Literatura Cronopio

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Ahora bien: de 1) y 2) se deduce que «El crítico se hace Dios» fue escrito antes del viernes 23 de agosto de 1991, pero no muy lejos de esa fecha. Y, adicionalmente, que fue escrito antes del boom del «Nevermind». Lo extraño es que, promediando dicho ensayo, se puede leer lo siguiente: «Trivialidades del rock. Dios, qué harto estoy de las trivialidades del rock. Ya ves tú, ¿qué voy a hacer cuando sea mayor si ya lo sé todo sobre rock’n’roll a los 19?». Ceñidos a la realidad de verdad, es imposible que Kurt Cobain tuviera 19 años a la hora de escribir «El crítico se hace Dios», simplemente, porque él inauguró la aventura de sus «Diarios» en 1988, y si nació el 20 de febrero de 1967, entonces tenía más de 20 a la hora de poner la primera letra. Sin embargo, ceñidos a la realidad simbólica, tener 19 a la hora de escribir aquel ensayo significa que, efectivamente, a través de él Kurt Cobain está abandonado el underground, pero no en cualquier punto de su historia, lo está haciendo justo en el momento en que se disuelve su banda seminal, Fecal Matter (1985 – 1986), y funda Nirvana, en el momento en que pasa de guitarrista a secas a ser guitarrista, cantante y compositor. Naturalmente, al contrastar la realidad de verdad con la realidad simbólica, dicho abandono se está haciendo en retrospectiva, lo que implica que, aún antes de que el «Nevermind» saliera al mercado, Kurt Cobain estaba arrepentido de haber formado a Nirvana [10]. Entonces, ¿Para qué formó a Nirvana, para qué dejó su hogar en el underground y se fue a retar las emociones capitalistas del pensamiento dominante? Precisamente para eso, para retar las emociones capitalistas del pensamiento dominante, como lo expresa en la página 183 de sus «Diarios», al hablar de una conspiración alternativa para hacerle contra a la conspiración corporativa de los noventa:

¡Están utilizando los medios de comunicación! Los medios
de comunicación. Las grandes discográficas. (Los malvados
opresores corporativistas —¡Dios, necesito un mundo nuevo!—,
los que están conchabados con el gobierno, aquellos contra quienes
se rebeló el movimiento underground a principios de los ochenta.).
El mundo corporativista permite por fin a grupos teóricamente
alternativos y subversivos obtener préstamos bancarios para que
den a conocer su cruzada. Está claro que no desembolsan préstamos
por esto, sino porque les parece una inversión rentable. ¡Pero
podemos servirnos de ellos! Podemos hacernos pasar por el enemigo
para infiltrarnos en los mecanismos del sistema y empezar a
corromperlo desde dentro. Sabotear el imperio fingiendo jugar su
juego, comprometerse lo justo para ponerlos en evidencia.

