Literatura Cronopio

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EL CICLÓN DE LAS HEBILLAS

Por Nicolás Soto*

Elio conducía desaforado, como en los viejos tiempos cuando las calles y avenidas de Caracas lo naufragaban en su escapatoria. Si tomaba las curvas con imperio, pensaba: «Marisa me habría recriminado diciendo por qué conduces así entonces-después-no-sé-qué-y-no-sé-qué-más». Si los cauchos se quejaban al abandonar el asfalto por la tierra y los peñones de los caminos, pensaba: «Marisa se habría quejado, entonces-después, de mi afán por tomar los caminos más insólitos». Si levantaba un enjambre de polvo y pedruscos, pensaba: «Marisa me habría recalcado que si anduviéramos en su carro y se lo ensuciaba, entonces-después, tendría que lavárselo yo mismo porque ella, entonces-después, era muy delicada con su carro, entonces-después, porque yo soy un gran descuidado, entonces-después…»

Eran poco más de las seis. El sol de agosto se negaba a desaparecer tras la raya del horizonte y el calor colaba su zozobra despreciando el forcejeo del aire acondicionado. La memoria de Elio volvía una y otra vez a la silueta de Marisa Testi, su ex-mujer de la cual no ha logrado divorciarse todavía pues no ha conseguido un cliente solvente para la casa. Marisa le ha mandado a decir con la abogada que tenía las oficinas en Chuao, que la partición de bienes sería justa. Él hubiera querido ponerse en contacto directo con ella, ir a Caracas y hablarle. Pero Marisa ha sido tajante sobre este punto. Todo lo que tenían que decirse sería comunicado por conducto de la abogada. Elio se la imaginaba, con esa frialdad acerada de la que ella era capaz cuando se proponía herirlo. Él conocía también el modo de escarnecerla. Sabía cómo vilipendiarla y hurgar en sus llagas memorables, en las cosas que la acomplejaban: su trasero un tanto escuálido y su vientre algo flácido que ella ocultaba con sagacidad cuando se vestía, porque en eso ella sí era experta cuando se lo proponía, en arreglarse y deslumbrar, y no era menester que todo el mundo se lo repitiera, pues Marisa era bella («Tu mujer es una muñequita Barbie», lo congratularon sus primas solteronas que vivían en Vista Alegre el día del matrimonio eclesiástico). Un furor arrasado le oprimió el ánimo al sentir su memoria rebosada por esos recuerdos y apretó el acelerador automáticamente.

Una camioneta Toyota verde oscuro estaba accidentada a la vera del camino. La ira le impidió ver el tornado de polvo con que cubrió a los desafortunados ocupantes y el encerado también verde que tapaba la carga que transportaban.

Iba a ochenta, noventa, ciento y pico por hora en esa calzada estragada, devorando espacio y tiempo para olvidarla. Elio salía a conducir sin rumbo fijo procurando no pensar. Pero Marisa volvía y volvía siempre a su imaginación.

Una valla saturada de colorines auguraba la pronta construcción de un puente o de una alcantarilla, Otra obra más del gobierno revolucionario de Ádicson Hermelindo Fragachán… ¡¡¡La revolución no se detiene!!!
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Elio desaceleró un tanto. Ádicson Hermelindo Fragachán. Tenía tiempo sin verlo, pero resultaba imposible escaparse del ícono cachetón, lunaroso y enmostachado que engalanaba las pancartas omnipresentes en las carreteras, vías, caminos reales y trochas del Estado. Elio recordó aquella agobiadora película inglesa que había visto hacía unas pocas noches en uno de los canales del cable en la que un burócrata tenue, acompañado de su indescifrable enamorada, buscaba escurrirse de la vigilancia de un fulano big brother que todo lo auscultaba, para terminar traicionándola («Julia», creyó recordar el nombre de la emborronada chica) al ser torturado y sentir su rostro atenazado dentro de una jaula metálica donde pululaban unas ratas asquerosas. «Mil novecientos ochenta y cuatro… así se llamaba la película. Ese fue el año en que conocí a Marisa», pensó. Otro cartel irrumpió en su campo visual, esta vez profetizando cosechas récord para el presente y el futuro: Con la Revolución Libertaria todos vivimos mejor!!!, y la efigie de Ádicson Hermelindo se parecía más y más al big brother totalitario.

Lo recordaba echón, petulante, malhablado y veladamente pendenciero en el Liceo Cecilio Acosta, hacía ya casi veinticinco años. Elio estaba a punto de graduarse de bachiller cuando Ádicson Hermelindo arrancó el bachillerato. Elio se parapetaba detrás de un vago recelo cada vez que sus miradas se topaban. Hasta que un día cualquiera, le habló:

—Tú eres hermano mío.

Ádicson Hermelindo, por primera vez en su vida, perdió su talante de gallito bravucón.

—Somos hermanos por parte de padre.

Elio lo sabía porque Lilian se lo había espetado con suma virulencia al viejo Heriberto Laredo en una de las tantas disputas familiares. Los recuerdos le cabalgaron como un mazacote gelatinoso en desbandada.

