Literatura Cronopio

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Aerostato

AEROSTATO

Por Andrés Felipe Pardo*

Le pareció inverosímil la agresividad con que la lluvia lo chapoteaba. El hombre iba hacia ninguna parte. Quizás hacia arriba, hacia la Cuarta, aligerado con la ingenua esperanza de encontrar el consuelo en cualquier paraje. La calle estaba sucia y el asfalto destilaba las huellas de una lluvia mediocre.

«Lleve el periódico Mío», «una monedita, por favor».

Las voces resbalaban como la mugre, por cualquier esquina.

Con las manos en los bolsillos y el cigarrillo colgando de sus comisuras, caminó hasta un café ubicado al costado norte de la carrera octava. Una vez adentro eligió sentarse en una mesa dispuesta cerca a la ventana. Ojeó a su alrededor: la ecléctica decoración del lugar no le permitía diferenciar muy bien qué era lo que allí sucedía, qué era lo real y qué lo ficticio.

El sonido del local, espeso y crujiente, le provocaba una especie de mareo que se esforzaba en disimular. Sobre las mesas abundaban botellas de vino y cerveza. Por las paredes, y como en un sueño, la humedad marcaba centenares de dibujos y símbolos abstractos a modo de cenefas. Podía contar más de cien personas allí dentro.

Se dio cuenta de que la vista al exterior era limitada. En todo el recinto había sólo una exigua ventana, tan estrecha como esas que tristemente cuelgan de las celdas de todo el mundo, que no cuentan grandes dimensiones, que son cuadros muy pequeños, pero que no obstante dibujan un paisaje infinito.

En aquel rincón de Bogotá todo era distinto: el cielo gris se extendía como un mal presagio.

Vino una mujer a atenderle.

—Buenas tardes, señor —le saludó gentilmente una muchacha que no disimulaba sus ojos azules—.

La joven insistió al advertir que no había respuesta. Entonces lo miró fijamente y exclamó:

—¡Dios santo! Apuesto a que usted no ha comido una miga de pan en varios días, ¿no querrá unos saludables biscochitos con agua aromática?

—No, no —se apresuró a responder el hombre—. No se preocupe. Yo… yo ya me iba —y haciendo el ademán del que recoge su paraguas y su abrigo se levantó de la mesa—.

—Pero cómo que ya se va —le replicó la mujer—. Usted se queda acá. Además mírese, usted debe estar helado… y con semejante aguacero…
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Con la mesera erguida junto a él como una escultura de bronce, el hombre se percató nuevamente de que en el cielo bogotano pendía aquel imponente, estridente, y fantástico dirigible. Le vio apenas de lejos, brotando de un edificio cualquiera como si saliera de él. Enseguida pensó que no había razón alguna para temer. Que una paradoja de la física consiste precisamente en no poder fijar los límites de los objetos. Los límites de la cosa escapan a la medición, todo podía ser una alucinación suya, o intente usted fijar el límite exacto de un lapicero, de un cenicero, de una mesa.

—Señor —dijo la muchacha rescatándolo del océano de sus pensamientos —.
—Dígame.
—¿Escuchó lo que le acabo de preguntar?
—No, no, qué pena, estoy un poco…
—¿Si ve?, mejor olvídelo, ya le traigo algo de comer.

Se quedó solo. Respiró profundamente y se desabrochó su sofocante traje. El dirigible tenía una forma desproporcionada y esto sí que era cierto. Pronto no habría más luz en el mundo.

Desde su posición observó cuánto se parecía a una ballena; cómo flotaba en el cielo de la misma manera como lo hace un gran monstruo oceánico en el agua; y cómo el reflejo del sol chocaba contra su infranqueable metal tornándolo como un Dios con un gran vientre. «Tan grande como el universo lo permita», susurraba.

La mesera llegó desenfrenadamente descargando una bandeja llena de cosas sobre la mesa.

—Aquí tiene. —le dijo dulcemente —. Me tomé el atrevimiento de cambiarle el agua aromática que le prometí por un delicioso cappuccino.
—Gracias, es usted muy gentil —le dijo el hombre mirándola mucho más detenidamente: advirtió que no sólo era joven y esbelta sino que tenía una poderosa cicatriz en el rostro que contrastaba con sus ojos azules de ensueño—.

En un par de bocados excepcionales el comensal devoró a cabalidad su platillo. La mujer se había ido pero ahora regresaba secándose las manos con una toalla sucia en señal de que su turno había terminado. ¿Cuánto tiempo había pasado?

Luego la mujer se sentó a su lado, en aquella vieja mesa y en ese sucio rincón, y empezó a observarle con la mueca de una niña que apoya su mentón en las manos.

—¿Y? —le preguntó la muchacha— ¿le gustó?
—Por supuesto —respondió él—. Estuvo delicioso.
—Cuánto me alegra —le dijo la joven— esos biscochos los hice yo, y no es por nada, pero creo que al gerente del lugar también le han encantado. Creo que los pondremos a la venta —y se interrumpió bruscamente—.

El hombre vio que lloraba.

—¿Por qué llora? —le preguntó—.
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Los dos se observaron fijamente. Él confirmó lo de hace un rato: esa mujer era bellísima, su pelo era abundante y su nariz muy fina. Pero la cicatriz le daba un aspecto…

—No es nada —respondió ella —. Es solo que me encanta esta canción, ¿si la escucha? Es muy tenue pero ahí está. De todas formas no me haga mucho caso. Es solo que a mi me cuesta convivir con eso.
—A mí también —dijo él, entendiendo perfectamente a lo que se refería la muchacha—

Luego de secarse las lágrimas y beber un sorbo de la cerveza caliente que también estaba sobre la mesa del comensal, la mujer repuso:

—Usted… usted parece un buen hombre ¿sabe? Y Si yo le contara mi vida…
—Y si yo le contara la mía —la interrumpió él tomándola de la mano —.
—Pero no tenemos tiempo.

Entonces ambos dirigieron su atención hacia la ventana. El cielo parecía insano, como si hubiera enfermado y estuviera muriendo. El dirigible avanzaba chocando con algunas antenas y rompiendo unas cuantas ventanas. El hombre bebió un sorbo de café y, enseguida, notó que el local se había vaciado completamente.

Ahora era el turno de que ambos se despidieran. La mujer estaba trastornada por tener que bajar a uno de los bunkers donde muy posiblemente se pudriría de hambre y de tedio. El mundo estaba en guerra. Él la dejó en el umbral de una escalera que le pareció interminable, como lo hace cualquier caballero.

Una vez afuera del local, y volcando su vista hacia el cielo, o donde antes era el lugar del cielo, el hombre advirtió un caótico clima de tormenta y penuria. El dirigible se desplazaba lento y ronroneante sobre la ciudad. Entonces se apoyó sobre su paraguas y respirando hondamente se quedó allí, esperando. «Huir del mundo y de esta ciudad en ruinas, vaya plan», pensaba. Entonces una voz lo asechó por la espalda y gravemente le dijo: «es su turno, ahora suba por favor o nos iremos sin usted. Aquí no quedará nadie».
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* Andrés Felipe Pardo tiene 21 años, es estudiante de octavo semestre de Ciencia Política y Gobierno de la Universidad del Rosario (Bogotá). Su blog: https://pornoserliterarto.blogspot.com

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