Literatura Cronopio

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Aullidos

AULLIDOS DE MI SIERRA

Por Luis Antonio Ismael*

Oración por los difuntos:

Huiñai causaita joi, Taita, paicunaman.
Huñai canchai cancharichun ñahuincuman. Amén.

Con la oscuridad inmediata de la noche, se viene el charco de aullidos. Aullidos y explosiones que retumban en los cerros, que bajan resbalándose por las aguas de las quebradas, haciéndolas hervir; que suben por las faldas de los cerros arruinando sus pastos verdes. Aullidos y explosiones que infectan el aire, con olor a pólvora, azufre, a infierno… y da bastante desconcierto, miedo, y eriza la piel.

Don Hipólito nervioso dice a su mujer:

—¿Sabes Santosa?, ya mi cuerpo se ha acostumbrado a sudar frío igual que el nevado. Cómo quisiera que estas mantas nos cubran de todo este miedo. Mis manos y mis pies hace tiempo que no tienen sangre; ellos llevan el mismo frío del pánico de la noche. Lo único que está caliente en mí, es mi pecho, por este corazón que quema, que suena a tambor lejano, como contando las desgracias con sus latidos, y me hacen doler las costillas, como si me las quebraran… Santosa.

Es por la noche que toda la sierra, los cerros, ¡Todo!, se llenan de esto, se nota que están en una condición de reventar, al igual que un volcán, o como los nervios y las ampollas del cuerpo de don Hipólito, que no aguanta más.

Doña Santosa toda inquieta responde:

—Por favor, cállate Hipólito, vuélvete mudo si vas a continuar murmurando así, mejor es que no dejes hablar a tu miedo; tu siempre has tenido la fuerza de poderte controlar. Así fue como dominaste a los demás y fuiste el mandamás en la comunidad, por mantenerte callado y duro como las piedras duras y frías; el no hablar nunca de tus miedos, si por este lado te tumbas; ¿qué va a ser de mí Hipólito, si sabes que dependo de ti?, ¿y qué será de las pocas tierras que nos quedan? Ellas no producirán más si te acobardas. Cállate si vas ha hablar mal, te pido que te olvides que estas aquí en este mal tiempo. Dale uso a tu razón y olvídate de este mal sentimiento que viene de afuera, atravesando ya de una forma anormal tu corazón, y se adueña de ti. Mejor bebe únicamente por esta vez los tragos de aguardiente que quieras y calma tu angustia. Y ya ebrio, tal vez mejor te animes con estos tragos fuertes y cantas cualquier cosa, o mejor silbas ese huayno que desde siempre te ha gustado, sílbalo o cántalo Hipólito, hazlo, pero bien fuerte dentro de tu corazón o dentro de tu cabeza, para que así huyas de este mal sentimiento. Acuérdate de tu pasado, cuando risueño tocabas la chirimilla, y me hacías bailar con esa música. Ahora llena tu cuerpo de ese recuerdo, llénate de ese huayno, con la tonada de la chirimilla, que con esta esperanza, nosotros duraremos más en éste lugar. Pero por favor ya no hables de todo el miedo que hay afuera, que yo no soy ciega ni sorda y también me doy cuenta; pero ¡por favor ya no repitas este miedo que nos rodea!, que así lo atraes más. Cállate Hipólito, que las mujeres tenemos más miedo que los hombres. Y comprende que el valor o descontrol tuyo es el que me contagia como esta sierra.

Don Hipólito, al escuchar atentamente a doña Santosa la reprimenda que le daba, recordó aquel día funesto para él, cuando su padre a punto de fallecer le aconsejó:

—¿Sabes Santosa?, ya mi padre estando grave, casi expirando, me aconsejó. Que en momentos difíciles e inexplicables de la vida, iguales a estos que hoy estamos pasando, mirara y escuchara con mucha atención mi momento presente, que observara con la mayor concentración de mis sentidos y de mi vida, todo lo que me rodeara o asombrara. Y ya casi agonizando mi padre terminó por explicarme: «Luego mira tu mano izquierda y con tu mano derecha jala tu dedo del corazón; si tu dedo del corazón no se estirara es que estás vivo, y si tu dedo se estirara es que puedes estar durmiendo o mejor dicho soñando; o tal vez estarías muerto. Este secreto es para que recobres conciencia verdaderamente de tu estado; en el que te encuentres». Mi padre en su agonía intentó jalarse el dedo del corazón; pero no lo logró porque expiró. Pero, ¿sabes Santosa? yo sé que él sí se estiró su dedo, en su otro mundo. Porque sé que las almas pasan completas, con sus cinco sentidos a esa otra dimensión de los muertos. Y ahora por consejo de él y por el secreto que me explicó; jalaré mi dedo del corazón, que es éste. Y acabaremos hoy mismo con todo este misterio tan raro que vivimos aquí.