Por eso dejó Kurt Cobain el underground y para eso formó a Nirvana, para lanzarse en una cruzada alternativa contra el establishment. Utopía o acción política inverosímil por dos razones: 1) Porque toda iniciativa por alcanzar el mainstream proveniente del underground se convierte en un embrión vanguardista o en una vanguardia cuya tarea no es otra que negar lo establecido, quebrantar las normas dispuestas por una larga tradición. Si bien, esa negatividad es asimilada rápidamente por el establishment. El proceso de asimilación es simple pero eficaz: si se rompe un estereotipo se crea otro que, como el anterior, es explotado al máximo, se salta de un patrón a otro sin mediar riesgos y a eso se le llama diversificar la cultura. 2) Porque toda acción heroica siempre se vuelve contra su héroe progenitor en forma de tragedia. De 1) y 2), por lo tanto, se concluye que, como quedó consignado arriba, el mainstream es una tumba para el underground y viceversa. Sin embargo, Kurt Cobain sólo se percató de esa contrariedad esencial a la hora de escribir «El crítico se hace Dios», esto es, promediando 1991, cuando el proyecto Nirvana contaba tres años, había pasado de una disquera independiente a una multinacional, y el «Nevermind», su principal producto después de la marca Kurt Cobain, estaba en la puerta del horno, es decir, cuando ya no había marcha atrás. Pero desagreguemos ese par de productos para demostrar que 1991 era un punto sin retorno, que la vida de Kurt Cobain estaba determinada por las corporaciones a las que, paradójicamente, él trataba de poner en evidencia.
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¿Qué es el «Nevermind», cuál fue la lógica que ordenó su concepción? La respuesta se encuentra en la página 168 de los «Diarios», donde hay una reseña de Nirvana que iba a estar incluida en el «Nevermind», pero que nunca se utilizó: ««El punk es libertad musical. Es decir, hacer y tocar lo que uno quiera. Nirvana significa libertad lejos del dolor y el sufrimiento del mundo exterior y eso es lo que más se acerca a mi definición del punk rock», exclamaba el guitarrista Kurt Cobain. Nirvana intenta fusionar la energía del punk rock con riffs hard rock, todo ello en el ámbito de una sensibilidad pop». El «Nevermind», pues, fue una contradicción, fue el fruto, en primer lugar, de una interpretación errada, ahistórica, del punk por parte de Kurt Cobain, porque, si bien el punk, efectivamente, es libertad musical, no es una libertad, como afirma Kurt Cobain para el caso de Nirvana, que no tiene en cuenta el dolor y el sufrimiento del mundo exterior. El punk de verdad nació como una respuesta estética y política, sus tres acordes fueron un No estético a la música de máquinas, a aquella que separaba con perillas la música de su ejecutor, perillas y ecualizadores que, inexorablemente, convertían al músico en ingeniero de sonido. Sus letras, por su parte, fueron un No político al establishment inglés, a su paquidérmico sistema de clases y a sus hondas huellas sociales que se hicieron más evidentes con la crisis del petróleo de la década del setenta. Eso lo sabía Kurt Cobain y una frase de sus «Diarios» es la prueba: «Sex Pistols, Nevermind the Bollocks, un millón de veces más importante que The Clash». Inicialmente, ambos grupos ingleses tocaban punk de verdad, el punk de la doble negación, pero luego The Clash fue introduciendo elementos pop en su música [11], punk horadado por elementos pop que derivó, por ejemplo, en el New Wave, tendencia que, de medio a medio, odiaban Kurt Cobain y, por descontado, sus influencias del No Wave. Que Kurt Cobain supiera eso, que de su puño y letra saliera esa frase y la ignorara a la hora de ejecutar su proyecto Nirvana, es un indicio más de que su propósito era lanzarse en una cruzada alternativa contra el mainstream. Cruzada que sería teóricamente posible si fuera un guiño hecho a las masas, es decir, si se filtraba a través de un tamiz pop, esa es la segunda parte de la compleja contradicción que representa el «Nevermind». «Fusionar la energía del punk rock con riffs hard rock, todo ello en el ámbito de una sensibilidad pop» no es hacer punk rock, es, más bien, una hibridación seudo-productiva derivada de la intolerancia cero, propia del posmodernismo [12]. A eso se le denominó Grunge.

El «Nevermind», máximo puntal del grunge, no fue, por lo tanto, una fusión sino una fisión nuclear, la rotura de un núcleo que degeneró en una explosión contradictoria llamada grunge, luego, el grunge no fue otra cosa que un punk corporativo que se tradujo en millones de dólares. A propósito de millones de dólares, ¿Quién era la marca Kurt Cobain? Para una respuesta punk, esto es, sincera y de primer orden, sólo hay que abrir los «Diarios» en la cabalística página 211, en un ensayo titulado «OH, EL SENTIMIENTO DE CULPA… EL SENTIMIENTO DE CULPA», así, en letras de molde o mayúsculas sostenidas y firmado por «Kurt disclaimer-boy», algo así como «Kurt el exonerante» o «Kurt el renunciador», es decir, el que se está quitando un peso u obligación de encima, el Kurt Cobain de a pie, Kurt Donald Cobain que se separa de su marca registrada, que se baja del caballo y se quita su armadura grunge: «Me siento como un cretino escribiendo sobre la banda y sobre mí mismo como si yo fuera un ícono semidivino del pop rock americano o un producto confeso de una rebelión de preelaboración corporativista». Eso era la marca Kurt Cobain, punk rock predestinado por las grandes corporaciones, y, como todo lo que tocan las grandes corporaciones se convierte en distorsión, distorsionado por ellas: «¡NO SOPORTO EL ÉXITO! ¡AH, EL ÉXITO! ¡EL SENTIMIENTO DE CULPA! ¡EL SENTIMIENTO DE CULPA! ¡OH, ME SIENTO TAN INCREIBLEMENTE CULPABLE! CULPABLE por haber abandonado a mis verdaderos colegas. A los que son fieles de verdad». Abandono sanguíneo que, por supuesto, comenzó con la quema simbólica de los libros de Bukowski, la pesada carga underground que no concede. Y como, precisamente, el signo de Bukowski era no conceder, el último fragmento bukowskiano que quemó Kurt Donald Cobain, su favorito, ardió en sus manos hasta quemarle la yema de los dedos, un fragmento que, seguramente, transcribió en alguna libreta inédita y metafísica. Fragmento que, me voy a permitir escoger, engrosa la página 29 de «Lo que más me gusta es rascarme los sobacos», y que, como si fuera un fractal underground, es en sí mismo una obra, el cuadro de Bukowski frente a su pájaro azul, la autodefinición del Realismo sucio: «Siempre he admirado al forajido, al hijo de puta. No me gustan los buenos chicos de pelo corto, corbata y un buen empleo. Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y los destinos rotos. También me gustan las mujeres viles, con las medias caídas y arrugadas y con maquillaje barato. Me gustan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre los marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, la moral, las religiones, las reglas. No me gusta dejarme moldear por la sociedad». Ese es el mainstream del underground, la corriente principal de gustos y preferencias clandestinas. Y en eso, paradójicamente, en un hombre desesperado con el destino roto, fue convirtiendo a Kurt Cobain el corporativismo.