—Si crees que me vas a heredar estás muy equivocada. No eres más que una piazo’e zángana, siempre revolcándote con todos esos tipos con quienes te escapas a toda hora del día y de la noche. ¿A quién piensas engañar? —gruñó el viejo Heriberto Laredo sin dejar de inspeccionar a la inmutable señora Lirio, como reprochándole su descuido en la crianza de la moza.

— ¿Y tú qué te crees? ¿Es que acaso eres muy inocente? —Lilian no se arredraba.

El viejo Heriberto Laredo permanecía al lado del fregadero. Sus labios y dientes castañetearon de la rabia contra la arcilla del tazón de café que se estaba tomando.

—El pueblo entero sabe que eres el viejo verde de la comarca, persiguiendo a todas las Lolitas que se te atraviesan. Y todo el mundo está al tanto de los hijos que tienes regados por ahí, sobre todo del anormal ése que tuviste con la oligofrénica de Lizybeth Fragachán, que ya anda metido en líos con la justicia —a Lilian se le desencajaban los ojos, en un gesto heredado de aquel padre a quien se enfrentaba, mientras se le aproximaba, sin rastro alguno de temor, viniendo del comedor.

La señora Lirio revolvía su plato, inexpresiva, inalterable, sin que nada la sacase de su autismo. En eso Elio se le parecía: evadía el barullo encerrándose en una concha plomiza. Pero no pudo dejar de prestar atención ante la abrumadora verdad que Lilian estaba revelando.

—Ése es el hijo tuyo que más salió a ti: ¡sádico y pendenciero! Ya por ahí se dice que tiene unas cuantas violaciones a cuestas. ¿Cuántas tienes tú?
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El viejo Heriberto Laredo lanzó el tazón al interior del fregadero. El ruido tronó en toda la casa como una andanada de granizo.

— ¡Cállate, maldita loca!

Vomitando una espuma oleaginosa, el viejo Heriberto Laredo se abalanzó contra la muchacha, el puño en alto, dispuesto a golpearla. Lilian reculó un tanto. Cuando ya tenía casi encima a su padre, logró empuñar un cuchillo de picar carne.

— ¡Atrévete a tocarme y te corto una vena!

El viejo Heriberto Laredo se detuvo. La miró de arriba abajo y soltó una risilla coyotesca.

— ¡Cuerda de locos! ¡Una cuerda de tarados es lo que son ustedes! ¡La vieja apática y sus dos cachorros: la putica y el pánfilo! ¡Me voy pa’l coño! ¡Quédense en su chiquero!

La señora Lirio no levantaba la vista del plato. Elio observó a Lilian abandonar el comedor mientras su padre se iba golpeando todas las puertas a su paso.

Elio había acelerado nuevamente la camioneta hasta más no poder. Las nubes de polvo se le enganchaban de la cola. Sus manos estrujaban el volante. Volvió a toparse con otra pancarta del gobierno.

—Somos hermanos —la mente de Elio había regresado al Liceo Cecilio Acosta, en plenos años setenta, a Ádicson Hermelindo y sus mejillas depuradas por la mirada seca.

—¿Y tú qué quieres que haga? —le respondió Ádicson Hermelindo, con pose retadora.

Elio no se esperaba esa respuesta. Le tendió la mano. Ádicson Hermelindo esperó un rastrojo de segundos, un lapso eterno según le pareció a Elio, y se la estrechó, pero sin mirarlo a los ojos.

Elio respiró profundo. El aire acondicionado de la camioneta no estaba refrescando a plenitud. Sabía que las memorias recurrentes le provocaban una cierta mortificación y un cierto sonambulismo. El calor empezaba a colarse en la cabina con su pegoste sacrílego. La usual galería de imágenes ofuscadas retornaba una y otra vez a su mente, rimando con la cantidad de kilómetros que serpenteaban bajo el chasis del vehículo.

