Literatura Cronopio

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Yage

YAGÉ

Por Manuel Cortés Castañeda*

para Eva, Gabriella y Camila

Todavía niño, cuatro o cinco años, en el corazón de la selva amazónica colombiana, corriendo tras las mariposas, buscando sapos debajo de las piedras, coleccionando luciérnagas en un frasco… ya por entonces la naturaleza entera constituía para mí un lenguaje, una telaraña de sílabas y murmullos apenas perceptibles, una voz reiterativa con sus matices y sus formas, sus variantes atonales y frecuencias, intensidades, pausas, silencios, vacíos, diálogos interminables, monólogos y secretos cada vez más cerca del corazón y del deseo. Una piedra, un árbol, una gota de agua de lluvia, un animal, un relámpago de nada… Todo y todos me hablaban como si nos conociéramos desde siempre, desde antes, o como si fuera la cosa más natural del mundo.

Muy pronto aprendí, sin que mediara la duda, que las cosas son ellas mismas y algo más. Que cada realidad específica es una especie de misterio con una cara exterior que nos permite hacernos a la idea de que somos, aunque no queramos. Un rostro afín a otra gramática, a otra forma de tocar, oír ver, sentir, oler, tragar. Un mundo de seres invisibles pero presentes a toda hora, empezó a cobrar realidad en el corazón mismo de la selva y en el mío. Fantasmas, aparecidos, poiras, mohanes, duendes, madreselvas, niños vampiros, castigos amorfos, huecos, túneles, viudas errantes, la patasola, el perro del cornudo… En mis sueños los invocaba, les conversaba, los materializaba, los clasificaba, y los veneraba y exaltaba como si se tratara de un juego perverso. Ellos eran mi jardín infantil ideal, mi parque de diversiones, mi tesoro escondido. Pero eso no me era suficiente. Los quería a mi lado. Como a mis hermanas necesitaba sentirlos parte de mi familia. El tiempo corría como un río crecido que no deja de crecer, sólo que la angustia que genera la imposibilidad de no tener el objeto amado y soñado entre las manos avanzaba a paso demasiado lento dejando un hueco vacío en mis días, un sabor amargo en las palabras, una serpiente venenosa en el silencio…

Fue entonces cuando supe, y no recuerdo en qué circunstancias, que tomando yagé, ayahuasca, nixi, pae, dapa, pinde, bejuco bravo, caapi o lo que fuera, todos mis deseos devendrían carne y sangre de mis largos días y noches en vela. Me hice así un asiduo visitante de magos, adivinos, prestidigitadores, magnetistas, hacedores de menjurjes, limpias, filtros, adivinos del tabaco, sacerdotisas del café, putas de una divinidad sin nombre, e incluso de indios que se habían establecido en los poblados y veredas cercanos, viviendo de los conocimientos que habían adquirido por generaciones en la selva. Fue por entonces también, que acosado por la necesidad de entrar en la fauna de monstruos y fantasmas, que empecé mi lectura desaforada de libros sobre todo tipo de drogas sicotrópicas. Y también cuando se me despertó un apetito exagerado por clasificar y coleccionar todo tipo de plantas, cuyo consumo de diferentes formas tuvieran que ver con el viaje a otros mundos, otros sueños, otras sílabas, otras palabras… Todavía guardo un universo de papeles, libros de poetas, botánicas, tratados científicos, químicos, antropológicos y etnológicos, de todos aquellos años de desesperación y de gloria. Carpetas llenas de datos científicos y especulaciones metafísicas bien organizadas, como si me estuviera preparando para una prueba definitiva y desmedida donde cualquier error o desconocimiento me pudiera costar la vida…
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Llegaron a mis manos igualmente libros, que otros que cultivaban y alimentaban los mismos fantasmas, habían leído o escrito. Tomas de Quince, Huxley, Michaux, Coleridge, Baudelaire, Poe, Rimbau, Canetti, Castañeda… También libros de antropología, etnología, mitologías, sociolingüística, filosofías desquiciadas… De todos ellos guardo un grato recuerdo de Tristes trópicos de Claude Levi Strauss y Ecuador de Michaux. También me convertí en un seudo–especialista de la organización social de todas las tribus de la amazonía y sus jerarquías e «historia», cifradas en la anaconda y otros animales nativos. Igualmente me sirvieron de alimento los conocimientos empíricos de un hermano que ahora vive en París pintando y que por entonces había penetrado con la misma ansiedad, aunque con propósitos distintos, en ese mundo misterioso de árboles que cantan, piedras que te señalan el camino, niños que se te suben a la grupa del caballo y te acarician el cuello con los dientes, mujeres que te devoran una noche de lluvia alimentándote de un placer indescriptible antes de chuparte la última gota de sangre…

