, el Mulato se había gastado la fortuna propia y ajena en una fiesta que duró varios días. De forma irreverente él patrocina la fiesta que es celebración y rito, cuyas danzas y música crean puentes entre África, Europa y América, que anuncian el surgimiento del pueblo mexicano, la «raza cósmica» imaginada por José Vasconcelos. El crimen del Mulato fue copiar la conducta de la elite, y el de la Mujer fue robar el retrato de la marquesa de Cruilles, antigua virreina de la Nueva España, cuya imagen cobró vida en la joven y hermosa mestiza, transformada en una marquesa que se atrevía a parodiar ademanes y a rechazar por incómodos la peluca y los zapatos, señalando el desface y diferencias entre los usos del Nuevo y el Viejo Mundo. Este fenómeno de apropiación y decantación de ideas, actitudes costumbres y objetos implantó una idiosincrasia propia en la población sometida a la corona española. El «crimen» cometido por estos personajes es atreverse a ser independientes, a reivindicar sus derechos, su dignidad y a desafiar el estricto orden establecido que beneficia a unos y deshumaniza a los otros.
(Continua página 3 – link más abajo)

2 COMENTARIOS

  1. Hola, buenos días, soy Heider Lacera, afrodescendiente actor y estudiante de Derecho residente en la ciudad de Bogotá… deseo conocer si es posible adquirir una versión impresa de esta edición y cuales serían los pasos a seguir. Muchas gracias.

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