Ahora veía claramente a Ádicson Hermelindo en otra tarde de calorones curtidos, liado en una reyerta con otro mocetón, provocándolo, hostigándolo y acosándolo con esas palabras tan suyas pues siempre poseyó el don para la descalificación precisa. El mozo en cuestión era de buena contextura y de movimientos ágiles. Sin mediar palabras, aferró a Ádicson Hermelindo por el cuello, lo zarandeó y lo tumbó al piso, dispuesto a propinarle una felpa. Ádicson Hermelindo miró a la muchachada que se agolpaba alrededor, ávida de un buen enfrentamiento. En un breve instante cotejó a Elio, como diciéndole con los ojos «Ven a ayudarme, pues, si es que eres tan hermano mío», o por lo menos eso pensó Elio. Repentinamente, Ádicson Hermelindo sacó quién sabe de dónde una navajita de las que se utilizaban por aquel entonces para amolarle las espuelas a los gallos de pelea y le abrió una cortada al mocetón en la mejilla, casi dejándolo tuerto. El mocetón aflojó y Ádicson Hermelindo aprovechó para descargarle una patada en la entrepierna. Algunos de los presentes quisieron increparlo de sucio y traicionero para abajo, pero Ádicson Hermelindo los encaró con cara de pocos amigos, cubriéndolos de improperios. A las pocas horas, Ádicson Hermelindo fue expulsado del Liceo Cecilio Acosta. Se decía que lo habían mandado de improviso para Valencia desde donde, cada cierto tiempo, llegaba su fama de revoltoso estudiantil.
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Elio se preguntaba de dónde podía haber salido tanto resentimiento. ¿Sería la sangre perniciosa de Heriberto Laredo? ¿O, más bien, se trataría de los genes belicosos de José Gregorio Livorini? Menuda combinación. En todo Miguaque siempre se había comentado que la mamá de Ádicson Hermelindo, Lizybeth Fragachán, había nacido producto de una violación o de un rapto perpetrados por el legendario matón que mucho había dado de qué hablar durante tanto tiempo. Los Fragachán, otrora una estirpe poderosa en esa porción del llano venezolano, se habían venido desangrando en una vendetta prolongada en el tiempo y en el espacio con los Livorini, en especial con el sangriento camorrero que había encontrado la muerte en el nunca olvidado Miguacazo. Elio rememoraba cómo los mayores bajaban el tono de voz y entornaban los ojos cuando referían las andanzas del temible fanfarrón que salpicó con sus sadismos y crímenes a Miguaque, Tenapa, San Basilio de Las Lomas y demás pueblos del estado. Se comentaba veladamente su aniquilamiento a manos de Azaelito Sojo, pero ni aún así se había logrado vencer tan trascendental horror. Las viejas gentes del pueblo reseñaban el desprecio desplegado por José Gregorio Livorini hacia los Fragachán. Ello se evidenció cuando sedujo a la mamá de Lizybeth, de quien se pregonaba por esos días su lozanía de pimpollo cimarrón, su belleza urgente y silvestre, verdadera delicia para los llanerotes que le hacían la corte con un desespero de forzados calenturientos mientras la chica Fragachán, sabiéndose objeto de deseos y lujurias, les daba largas, jugando al gato y al ratón con ellos. José Gregorio Livorini, enterado del encanto de la futura mamá de Lizybeth, la mandó a secuestrar, aseguraban los relatores, llevándosela para una de sus fincas donde no se supo nunca si llegó a poseerla con buenas o con malas artes. Lo cierto del caso, continuaban refiriendo los viejos miguaqueños, es que, un buen día, cuando todo el mundo ya se había resignado a su desaparición, la plagiada flor de los Fragachán apareció de la nada, con sus primores agrietados, la cordura en franco declive y una criatura en los brazos. El clan fragachanero no tuvo más remedio que volverla a acoger en su seno. Lizybeth nació y se crió a la buena de Dios hasta que, años después, ella también resultó madre soltera, seducida o violada por Heriberto Laredo, cuestión que Elio no lograba dilucidar. El fruto de ese apareamiento, Ádicson Hermelindo, según aseguraban las lenguas miguaqueñas, también creció a la deriva. Alguna vez que Elio le comentó semejante saga, Marisa comentó: «¡Qué familia tan disfuncional!»

Elio sentía sus manos sudorosas aprehender con desasosiego el volante. Había llegado, sin darse cuenta, a Las Cayenitas, la finca que estaba negociando con la chinga Yusmeirys. Descendió, como un autómata y sin poder impedir el revoloteo de todas esas memorias en su mente, abrió el falso y penetró por el sendero de polvaredas aplanadas. Llegando a la casa de la finca, apareció Semeruco, el más antiguo servidor de la propiedad familiar. Luego de todo ese tiempo trabajando con el viejo Heriberto Laredo, Elio se preguntaba cómo había podido soportar los malos tratos y la maledicencia de su padre. Detuvo la camioneta, bajó el vidrio y notó la dentadura manchada del fiel mayordomo por tantos años de mascar chimó.
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* Nicolás Soto (Valle de La Pascua, Guárico, Venezuela, 1954), cuya obra ha permanecido inédita hasta ahora, es un autor que atestigua los avatares y las turbulencias de nuestro tiempo. Sin supeditar su escritura al compromiso equívoco o a la militancia castrante, no rehúye el croquis exhaustivo de los escenarios que pueblan sus tramas con una prosa a ratos aguda, a veces cáustica, siempre ajustada al fondo y a la forma del asunto, y sin desdeñar, al decir de Marguerite Yourcenar, «la lúgubre diversidad de las culpas».

Sus influencias narrativas se despliegan desde el boom latinoamericano de los años sesenta del pasado siglo, pasando por los clásicos rusos del XIX (Tolstoi, Dostoievski, Chéjov), Jorge Luis Borges, Rómulo Gallegos, Guillermo Meneses y muchos, muchos más.

En la actualidad prepara otra novela con intenciones de querellar ciertas mitologías que, según él, «amodorran nuestra psique latinoamericana». Además, aggiorna escritos anteriores para someterlos al juicio del público lector.

*El presente texto hace parte de su novela Helio, publicada por www.cognitiobooks.com

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