Un día una conocida de una amiga me llevó a la casa de un indio que se ofrecía a llevarme a una tribu indígena, localizada en lo más intrincado del corazón de la selva, donde finalmente podría consumir el tan anhelado menjurje, que me llevaría al mundo de esos seres desconocidos que ya de alguna manera formaban parte de mi mundo de todos los días. Por supuesto que yo ya conocía muchas de esas tribus. Unas de nombre y muchas otras por visitas esporádicas de turista de fin de semana. En una cajita guardaba algunas fotos. Esas fotos que uno se toma después de desembolsar unos cuantos pesos. Tenía algunas con indios del común, otras con caciques y brujos de la tribu y las mas eran de indias desnudas con unas tetas grandes y generosas como las noches en la selva. Había tenido contacto con huitotos, coreguajes, andaquies, tucanos, arahuak, bora, siona, matape, yucama, cabiyaria kayapó, pero nunca había oído hablar de esa tribu, donde ahora me dirigía con el corazón como un pájaro herido en la palma de la mano, y en los labios una palabra secreta…

El motor fuera de borda, sonaba esta vez en las aguas espesas del río como una música extraña y deliciosa y macabra a la vez. Aparte de mí en la lancha iba una india cuarentona con sus dos hijos. El menor de ellos, cuatro o cinco años, prendido a uno de sus senos, parecía haber perdido la vista o su destino. El otro, los ojos vaciados en las aguas del río, tiraba piedrecillas imaginadas a los peces. Tuve la sensación de que era el único pasajero. El indio que maniobraba el motor, apenas cubierto con un guayuco, parecía una aparición de otro mundo. Una sombra cautiva. Durante el viaje por las aguas tranquilas del río Orteguaza, tributario del Amazonas, como cuando niño, volví a sentir que toda la naturaleza entablaba un diálogo interminable y casi perverso conmigo. Extraña sensación de poder individualizar un sinnúmero de voces, casi lamentos, que se me desgranaban en los oídos simultáneamente y que me herían las pupilas de formas y colores.
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Durante el viaje también tuve la oportunidad y tiempo de sobra para repasar de memoria los escritos que me había encontrado, unos de pura casualidad, otros por recomendación o búsqueda personal, en mi necesidad de conocer el mundo de la creación poética, el acto de escribir en cuanto tal, y la incidencia del uso de sustancias sicotrópicas en él. Mi cabeza repasaba una y otra vez las páginas leídas y casi aprendidas de memoria de los escritores ya mencionados, pero especialmente los escritos donde Michaux compara los efectos del consumo de sustancias sicodélicas al comportamiento de los esquizofrénicos, cierto tipo de sicóticos y seres enajenados y paranoicos. Me acordé reiterativamente de Artaud y sus diez años en el asilo para locos donde por diez años fue tratado y estudiado por un loquero cuyo nombre, si no no estoy mal, es o era Lacan.