Y ya en el intento de halar su dedo anular. Doña Santosa no le permitió, cogiéndole con ambas manos las manos de él.

—No intentes ésta locura, ésta desgracia, Hipólito. Que a mí me da miedo descubrir nuestra verdadera realidad; aunque como mujer ya algo intuyo. Pero yo no quiero comprobar si estoy con vida, o si estoy soñando o estoy muerta; sabes Hipólito las tres cosas me aterran; y prefiero que la respuesta caiga por su propio peso, eso es inevitable para los dos, y sería lo correcto; porque nada sucede al azar en la aventura de esta vida, para nadie; y aquí en este mundo hay una lección que debemos aprender para alcanzar nuestro propio destino, para lo que fuimos creados. Además ya te he dicho que las mujeres tenemos más temor que los hombres. ¿Por qué nos situaremos en más apuros de los que tenemos?… Pero Hipólito, eres cerrado de entender. Quiero que comprendas que lo que yo deseo es que me des una esperanza buena, aunque sea una ocurrente mentira; que yo creeré en ella concentrándola en mi corazón.

Y afuera de la choza, la misma manía de ésta desgracia: los aullidos y las explosiones, el llanto de las lechuzas malagüeras que se han escapado del cementerio, y se han arrimado más acá, ya cerquita de ellos. Para este momento los cuerpos humanos que quedan todavía en la comunidad, permanecen escondidos en la oscuridad de la noche sin luna; únicamente el sentido del oído agudo de los comuneros transita pegado al viento aguaitando por todos los caminos de herradura las explosiones y todos los miedos. Es agosto y los ventarrones helados se filtran a través de las quinchas y las paredes de las chozas.
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—Hipólito, sé hombre por esta vez por favor, y abrázame con fuerza, que no eres tú, si no yo, quien necesita la fuerza que tuviste; que soy todavía tu mujer y te lo pido; por que todo este frió malo, se me ha colado por la espalda. Abrázame que las mantas están hechas del mismo frío helado del granizo —y ambos se abrazaron, cubiertos por las mantas, amontonando sus cuerpos en un nudo y tratando de calentarse con sus alientos.

Y afuera las explosiones, el demasiado frío para esta temporada de estación; y todo el daño que aloca, todo este daño traido acá por contagio de ideas de otros sitios a estas tierras. Si hasta recién, recuerdan, los que quedan, todo estaba tranquilo y sereno. La dimensión pasiva que reinaba en ésta sierra, y que todos los sentidos humanos apreciaban, especialmente los ojos, lograban medir a pleno día y ver la bondad de algún dios en el cielo azul, limpio de nubes; y cuando los paisanos alcanzaban las crestas de los cerros, miraban el horizonte completo lleno de armonía. Y luego, esto, lo malo, lo venido por tierra reptando como una serpiente, cargado de veneno y maldad; ¡sabe Dios de donde salió!… tal vez de algún infierno que vino a cobrar algún castigo.

Todo comenzó así, como si callera una estrella fugaz del cielo, un día sin importancia, para luego transformarse en una eternidad. Y por esto, es que cambió el sentimiento de todos los comuneros; volviéndose más silenciosos, peligrosos y retrecheros, parece ya tanto tiempo de esto… un pasado con todos sus días atroces.

