Literatura Cronopio

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Leticia

SI ACARICIAS A LETICIA, QUE SEA CON LAS MANOS LIMPIAS

Por Vicente Vásquez*

A mi amigo
David Samayoa

—¡Petronilo, qué gusto verte!

Petronilo y Felipe, se encontraron en los bulliciosos muelles de Santo Tomás de Castilla. Ambos son marineros de carrera. Egresados de una de las mejores academias; la que fue creada, precisamente, para atender los requerimientos de las flotas mercantes, siempre necesitadas de navegantes de sólida formación profesional. Y además, a lo largo de los años, han sido compañeros en varias jornadas náuticas.

—Gracias, Felipe —y rubricaron su amistad con un generoso y espléndido abrazo—. El gustazo es mío.

—Me contaron que andabas de viaje. ¿Cuándo regresaste?

—Apenas hace un par de semanas, mi hermano.

—Pues, contame cómo te fue. ¿Qué hiciste?

—Pues, hay vas a ver. Tres meses tenía de estar sin trabajo, vos, y asustado, veía como mis ahorros desaparecían —en esos días, el desempleado tuvo la alarmante sensación de que sus reservas económicas se le esfumaban con la misma celeridad con que lo hace la niebla marina al calentar el sol —; pero de repente, cuando más lo necesitaba, tuve la suerte de ser citado a las oficinas centrales de una naviera, cuyo nombre me reservo.

—¿Y por qué chingados no me podés decir el nombre? —protestó Felipe, con gesto adusto—. ¿Acaso no somos cuates o ya no soy de tu confianza, pues?

—Tranquilo, mi hermano. Que no se trata de eso. Vos me conocés. Y sabés que siempre he creído que ser discreto evita que uno se meta en babosadas. Además, tarde o temprano, esa manera de ser, rinde sus frutos, vos. Pues nunca faltará alguien que se dé cuenta de esa tu bonita cualidad y te tenga en mente para la realización de encargos especiales, en donde la reserva y la confianza son necesarias. Y así me sucedió a mí.

Para Petronilo, la discreción es un atributo muy apreciado en las personas, tanto o más que la belleza física. La primera adorna el alma y la segunda al cuerpo. Asimismo, la primera condición no se eclipsa con el paso del tiempo, por el contrario, se acrisola como el buen ron al añejarse, mientras que la segunda, tan apetecida y envidiada, se marchita, al igual que las flores, al rumbear hacia su ocaso.

—A ver, contame, pues.

—Pues bien. De inmediato me presenté a la naviera —llegó a la cita con la vista puesta en la luz de un faro imaginario que lo libraría de los escollos de la cesantía y que lo condujera a un puerto seguro, en donde establecería su base para el logro de sus aspiraciones económicas—. Y tuve la agradable sorpresa de encontrarme allí, a siete ex compañeros; marineros, como nosotros. Además, para nuestra tranquilidad, allí estaba el viejo Sigurd —se trataba de un veterano lobo de mar, capitán experimentado de origen nórdico y de gran reputación—; vos lo conocés y no me negarás que es uno de los de más confianza dentro del gremio. Y para nuestra buena suerte —agregó con una sonrisa de satisfacción—, el grupo se completaba con un cocinero, quien conocía nuestros gustos y sabía la manera de complacernos.
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Todos los convocados, en ese momento, se encontraban flotando al garete en el tenebroso mar del desempleo y habían sido llamados para sustituir a la dotación completa de un barco mercante de calado medio, moderno y completamente automatizado que, para su operación, requería de pocos tripulantes.

—Se nos explicó que se trataba de un viaje en donde la discreción y la confianza eran importantes. Que, conociendo nuestros antecedentes, nos habían seleccionado con sumo cuidado y que creían que nosotros éramos las personas indicadas para la realización del trabajo. Luego, al ver que nos veíamos unos a otros como preguntándonos: ¿y éstos qué se traen?, nos dijeron que nos pagarían los salarios acostumbrados más una generosa bonificación. Ingresos que, desde luego, nos parecieron apetecibles y todos aceptamos de inmediato.

—¡Qué suerte, hermano! Yo hubiera hecho lo mismo.

—¿Sí? Pues, la nave, que por las mismas razones de discrecionalidad, llamaré Albatros Dorado, se encontraba en Holanda, en un astillero del puerto de Rotterdam, en donde era sometida a labores de mantenimiento rutinario, más algunas adaptaciones necesarias para cumplir con su cometido.