Volvían igualmente a mi memoria los cuentos de aparecidos que me contaba cuando niño el viejo Mauricio, y los consejos de los síquicos y síquicas que con tanta frecuencia había visitado más por el placer de estar con mis amigas que por el prurito del conocimiento. Con todos ellos y ellas aprendí pronto a fumar tabaco, el nombre secreto de afrodisíacos poderosos y unos cuantos filtros de amor que todavía uso mas por aburrimiento y sin ninguna fe para calmar mis días en blanco…

Sumergido en el recuerdo de estas lecturas, conversaciones aun vivas, y el lenguaje cada vez más explícito y cómplice de la naturaleza, llegamos a un pequeño puerto. Allí después de devorar una piña entera y de disfrutar de un enorme capax a la brasa, envuelto en hojas de plátano, acompañado de una buena totuma de chica, un indio me tomó del brazo sin que apenas me diera cuenta de ello y me llevó hasta una canoa o quilla, como la llamaban los nativos. Era larga y delgada y más se parecía a la aleta enorme de un pez mitológico, flotando efímera sobre la superficie del agua, que una embarcación. Y el lugar para sentarse era casi inexistente. Una vez sobre el agua tuve la sensación de que iba montado sobre un hilo que nos mantenía a flote como por arte de magia. Una de esas cuerdas que los equilibristas usan en el circo para encantar a los niños. El indio que la conducía parado en la pequeña proa con una palanca en sus manos parecía ir caminando sobre las aguas. Iba solo, aparte de un perro que todo el trayecto estuvo dormido y tragando moscos. El boga, de tanto en tanto me miraba por el rabillo del ojo y sonreía, mientras yo intentaba como fuera congelarme en mi postura para superar la sensación recurrente de que en el momento menos esperado nos íbamos a voltear y a hundir. Nada de esto pasó. Las aguas tranquilas bajo un sol intenso parecían disfrutar de la delicadeza y la rapidez con que se movía la quilla impulsada por pausados y profundos golpes de palanca.

Cuando llegamos a la tribu, después de dos días de viaje ya estaba oscureciendo. El sol solo había dejado entre los árboles, vagos resplandores y ecos de color. La brisa del río golpeaba mi cuerpo asoleado como una caricia femenina en medio de la noche. Me bajé y mis piernas me obedecieron a la perfección como si no hubiera sufrido la parálisis de la quietud durante tantas horas. Pensé en el tiempo que han estado las esfinges entregadas al silencio en las tierras desérticas de Egipto. El boga no me dijo nada. Se bajó, después del perro, y yo lo seguí lo mismo que él al perro… Después el boga desapareció sin que yo me diera cuenta y en la extensión que conformaba el espacio público de la tribu pude ver por todos lados cuerpos de mujeres desnudas con sus niños a cuestas, apenas insinuados por los últimos rayos del sol… siluetas de placer que encendían mis pupilas de felicidad. Sonreían y me miraban de reojo como si supieran todo lo que había acontecido en mi corta vida y todo lo que me esperaba y me sucedería, incluyendo el último día de mi existencia. Sin darme cuenta llegué hasta una maloca. El perro también se había esfumado. Cerré los ojos y lo vi otra vez en la quilla atrapando moscos.
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En el centro había un fuego encendido y en una piedra una arepa enorme hecha de yuca brava. También había una maca guindada. Entré fascinado y aturdido por el largo viaje, me senté junto al fuego, me comí un pedazo de casabe y me quedé dormido en el suelo… No soñé, y cuando me desperté pensé que estaba en mi cama, en casa de mi familia. Alcancé a preguntarle a mi madre si quedaba café y que si había arepas para el desayuno. El vocerío de las indias y el griterío de los niños me sacó de mi confusión. Entonces me di cuenta que desde mi llegada, aparte del boga, no había visto hombres en la tribu. Solo mujeres y niños y monos que se divertían como energúmenos en la cabeza de los niños. Después fueron días y días de abstinencia, y ayunos, y conversaciones ininteligibles con el chamán de la tribu, y caminatas interminables por los senderos de la selva, y bailes que empezaban sin razón aparente y que terminaban sin que nadie se diera cuenta.