Pero antes experimentó la confusión, las cortinas de humo que adornan las contradicciones del sistema, en la página 279 de sus «Diarios», por ejemplo, corre alguna de ellas y nos deja ver un haz de luz en medio de la densidad óptica: «El colmo de la ironía es que son los periodistas los que están obsesionados con tratar de demostrar que los músicos no tienen control alguno sobre su propia creatividad y que están sometidos a la voluntad discográfica». Eso, a propósito de que los periodistas están sometidos a la voluntad dictatorial de un editor en jefe. Si bien, en esa dinámica de conductos regulares el colmo de la ironía es otro y el ironista era un Kurt Cobain a merced de la confusión. Porque si la obsesión de aquellos periodistas era demostrar que la creatividad de los músicos era un punto en el orden del día de una reunión de junta administrativa, esa obsesión no era una enfermedad sino una idea fija sana. Sana si se discrimina la procedencia periodística, entre independientes y no independientes. La tarea de todo periodista independiente y de cualquier medio de comunicación alternativo es esa, desvelar ese tipo de vicios. La de los no independientes, por su parte, es hacerlo para crear controversia, controversia que se convierte en contrapunto, en música para los oídos de registradoras aparentemente contrapuestas, en este caso, la del medio de comunicación y la de la discográfica. Así, como si fuera un ironista frente a su confusión, Kurt Cobain le echó leña al fuego, alimentó la controversia. Sin embargo, un ironista frente a su confusión es un ironista involuntario: Kurt Cobain, en el camino a la desesperación, en la vía del destino roto, lejos de su punto de partida, como si hubiera olvidado su procedencia, ya no diferenciaba lo independiente de lo no independiente. Esa controversia fue posterior al tercer álbum publicado por Nirvana, es decir, el segundo publicado con un sello multinacional y el primero después del «Nevermind» y su éxito masivo. Se tituló «In Utero», pero no debió titularse así, Kurt Cobain tenía una idea fija para ello, tan fija que, como si fuera un cortapapel mordaz, atraviesa unas 20 páginas de sus «Diarios»: «El título del disco es más bien negativo pero tiene su gracia. Se llama: I Hate Myself and I Want to Die». La gracia del título, sin duda, estaba en que Kurt Donald Cobain estaba sentenciando a muerte a su máscara corporativa, la marca Kurt Cobain. Y si una marca más que un producto lo que vende es un estilo de vida, entonces la estrategia de Kurt Donald Cobain para acortarle el ciclo a su vida artificial, sería producir «I Hate Myself and I Want to Die» con fuerza de trabajo clandestina, en el underground. Para ello contrató al mejor ratón de alcantarilla, a Steve Albini, el productor, entre otros, del «Surfer Rosa», el primer álbum de Pixies, grupo del que Nirvana usufructuó, especialmente en «Smells like teen spirit», sus transiciones ciberpunk, esto es, el encadenamiento de explosión y calma, la exteriorización del arte marcial interno que es Pixies.
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Como si fuera el sótano del mundo, Albini obligó a Nirvana a aislarse en Cannon Falls, Minnesota, además, como si él fuera el norte magnético de la brújula que apuntó a ese sótano, renunció al porcentaje que, por contrato, le correspondía de las ventas del «I Hate Myself and I Want to Die». Sin embargo, una vez terminado el álbum, como si fuera la metáfora del Kurt Cobain de entonces, todo fue confusión: que la disquera estaba insatisfecha con el producto final por una diferencia de sentidos, se había diluido el signo de dólar de sus ojos porque el sonido no sería música para los oídos del consumidor del «Nevermind». Que Kurt Cobain estaba muy satisfecho y que después no, y que su insatisfacción no estaba en función de la insatisfacción de su disquera. Kurt Donald Cobain, pues, se debatía entre él y su marca, entre el pensamiento alternativo y el pensamiento dominante, y en el caso del «I Hate Myself and I Want to Die», ganó el segundo, ganó la marca. Buena parte de la consciencia de Kurt Donald Cobain había sido enajenada por la lógica corporativa, enajenación que se puede entrever en la página 263 de los «Diarios», en el plan de marketing trazado por Kurt Cobain para el «I Hate Myself and I Want to Die»:

1. Sacar la versión de Albini: masterizada —un orden distinto
con el título I Hate Myself and I Want to Die, en LP de vinilo,
casete y 8 pistas. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Albini, créditos como productor y técnicos de mezclas. Con una
pegatina que diga: «El último disco grabado en estudio de
NIRVANA para el 93. Contiene «Heart Shaped Box», «Rape Me» y
12 temas más».
Venta al público: de venta en tiendas de discos pequeñas y allí donde
haya vinilos.
¡¡¡NO ENVIAR PROMOS!!!
2. Un mes después: tras numerosas críticas y artículos pésimos sobre la
exclusividad intransigente del nuevo disco editado únicamente en
vinilo, casete y 8 pistas, sacamos la versión remezclada y regrabada con
bajo y guitarra acústica con el título: Verse Chorus Verse en LP de vinilo,
casete y, Dios nos libre, CD. Con una pegatina que diga: «Este álbum
es la versión de compromiso de conmutaciones de unidades de radio
amistosas de la que, por cierto, NIRVANA están sumamente orgullosos.
Contiene «Heart Shaped Box», «Rape Me» y 10 temas más».

La esencia del plan de marketing se circunscribía en esa secuencia de dos pasos, el primer paso dirigido al underground, al público alternativo, y el segundo apuntando la flecha envenenada al corazón del mainstream. La composición del veneno era tan sencilla como amoral, química para niños menores de diez años: re-mezclar el «I Hate Myself and I Want to Die» producido por Steve Albini. Finalmente, no se siguió el plan trazado por Kurt Cobain, al menos al pie de la letra: se obvió el primer paso y se ejecutó el segundo, Bob Ludwig re-mezcló el trabajo de Albini y el «I Hate Myself and I Want to Die» pasó a llamarse todo lo contrario, «In Utero». Además, la canción que bautizaba el álbum no manipulado, su homónima, «I Hate Myself and I Want to Die», fue descartada, abortada del «In Utero». Luego, lo que para Kurt Donald Cobain era odio y muerte mezclados, ganas de morir, para Kurt Cobain, su marca registrada, era largo plazo, gestación y mercado, intermediación instintiva, necesidad creada y necesidad satisfecha instantáneamente. Sin embargo, como lo demuestra la página 307 de los «Diarios», ninguna ilusión es inquebrantable, si uno de los elementos de una dualidad termina por imponerse, el otro toca fondo y se convierte en un peso muerto que tensa los hilos de la existencia entre ambos hasta la ruptura: «El año pasado gané unos 5 millones de dólares. […]. Pero no pasa nada porque hace unos años opté por permitir que los blancos corporativistas me explotaran y me encanta. Me sienta bien. Y no pienso donar un solo dólar al puto régimen fascista indie, siempre tan necesitado. Ya se pueden morir de hambre. Que coman vinilo. Para él todas las migas. Yo podré vender mi culo carente de talento durante años gracias a mi condición de figura de culto». Con esas palabras que, prácticamente, son el colofón de los «Diarios», Kurt Cobain, la marca registrada, se consolida como un estandarte del mainstream y, como enemigo filosófico del indie, se impone sobre Kurt Donald Cobain, quien, no obstante, como un último recurso desesperado, desvanecido su espíritu alternativo, explota la forma. Una buena representación de esa explosión, del rompimiento de esa dualidad antitética, la hace el director de cine indie, Gus Van Sant, en «Last Days», su versión libre de los últimos días de Kurt Cobain. La representación sería inmejorable si no estuviera tan horadada por el catolicismo, aunque los «Diarios», la expresión de lo más íntimo de Kurt Cobain, también están muy permeados por esa doctrina. Como si siguiera la consigna de la catarsis dictatorial de Tom Waits en «Small Change», esto es, liberación o muerte, liberación o mutismo, «Last Days» muestra a un Kurt Cobain muy silencioso, la palabra justa sería fantasmal si el silencio no fuera roto por el procesamiento lógico de la confusión absoluta, es decir, por balbuceos. Kurt Cobain balbucea, generalmente, cuando tiene a un interlocutor en frente, luego, no se comunica. Es el último hablante de un lenguaje desconocido que, sin interlocutores, está muerto. De ahí que, en «Last Days», Kurt Cobain habla un lenguaje muerto que representa balbuceos de muerte. Entre el mutismo, que es la muerte artística, y los balbuceos de muerte, llega la escena