A los pocos días, después de firmar el contrato laboral, todos los citados, con una copa en la mano y dentro de una confortable nave aérea, brindaban por su buena suerte y volaban felices, rumbo a los Países Bajos, sintiéndose como turistas adinerados en viaje de recreo.

—Pues bien. Nos fuimos por la vía aérea y como te podés dar cuenta, al parecer, no se escatimaban gastos —agregó Petronilo, con una sonrisa que se enmarcaba entre la satisfacción y el misterio—, pues la misión encomendada a nuestro capitán, y que sólo él conocía, suponíamos, cubriría con creces los desembolsos que causaba nuestro traslado y que incluía, desde luego, la repatriación de la marinería que estábamos substituyendo.

—Y decime, ¿qué razones les dieron a la dotación que remplazaban, digo, para justificar su intempestivo cambio?

—Aún lo ignoro. Además, no era, ni es de mi incumbencia.

—Sí que sos discreto, pues.

—Dejame continuar; escuchá. Levamos anclas en Rotterdam —y con la expectativa con la que se inicia cualquier viaje, buscaron el océano a través de las congestionadas aguas del río Mosa, que por su alto tráfico, más parece una moderna autopista que una vía fluvial— y salimos al Mar del Norte con los tanques de lastre llenos de diesel. Combustible que utilizaríamos para nuestra misteriosa travesía, que a no dudar, sería larga. Prácticamente no llevábamos carga, las bodegas estaban desocupadas. Sólo transportábamos algunas cisternas llenas de gasolina de alto octanaje, de esas que se usan para las naves aéreas y además, una gran cantidad de toneles vacíos. A los equipos del barco les habían agregado dos bombas neumáticas, de las que sirven para trasvasar líquidos.

—Interesante, mi hermano. Interesante.

Como la curiosidad no es ajena a la naturaleza humana, a los tripulantes del navío, les roía las entrañas, pero se les pagaba bien para no hacer preguntas y mitigaban sus inquietudes, pensando en la recompensa final.
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—Sólo sabíamos que íbamos rumbo a un puerto fluvial situado en territorio colombiano y que para llegar a ese destino tendríamos que remontar el río Amazonas.

—¿El Amazonas?

—Sí, vos. Claro, no éramos novatos en el oficio, pero para nosotros, éste era un recorrido novedoso, fuera de serie.

Para ese grupo de marinos, fogueados en las inquietas aguas de los siete mares, esa travesía les resultaba exótica. Les despertaba expectativas e ilusiones ante lo desconocido y los hacía soñar con hambrientas pirañas, terribles anacondas y desde luego, con tribus peligrosas y salvajes. En resumen, les parecía una odisea de película que los emocionaba, a tal extremo, que ya se veían como los protagonistas y héroes de una superproducción fílmica.

—¡Púchica, mi hermano; yo nunca he tenido una travesía como ésa!

—Para mí era la primera vez. Olvidate de navegar en el Río Mosa u otros similares, esos no cuentan —respiró hondo y luego continuó—. Pues fijate, que ya en alta mar, en aguas internacionales del Océano Atlántico y al amparo de la soledad, se nos ordenó trasegar la gasolina, de las cisternas a los toneles y luego, los pesados recipientes vacíos, con la ayuda de las grúas del barco, los arrojamos al mar y como flotaban, los llenamos con agua para que se hundieran.

—¡Qué desperdicio!, vos Petronilo.

—¡Claro!, y a nosotros nos dolió. Esas babosadas estaban en buen estado, vos. Se podían utilizar muchas veces más y si por alguna razón ya no las querían, nada les costaba cedérnoslas; luego, las hubiéramos vendido y así obtener unos lenes extras. Pero ése era el convenio pactado entre quién sabe qué partes y se cumplió al pie de la letra —El océano, fiel guardián de mil y un misterios, tenía un secreto más, escondido en la profundidad de sus ocultas intimidades—. A nosotros sólo nos quedó comentar en voz baja que el combustible así manipulado, llegaría a tener un costo final muy elevado y especulábamos que su utilización tendría que gozar de óptimos rendimientos para compensar semejante precio y aun obtener ganancias qué, en última instancia, es lo que se persigue en todas las transacciones comerciales. ¿No creés?

—Ni modo. Y luego, ¿qué?
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—A los pocos días, ya en jurisdicción brasileña, antes de ingresar al río y para cumplir con los requisitos internacionales de ley, nuestro capitán contrató los servicios temporales de un piloto experimentado en la travesía fluvial y empezamos a navegar aguas arriba por el río más caudaloso del mundo.