Unas veces sentado en una piedra enorme a la vista de todos ya casi desnudo, otras casi inexistente, mirando el correr lento de las aguas, otras solo en la maloca como un huérfano completamente desnudo. Tuve por primera vez la sensación que era un mono dormido en la cabeza de una niña. Fue cuando me di cuenta que el poblado era un círculo. Una construcción enorme y continua bordeando dos medialunas y en el centro, abierto al cielo, fogatas y objetos cotidianos, y carne seca bien ahumada protegida en altas paseras y cubierta con hojas de palmicha y plátano. Una vez al día masticaba un poco de casabe, mezclado con hojas de coca y polvo hecho de caracoles… Me tomaba un poco de chicha y de agua, la que me traían en un poporo enorme de una pequeña fuente que nacía en una colina y que me dejaban a la puerta de la maloca cada atardecer.

Todos me miraban y sonreían. Viejas con las tetas largas y caídas como plátanos maduros me miraban muy de cerca y sonreían. Muchas de ellas desdentadas y fumando tabaco y casi siempre cargando en sus brazos un racimo de niños. Indias jóvenes bien formadas completamente desnudas se agrupaban con frecuencia a la puerta de la maloca y después de mantener una corta discusión desaparecían chasqueando la lengua y golpeándose las nalgas. Los niños se acercaban sigilosos en manadas, como si se tratara de un día de caza, tiraban piedrecillas al techo de la maloca y luego desaparecían haciendo ruidos de animales. El chamán cada atardecer venía y se sentaba a mi lado junto al fuego. Se fumaba un tabaco, le echaba leños a la hoguera, me miraba fijamente a los ojos, trazaba dibujos en la tierra con una varita y los deshacía, y después desparecía sin haber dicho una sola palabra. Hubo noches en que tuve todo el tiempo del mundo para repasar todos los nombres técnicos que había memorizado y clasificado y estudiado, de las especies de hierbas y lianas y plantas y arbustos con las cuales se preparaba la bebida o bebidas tan ansiadas que me había llevado hasta la tribu.

Nombre científico Banisteriopsis caapi. Familia: Malpigiáceas. Su fórmula química es C13H14N2O. La corteza y los tallos contienen TETRAHIDROHARMINA en mayor cantidad que otras plantas con principios harmalínicos. Se le atribuyen propiedades telepáticas especialmente si se combina con las hojas del arbusto llamado Chacruna, rico en triptaminas (psychotria viridis/ Diplopterys Cabrerana). También se puede preparar con hojas de Datura SPP, planta conocida en la Amazonía como floripondio o toe, lo mismo que tabaco y hojas de coca. El término ayahuasca proviene del quechua y está formado por «aya» que significa «cuerpo muerto», y por «huasca/guasca» que significa «cordel gordo» o «soga». La traducción más acertada podría ser, entre otras, «liana que permite ir al lugar de los muertos». A guisa de síntesis, digamos que ayahuasca es toda poción enteogénica elaborada con una planta que contiene betacarbolinas y otra rica en triptaminas… Y ya estaba otra vez desnudo en mi piedra, mis ojos en la superficie del agua, el chaman dibujando círculos en la tierra…