Pero por las mañanas todo parece tranquilo, pero es engañoso, el sol sale con el canto perdido de algunos gallos, mas el ladrido de los perros chuscos y flacos, que ya tienen algo de coraje y ante cualquier susto ladran, y que se han quedado sin dueños, buscando sin cansarse con el olfato las huellas de sus amos que por algún sitio se han perdido. Los pocos árboles frondosos que se secarán obligatoriamente, no por falta de lluvia, muestran en sus troncos marcas quemadas de las explosiones… hasta ellos también ha sabido llegar la maldad.
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Doña Santosa le recuerda a don Hipólito algo que se le ha perdido en la memoria de él y le dice:

—¿Te acuerdas, Hipólito, de aquella loma, de esa loma llena de bondades, desde donde viste por primera vez el campo lleno de flores de la estación? ¿Te acuerdas cuando corriste como un puma tan rápido y veloz como el viento, por alcanzar esa lindura; y yo te seguí por curiosa también detrás como si fuera tu sombra? ¡Qué lindo día completo fue ese, Hipólito! Lindo día que quedó estático en mi corazón. Tú recién te estabas haciendo hombre, y yo dejé de ser niña esa vez. ¿Recuerdas cuando al final llenaste mi pelo de las diferentes flores que apurado recogiste por ahí? Pero más feliz fui cuando llenaste mi cuerpo de toda tu hombría y me dijiste que por lo que había sucedido, estarían unidas nuestras vidas para siempre, tu voz sonó a pura verdad y te creí; es que fuimos una sola carne y eso me gustó. Deseo que ojalá regresen esos días de bondades, Hipólito, para que así junten sus vidas otros jóvenes, como nosotros juntamos las nuestras.

Don Hipólito algo reflexivo por el recuerdo de su mujer dijo:

—¿Sabes, Santosa? mejor es que no hayas visto este campo por ahora, cómo está, cómo ha quedado por las explosiones. Mejor es que sea así, que mires tus recuerdos con nitidez, que veas esas flores que brotaron de la buena estación, y tú lo sostienes en tu memoria como una esperanza. Yo te agradezco que sea así, que hayas logrado juntar todos esos bellos recuerdos para mí. Tú al menos tienes ojos para ver tus recuerdos llenos de primavera. En cambio para mí parece que eso hubiera sido un sueño borroso. Ya hace tanto de eso, que ahora no se ni cómo fueron nuestras caras de jóvenes por esos tiempos. Pero sí recuerdo tus hermosos ojos, que tenían la forma de los ojos del venado, todos grandes de color choloque, que se cerraron femeninamente, permitiéndome hacer lo que hice con nerviosismo a esa edad en tu frágil cuerpo de adolescente; me atreví a amarte y fue la primera vez que sentí el amor, Santosa. Pero ahora, ya después de tantos años, ni me acuerdo cómo se veían ya llegada la noche de aquel día el reflejo de la luna y las nubes en esas charcas de agua. Todos los recuerdos se me han ido y se me siguen yendo, hasta mi poca conciencia que me queda está que se marcha por alguna parte de mí. Si al menos pudiera dormir un poco, si pudiera cerrar mis ojos y diluirme con ese sueño de lo que tú vez en tus recuerdos de las lomas llenas de primavera, ahora me dormiría con la confianza de que tú cuidarás mi descanso. Pero tengo el temor que al cerrar mis ojos, los aullidos no me dejarán despertar jamás… y la verdad no soy de piedra como tu crees, por que tengo tanto miedo a esa dimensión extraña; a la que creo iría a parar si me durmiera.
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Y por las tardes, el sol siempre tiene la misma manera de marcharse, de ocultarse por el oeste, por detrás de los cerros de allá. El sol se hunde todo rojo como una herida movible del cielo; herido se esconde, para reaparecer al día siguiente como si nada. Pero ahora su ausencia, ya en la oscuridad, hace que regrese el temor, que empiece el susto, hasta en los perros se notan que ya temen ladrar y se espantan; hay algunos chuscos que bien a lo lejos aúllan; y más de tarde ya en la misma noche, se empieza a vivir la verdadera realidad.

Don Hipólito nervioso le cuenta a su mujer:

—¿Sabes, Santosa? el otro día, don Dolores se llenó de coraje y salió a ver todo lo que a nosotros nos da miedo. Dice su mujer, que don Dolores llegó luego botando espuma por la boca, y dice que sus ojos tenían la mirada de haber visto lo verdaderamente malo. Don Dolores cuenta que el cielo estaba herido, lleno de sangre, como la de cualquier cristiano: sangre roja tinta y fresca, parecía que le iba a caer como lluvia, y que las estrellas desde este mismo cielo se soltaban de cansadas, con un ruido atroz. Y dice que hasta la luna por culpa de los aullidos, ha sido transformada como un cántaro de barro lleno de lágrimas; y que aquí abajo por las quebradas oscuras, sombras parecidas a nosotros los humanos de diferentes bandos se enfrentaban entre sí, sin ningún respeto a la vida. Don Dolores llegó a su choza lleno de pesadillas. Pero con la limpia de brujería que le dieron después, se repuso en algo de ésta impresión, aunque ha quedado malogrado del alma y la cabeza. Pero así, con todo, el viejo trastornado ha tenido la hombría de marcharse, de irse de este sitio, esa hombría de hacerse ingrato a sus tierras; a la que todos nosotros desde que nacemos nos enseñaron a amar. Y don Dolores se fue por cualquier camino; por ese mismo camino, donde tiempo atrás desaparecieron sus hijos, y él se ha ido convenciendo a su mujer y perseguidos por su perro flaco que siempre les fue fiel. Pero por la mañana, cuando el sol salió con su luz tibia, como si nada hubiera pasado en la noche; me llené de coraje y revisé su choza, todo estaba conforme; únicamente faltaban ellos y como siempre ha quedado sólo ese olor feo del infierno, producido por las explosiones.
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Y el tiempo corrió despacio. Y don Hipólito y doña Santosa se acabaron física e internamente por la angustia todavía bastante más. Y el espacio seguía lleno de aullidos, explosiones y olor a azufre y sangre. Con el mal tiempo, la sierra se enfermaba sin curarse. Hasta las aves silvestres que abundaban por estos sitios, emigraron con sus miles de cantos diferentes, huyendo a otros lugares, a otras geografías más atractivas, donde abunda la primavera, con sus flores y su pasividad relajante, para cantar allí sus alegrías. Y aquí aumentaron también las aves carroñeras; las lechuzas nocturnas aparecieron de día anidando en las chozas abandonadas, que ya huelen a cementerio. Y después de más tiempo malo y sin aguantarse, doña Santosa decidió:

—¿Sabes, Hipólito? Creo que ya ha llegado el momento de marcharnos de estos cerros y planicies, de alejarnos de esta comunidad vacía, que ya también nos maltrata y no nos quiere, es necesario buscar la tranquilidad en otro sitio. Mira cómo ya se han ido todos. Nosotros también debemos bajar la cabeza y comprender que estamos rendidos y que todo está perdido; aunque que sea por esta vez, debemos darnos cuenta de nuestra mala realidad; debemos inventar una oración para ser bendecidos por la mano de Dios y hacerles ofrendas a los Apus de estos sitios y, nos marcharemos esperanzados en la suerte que corrieron los que han logrado alcanzar otros horizontes. Mira cómo don Dolores con su locura se ha salvado, y los demás, que repletos de miedo se fueron de aquí, en otros lugares se han acomodado. Así como todos lo han hecho, aunque sean rumores o mentiras de sus mejorías en los otros lugares, así nos fugaremos lejos, por esa misma ruta, aquella por donde se esconde el sol. Y que recorriendo por allí dicen que se llega a un sitio llamado la capital y, aunque pueda ser una mentira, nos queda la esperanza de que ahí las cosas estén mas serenas que en esta serranía llena de pesadillas como tu cabeza. Y dicen que en ese lugar no hay cerros y que es completamente plano y su suelo no es de tierra por que está cubierto de cemento duro como piedra plana no más.
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Pero… de repente, algo en el espacio se tranquilizó, algo así como un minuto, como dando una tregua en el lugar y la mirada de don Hipólito captó esto, se contagió de ésta serenidad rápida y sus ojos se volvieron frescos como el sereno de la mañana; frescos como cuando tenía menos edad y bastante ingenuidad para ver la esperanza y futuro de otras épocas. Entonces don Hipólito, más tranquilo de los nervios musitó:

—¿Y cómo nos escaparemos de nuestra sierra, Santosa? —su mujer no comprendió la intención de la pregunta de don Hipólito. Y le cortó la explicación.

Y ella respondió:

—Dejaremos éste lugar huyendo silenciosamente por el cementerio, tú bien sabes que nadie sospecha de los muertos. Luego bajaremos por las quebradas profundas. Por aquellas que llevan hasta lo más hondo de la tierra y donde dicen que han arrojado tantos cadáveres y confundiéndonos con ellos y con las aves carroñeras; avanzaremos respetando las cruces de huesos de los finados que espontáneamente se han formado. Y luego buscaremos esa ruta que nos señalará la puesta del sol.