final de la película: Despuntar de un día soleado. Un jardinero atraviesa un jardín con algún propósito relativo a su oficio, la premura lo deja en evidencia. Camina hacia la cámara. La cámara le cierra el paso y, cuando él se inclina para recoger un balde, le distorsiona los rasgos de la cara. El nomen nescio gira y, mientras se aleja de la cámara, a mitad de camino, encuentra el cadáver de Kurt Cobain. Lo ve a través de un ventanal. Rodea la casa en busca de otro ventanal, para verlo mejor, o, como si la casa fuera un isométrico de primeras impresiones, para reconocerlo por partes. Ahora la cámara está detrás del nomen nescio, a la altura de sus rodillas, como si fuera un perro al lado de su amo. Los ojos del perro le apuntan a las suelas de los zapatos de Kurt Cobain, es una visión animal, pero también amistosa y fiel. Los zapatos son los de siempre, unos Chuck Taylor, unos Converse básicos. Hoy Converse pertenece a los fetichistas de la mercancía, a Nike, que comercializa Chuck Taylor con la firma bordada de Kurt Cobain y, por eso, su precio está inflado muy por encima del precio de los básicos que, por ejemplo, el firmante ausente usó hasta el final [13]. El firmante ausente yace boca arriba, jeans desgastados, buzo de lana desgastado. El nomen nescio retrocede un paso, por poco atropella al perro, al testigo oidor, y, apenas retrocede otro, del interior del firmante ausente, de las entrañas del cadáver de Kurt Cobain, emerge su cuerpo al desnudo, Kurt Donald Cobain. Hay un corte y se ve un televisor transmitiendo la noticia. El titular de la noticia es: Kurt Cobain pertenece al mainstream y su cuerpo al desnudo, el errante Kurt Donald Cobain, pertenece al underground, vaga por su espíritu independiente. Si esa fue la última escena, la inmediatamente anterior retrata el rompimiento definitivo entre Kurt Cobain y Kurt Donald Cobain, pero visto en la expresión de los ojos del segundo: Kurt sale de una especie de túnel, la cámara se queda en la boca del túnel. Las líneas de su chaqueta apenas se ven, se vislumbran sobre un fondo cerúleo similar al color de la noche que le va dando paso al amanecer. Ahora la cámara lo sigue, una última caminata sin sentido. El camino es ascendente, una casa alta se va dibujando de a poco. Kurt la rodea y desemboca en otro camino. Extiende los brazos como una bailarina de ballet y gira un par de veces sobre su propio eje, desvariando como un danzante místico. Aunque no sería fácil reconstruir esa caminata de la razón oculta, a cada paso, Kurt va dejando un rombo dentro de otro, las huellas de sus Chuck Taylor. Esos Converse, blancos o negros, tal vez la única dualidad constante de su existencia. Fin del camino, Kurt frente a una puerta ventana. Al mejor estilo de Gus Van Sant, lo apremia con la cámara para que entre rápido, pero, al mejor estilo de sus actores, Kurt no hace caso. Primerísimo primer plano de sus hombros mientras entra a una sala y se sienta en el piso. No bien toca el piso, como si fuera un acto reflejo, se quita las gafas, son gafas de sol, de mujer, estilo cat eye, el carey es verde fosforescente. La cámara lo mira de soslayo, mientras Kurt fija sus ojos en un punto ciego para el espectador. La altura de ese punto es la de los ojos de algún noctámbulo imaginario que ha pasado la noche sentado en un sofá imaginario, esperándolo. A lo mejor se trata de Boddah, su amigo imaginario de la niñez, que viene desde el pasado para persuadirlo, para refrescarle la memoria y achicar la melancolía. Kurt lo mira largamente, sin parpadear, un minuto y dos segundos de la película, de «Last Days», sin parpadear. Estar tanto tiempo sin batir los párpados es una transgresión, en este caso, de orden narrativo. Luego, estamos experimentando un salto de realidad, desde los muros del mundo hacia una realidad interior. La realidad interior es una sinestesia, en la que Kurt canta con los ojos durante un minuto y dos segundos de tiempo real, prosaico.
(Continua página 3 – link más abajo)

1 COMENTARIO

  1. Este debe ser el artículo más interesante y bien escrito que he leído en internet. Que fascinante leer los modos en que tantos personajes que admiro se influenciaron mutuamente, y que bien escrito, notable.

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