Cuando llegó el día definitivo o elegido o señalado, yo ya me había convertido en una especie de desconocido de mí mismo. Un cuerpo vacío esperando por nada en un mundo inexistente. Ahora con más claridad y perfección podía escuchar, y ver y entender, todas las cosas que estaban a mi alrededor, aunque cierta sensación de angustia no había desaparecido del todo de mi corazón y de mi lengua. Podía escuchar su frecuencia, su intensidad, sus silencios, sus abismos, pero no lograba encontrar las palabras para decirme a mí mismo lo que escuchaba y entendía y veía… De repente aparecieron tres personas más en el lugar de la cita para la ceremonia. Una mujer y dos hombres. Me sorprendió mucho su presencia ya que durante todo el tiempo que había estado ahí no los había visto nunca. Nos desnudamos completamente o nos desnudaron, aunque creo que ya me había acostumbrado a estar desnudo.
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La verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó. Todo se hizo junto a una hoguera mientras varias mujeres colocaban piedras planas y grandes a su alrededor. Y a todo lo largo del hemiciclo que formaba la tribu, muchas hogueras. Acosado por el ayuno y la abstinencia, mi cuerpo parecía pertenecer a otro dueño. Ni yo lo podía reconocer a cabalidad y él tampoco a mí. Tuve la sensación de que era una cosa trasparente. Uno a uno el chamán nos miró a los ojos reiterativamente mientras la tribu entera parecía haberse esfumado para siempre. Uno a uno, tantas veces, como si se tratara de muchos y no de tres. Ni risas, ni murmullos, ni golpes en las nalgas, ni miradas furtivas, ni gritos de placer bajo los árboles, ni besos a mordidas en la boca. Nada. Ni siquiera un hueco. Parecía que todo flotara indeciso y casi inexistente en un mundo de aire y de agua. Un mundo apenas por comenzar. Un mundo sin naturaleza, sin luz, sin explosiones de alas en el silencio. Sin embargo tuve la sensación de que por todas partes miles de ojos me miraban, nos miraban, y se plegaban al silencio de mi corazón. Que todo respiraba al unísono conmigo, aunque no lo supiera del todo. Que en una pequeña bolsa todo se comprimía, se hacía una bola, y a la vez todo se podía ver en su infinita individualidad y quietud. No sé si sentí miedo o ganas de desaparecer, pero algo de esto aun hoy en día se revuelca en mi memoria. También era consciente de una sensación camuflada de extraños matices y frecuencias y de la certeza a medias de que en los ojos del brujo lo único que podía leer, una y otra vez, era que no estaba preparado para el viaje que tanto había anhelado y cultivado en lo más íntimo de mi ser. Que no podía recibir su tiquete para hacerme merecedor de la prueba. Que el chamán sentía miedo por mí, su miedo, el miedo de las palabras, el miedo de todos, el miedo de nadie, el miedo del silencio… El miedo del miedo…

Así que no sé a ciencia cierta si ingerí o no el brebaje. Lo que sí recuerdo es que toda la noche y el día siguiente tuve una diarrea infinita y eterna. Algo así como si una divinidad poderosa tuviera problemas estomacales graves. Unos vómitos anales incontrolables. Una diarrea tan grande y densa, como el río que me había transportado hasta la tribu. Como la sonrisa de los niños que nunca acaba. Como las tetas de las indias multiplicándose en los racimos de un platanal sin límites. Como el placer de las indias mas jóvenes mordiendo a sus amantes bajo los árboles. Quizás fue el agua, o la chicha, o el pan hecho de yuca brava lo que puso a mi organismo al borde del colapso digestivo. O quizás lo poco o lo mucho de yagé que consumí durante la ceremonia. Lo cierto es que no lo sé, y la duda se agiganta en mi corazón y revive mi angustia, y cada vez que vuelven las imágenes de aquellos días deliciosos y destazados como un pollo de fiesta, se me pone la piel de gallina y el cabello pareciese que no fuera mío, y me dan ganas de tirarme por una ventana y hasta de quedarme bailando en las discotecas toda la noche… o mirando de reojo a las prostitutas en la calle que me miran con la misma pena y compasión con que se mira a un huérfano…
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Lo que si no puedo borrar de mi memoria es que soñé días y noches enteras y territorios sin tiempo y sin memoria. Soñé como un energúmeno que no sabe ni quiere más que soñar. Soñé que mi cuerpo entero estaba hecho para soñar y hecho de sueños. Soñé que era un sueño. El más real y objetivo de los sueños. Soñé que todas las mujeres de la tribu se me revelaban en lo más inalcanzable de mis deseos y que venían a beber en mi cuerpo como si se tratara de una fuente de agua inagotable. Una fruta desgarrada. Una medicina ideal. Que en ellas todo se cumplía. Que los niños flotaban en los túneles de mi cerebro como lenguas delicadas acariciándome la intimidad. Diminutas anacondas de luz acariciándome la lengua, calentitas en mis oídos, dormidas en mis huecos de amor… Que los monitos coronaban de gloria mi angustia, mi cuerpo caído, mi cuerpo vacío… Que cada árbol, cada piedra, cada gota de agua, cada cosa que desfilaba y se desnudaba en el pequeño espacio de mis ojos abiertos, me revelaba y me entregaba a manotadas, sin necesidad del instante, infinidad de «lenguas» hasta ese momento desconocidas para mí… pero que entendía a la perfección como si hubiese sido engendrado con ellas.