A lo dicho por doña Santosa. Don Hipólito respondió:
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—¿Y cómo nos escaparemos de nuestra sierra?, si en el silencio momentáneo, al repetirse mi corazón en latidos, sentí el aullido de todos estos cerros guardados ya por el tiempo en mi pecho. ¿A qué lugar podría yo huir, si ellos también están dentro de mí? Ven Santosa y aproxima tu oreja aquí y escucha cómo mi corazón ha cambiado de latidos, por los aullidos de mi sierra, que ya también se han posado dentro de mi carne y mi sangre. Creo que ha llegado el momento de no huir ni tener miedo, de ser reales con nuestra presencia aquí, aunque seamos los únicos tercos en quedarnos, porque esto es nuestro; y nos quedaremos como testigos de cómo fue todo esto, si por si acaso algunos curiosos en el tiempo nos preguntaran: ¿Y qué pasó aquí? De nuestra boca brotará lo sucedido como una leyenda; para que ellos le den la explicación, cualquiera que se imaginen, qué sucedió, y lo hagan historia, ¿me entiendes Santosa? Además me estoy preguntando: ¿y si todos estos aullidos no fueran malos para nosotros como pensamos, y si son sólo lamentos de las almas dolientes, que no sé cómo han aprovechado alguna oportunidad y se han escapado del cementerio donde reposaban; o si fueran nuestros lamentos y los de todas las gentes que vivieron aquí, o si esos aullidos fueran los ecos de nuestra miseria, de nuestra desgracia, y lamentos de la mala vida que hasta ahora llevamos por costumbre aquí? Y si ya con todo lo dicho nos encontráramos lejos de esta serranía y se arreglara todo esto como fue antes, con toda la belleza del principio de la creación, de la naturaleza sana y hermosa; aún por conocer.

Don Hipólito jaló todo el aire frío que pudo aguantar sus pulmones y terminó por decir:

—Ya no sé que pensar, Santosa. ¿Por qué hay maldad en esto que nos queda?, quedémonos pues y acabémonos también nosotros con esta sierra y hagámonos parte para siempre de ella. Porque yo no tengo ingratitud a mi tierra, a lo mío; ni creo que mis pies, llenos de callos, acostumbrados a andar en estas punas, se atrevan a dar con ese camino de huida. Porque si nos fuéramos para la capital, para ese lugar desconocido para nosotros y donde se dice también que es feo para los foráneos como tú y como yo que estamos acostumbrados a movilizarnos libres en nuestras regiones naturales. Además por ser andinos no nos acostumbraríamos en nada allá, si hasta para caminar aquí andamos curcos por el peso ahora de estos lugares. Allá andaríamos peor, doblados hasta por la miseria por no poder caminar normal, como si estuviéramos cargando nuestros cerros, y los edificios de allá nos darían escalofríos por ser gigantes de cemento, altos hasta llegar bien arriba, y tendríamos que vivir ahí sin poder mirar su cielo, su sol, su luna, sus estrellas y hasta el arcoíris que se forma cuando llueve. Y si por ejemplo tercamente nos encontráramos viviendo allá; y de repente se nos diera por rememorar todo esto: cuando fue, o tal vez vuelva a ser; y ya no tuviéramos la fortaleza, ni la edad para regresar a lo nuestro. Entonces tú te quedarías con tus ojos llenos de lágrimas, cargados de nostalgia, que mojarían tu rostro envejecido, recordando el campo de las flores que cubrieron tus cabellos. A mí de repente se me aclararía la memoria para siempre, y me daría por recordar con todas mis fuerzas estos latidos de mi corazón, lo verde de mis sitios, el aire límpido de estos lugares, ver las estaciones del año y las fases de la luna; y rememorar aún con más claridad y lágrimas de impotencia; cuando con esa felicidad y de rodillas mis ojos miraban con satisfacción el producto de mi cosecha y, cómo mis ollucos aun terrosos llenaban mis dos manos… Santosa.

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* Luis Antonio Ismael Muro Mesones, peruano, es licenciado en filosofía y ciecnias sociales. Ha publicado en las revistas Hispano Americana de Arte, El Puro Cuento, Panfletonegro, La Fragua de Letras, Con Pluma y Papel y en el Periódico Independiente de Alhaurin de la Torre. Correo-e: luisantonioismael@hotmail.com

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