—Y no olvidés —lo interrumpió Felipe, con un gesto de erudito—, que hoy es reconocido también como el más largo de la Tierra.

—Sí, así dicen. Íbamos rumbo a la parte alta, en donde se encuentran tres de los principales puertos: Iquitos en el Perú, Leticia en Colombia y Manaos en Brasil.

—Oye, prácticamente como quien dice, estaban penetrando en el corazón de América del Sur.

—Sí, pero no tocaríamos otros puertos, sólo el de la margen colombiana.

—Sabés, me tenés intrigado.

—Igual estábamos nosotros. Y antes de arribar a nuestro destino, escuchá, en un remanso solitario, nos esperaban varias barcazas camufladas, debidamente protegidas y custodiadas por hombres armados, quienes se desplazaban en lanchas rápidas. Y vieras, vos; con la agilidad y al mejor estilo de las incursiones piratas, sus tripulantes se encargaron de recibir los toneles del combustible de alto octanaje, acomodarlos en sus embarcaciones y luego se dispersaron, sepa Dios hacia dónde.

Los émulos de los míticos piratas de antaño, pero contando con el auxilio de los equipos que les brinda la modernidad, después de la peliculezca maniobra y acompañados por la música de fondo que les brindaba la generosa lluvia de sonidos propios de la jungla, desaparecieron con rumbo desconocido, haciendo gala de la agilidad que poseen los casi extintos delfines rosados de ese importante cuerpo de agua.

La región, por sus características, es el lugar apropiado para evaporarse sin dejar huella, en cualquiera de las tres riberas limítrofes y aún en las extensas selvas circundantes del Amazonas.

—La costosa operación había sido realizada según lo planificado. Sólo nos quedaba especular en voz baja sobre el destino que se daría a la gasolina que, a no dudar, sería utilizada en operaciones ocultas y de gran rendimiento económico.

—¿Drogas, mi hermano?

—Qué sé yo. Vos, imagínate lo que querrás. Continuamos el viaje y con las bodegas vacías.

Atracaron en los muelles del puerto colombiano, con la apariencia de niños inocentes, tales como aquellos que, vestidos de blanco, se aprestan a recibir su primera comunión.

Pasaron las exhaustivas inspecciones a que los sometieron las desconfiadas autoridades de la Capitanía de Leticia, quienes sospechando que algo no marchaba bien, revisaron la embarcación de proa a popa, de estribor a babor y desde los entresijos de la sentina hasta el puente de mando, antes de darse por satisfechos.
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Los tripulantes del Albatros Dorado, hombres diestros y forjados en las faenas marítimas, se sentían en ese momento, pero sin desmerecer en lo mínimo, como marineros de agua dulce, pero orgullosos de haber recorrido con éxito las aguas de tan singular río. De esa manera complementaban la carrera que apasionó sus vidas y que los hizo viajar por todo el mundo.

Después de pasar un par de días de placentero descanso y de convivir con atractivas y complacientes chicas de tarifa prepagada, a las que se les podía cancelar sus deleitables servicios con cualquiera de las cuatro monedas de mayor circulación del lugar, procedieron a cargar olorosas planchas de plywood, destinadas a surtir los mercados de Centroamérica, justificando de esa inocua manera la razón de su azaroso y bien pagado periplo.

—¿Y después?

—Ya te lo podés imaginar. Habíamos concluido con el misterioso viaje y regresábamos a nuestras casas, felices, sanos y salvos, disfrutando por anticipado de la paga que nos aguardaba. Y cada vez que nos veíamos, no nos podíamos contener y las sonrisas afloraban en nuestros rostros, y con tono chacotero nos repetíamos, como si se tratara de una milagrosa mantra: para evitarte problemas con la justicia, si acaricias a Leticia, que sea con las manos limpias.
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*Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala, 1939) ha publicado seis libros de cuentos y una novela, ha obtenido varios premios literarios a nivel nacional, participado en varias antologías a nivel internacional y publicado en revistas, entre las que se pueden mencionar: Revista Maga, Panamá; Revista Camagua, España; Revista La Ermita, Guatemala; y en periódicos, tales como: El Heraldo de Chiapas, México; Siglo XXI, Guatemala; Diario Noticias, Perú. Correo–e: chentevasquez@hotmail.com

4 COMENTARIOS

  1. ¡Me encantó el cuento de Chente! Como siempre, una narrativa excelente, que nos mantiene expectantes hasta el final.

  2. ¡Excelente! Al leer me involucro en tu cuento. Esto es, pareciera que soy parte de la tripulaciön. Felicitaciones.

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