Sentí que todos y todo a la vez me pronunciaba y me decía, y entre más extraño me sentía, mas era yo sin serlo y sin saberlo. Sentí, además, que se me había regalado el poder extraño, pero ajeno a todo impulso y necesidad, de entenderlo todo, de mirarlo todo, de tocarlo todo y disfrutarlo todo, todo el tiempo que quisiera y sin tener que saberlo todo de todo. Incluso podía repetirlo todo como cuando se repite una comida deliciosa que nunca termina de satisfacernos del todo. Como se repiten los besos ya enamorados de su propia sombra. Como cuando un niño repite la misma película como si fuera siempre la primera. También vi, sin que mediara para nada la voluntad, que podía trasformar las cosas y los hechos y las circunstancias sin proponérmelo y sin que lo supiera del todo. Todo era lo mismo y lo otro y lo nada y lo nadie y lo nunca… La naturaleza entera como un solo cuerpo enamorado a la vez, pero igualmente con cada una de las formas especificas que la definían, me revelaba su lenguaje por primera vez y sin reservas… y en mi mente empecé a escribir como si se tratara de un libro todo lo que se me decía y se me regalaba. Escribía a raudales mientras me miraba escribir y me miraban, y disfrutaba de cada palabra escrita, la misma palabra, la palabra… Una sola palabra en las páginas del viento, del atardecer, de la sonrisa de las indias…

Cuando volví en mí y para mí, vi que mis compañeros de viaje estaban tendidos en la tierra como animales mal heridos y acosados por el cansancio. Como si acabaran de regresar de un viaje interminable. Solo ellos. Nadie más. Y yo, por supuesto, aunque con una extraña duda de ser yo. También unas vasijas de barro abandonadas a la orilla del río. La mujer tenía las piernas abiertas y un enjambre de moscas se deleitaba en el cansancio de su sexo desnudo. Los pezones hinchados y el estomago deliciosamente rasguñado. Había una sonrisa que se le extendía casi de oreja a oreja en sus labios. Una sonrisa que me arrancó una lágrima de felicidad. Los hombres tenían el pene dentro de un canuto de bambú. Sus ojos estaban abiertos como dos lagos impasibles al amanecer. El perro que me había acompañado durante el viaje le lamía la boca a uno de ellos, después al otro y después el sexo a la mujer.

Me sacudí la tierra que se me había pegado al cuerpo y fui hasta la maloca. Me vestí. No puedo, ni puede en ese momento entender o decirme el estado de ánimo en que me encontraba. Hacía fresco y el sol parecía hacerme guiños detrás de una nube. Recogí la mochila, me la eché al hombro y me fui hasta el río. El mismo indio que me había traído me esperaba ya de pie sobre la proa de la quilla con la misma sonrisa infinita en sus labios. Me subí a la quilla y tuve la sensación que era la única cosa que había hecho toda mi vida. Esta vez de pie en la popa, como el indio en la proa, iniciamos el viaje de regreso, mientras seguía memorizando, como si se tratara de una máquina maravillosa, cada una de las palabras que me dictaba la naturaleza.
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Sentí por un momento que había sobrevivido a una prueba desconocida y que la bebida maravillosa que había consumido o no, me había convertido en curandero, en chamán de mi propia identidad. Un brujo de ojos sin memoria, de palabras sin nombre… Cuando llegué a casa, después de varias jornadas agotadoras y sin haber aun sentido hambre, encontré a una de mis amigas dormida en mi cama. Pasaba con frecuencia y poco le importaba a mi madre. En la pequeña mesa que usaba para mis cosas personales estaba abierto un libro de Baudelaire. Me acerqué y leí palabra a palabra como si ya no fuera necesario leer: «La droga nos devuelve al centro del universo, punto de intersección de todos los caminos, lugar de reconciliación de todas las contradicciones». Me acosté al lado de mi amiga como un perro fiel velando su sueño… Un mosquito se paró en mi hocico y se quedó dormido…
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* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj-Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

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