COCINA CON ALMA Y OTROS RELATOS
Por Julio Alberto Valtierra*
«Déjame dormir toda la noche
En tu cálida cocina
Calienta mi mente
En tu amable fogón
Si me dejas fuera
Vagaré tropezando
Por los bosques de neón»
(The Doors)
Abuela, esta noche tengo tantos hilos rotos que no hallo ni por dónde comenzar. Y es que en los últimos años han pasado tantas cosas que ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que hablé contigo, pero aquí me tienes una vez más, buscando un refugio en la cálida cocina de tu alma.
Sí, abuela, ya sé que no hay mal que dure cien años ni cristiano que los aguante, pero dime qué puedo hacer si no consigo que el mundo estalle y sin embargo todo el tiempo el mundo explota dentro de mí. ¿Sabes?, esta noche el pasado me persigue como un cazador implacable, me acribilla con imágenes, vocifera entre las sombras y me asalta como si yo fuera su mejor presa, mas no logra apagar el fuego que ha comenzado a arder dentro de mí.
No, abuela, no me voy a emborrachar. Sí, ya sé que he bebido más de medio litro de ginebra, pero te juro que no estoy burro, sólo se me ha secado la risa. Te juro que esta noche realmente necesitaba un trago. ¿Quieres saber lo que me pasa?
Fíjate que uno va por la vida con su monedita de ternura en la palma de la mano, buscando a quién regalársela, y rara vez encontramos quien nos pida amor, por eso vamos acumulando migajas de cariño en el fondo de la mochila; por eso la moneda pierde su valor o la malgastamos en otras almas descarriadas. Con lo poco que nos sobra nos aferramos a la esperanza de que en el regreso a casa nos toparemos con ese ángel mágico que nos salvará de la caída, pero no hay nada más inútil y amargo que vivir alimentando una esperanza. Abuela, dime ¿por qué tengo que ser siempre el pasajero en este viaje y jamás el conductor? ¿Será que unos nacieron para las fiestas eternas y otros hemos nacido para la noche sin fin? ¿Dónde están las fiestas? ¿Dónde están los banquetes? ¿Dónde está el vino? ¿Dónde está el amor que me prometieron?
Cierro los ojos pero sigo contemplando tu semblante, tu piel de viejo pergamino. Abuela, no recuerdo tu juventud ni tu belleza, pero pienso que no eras de esas mujeres que se enamoran del espejo; que no eras de esas muchachitas que creen que la hermosura es lo único que necesitan poseer para ser amadas y pierden su natural bondad, extraviando incluso la cálida ingenuidad de entregarse sin reservas a un sentimiento. Abuela, tú adornas tu rostro con arrugas, con esas tiernas caricias del tiempo que me hablan de mil historias.
Abuela, siempre te recuerdo parada junto al fogón haciendo las tortillas que llenarán mi hambre. Estamos todos a la mesa, saboreando la leche tibia que las manos hábiles del abuelo extrajeron de la vaca pinta que muge en el corral con sus ojos de adolescente enamorada. Me han jalado las orejas una vez más porque pierdo el tiempo y dejo enfriar la comida mirando al gato que sobre una viga se lame una mano y luego la pasa por su cabeza. El Tigre está echado a mis pies y pasa su lengua áspera por mis piernas como una señal de complicidad, pues al perro también le gusta mirar al gato, incluso juegan juntos cuando nadie los ve. Bueno, eso creen ellos, porque yo en lugar de dormir la siesta los espío oculto tras una maceta del corredor, pero hasta ahora he guardado el secreto, porque si no también al Tigre ya le hubieran jalado las orejas.
Abuela, bajo tu protección llegué a ser un árbol frondoso, pero hoy mis ramas están sin nidos, por eso recurro a ti como lo hacía de niño. Necesito tus consejos ahora que mi inmadurez me obliga a gritar que me duele el corazón, que me siento como una bandera que no tiene patria. Y es que en los últimos años mi alma se ha gastado al frotarla con otras almas. Quisiera que me dijeras que eso no importa, que la vida siempre ofrece una segunda oportunidad para subirse al volantín. Quisiera que me abrazaras y acariciaras mi cabello para devolverme la tranquilidad, tal y como lo hacías en aquellos años en que me arrullabas en tu regazo desgranando tu ternura sobre mí hasta que me dormía, arropado por tu fragancia de margaritas. Abuela, quisiera contarte todo lo que me pasa; decirte que aunque mis ventanas están rotas, el furioso huracán del odio no ha logrado derribar mis torres. ¿Dime qué puedo hacer?
Está amaneciendo y a estas horas ya no sé ni por dónde continuar. Estoy terriblemente confundido, no sé ni en qué dirección estoy girando. Abuela, esto es algo de lo que me hubiera gustado platicar contigo si no te hubieras muerto cuando yo apenas tenía cuatro años.
PERRO NEGRO Y CALLEJERO
«Soy un perro negro y callejero
Sin hogar, sin hembra y sin dinero»
(Three Souls in my Mind)
«Los perros no son todos iguales como tampoco lo son todos los hombres, tú eres humanamente perruno y yo soy perrunamente humano», me decía mi perro cuando tenía ganas de hablar o a mí me daban ganas de ladrar.
Mis amigos me dicen Julio Alberto, pero igual podrían llamarme piedra, libro, fábrica, rama, sudor, pendejo o simplemente pinche borracho. No sé de dónde me viene el nombre, quizá sólo sea un capricho del calendario. A mi perro yo le decía Conan porque una tarde él mismo me dijo que así se llamaba. Además, me confesó que no se acordaba de sus padres y después de tomarnos un par de rones a mí no me quedó más remedio que decirle que yo tampoco me acordaba de los míos, sobre todo de papá. Mi tía Lupe dice que mi padre era grande y fuerte, como el poder de Dios, pero nunca lo conocí.
Conan tenía un rancio árbol genealógico: era fruto de fervientes amores de callejón; descendía de padre callejero y madre corriente, ¡un noble origen sin duda! Y un méndigo perro me lo decía como si nada, mientras que a mí me costaba mucho trabajo confesar que yo tampoco nací entre pañales de seda, que mi madre no tenía manos de santa ni cara de virgen, pero que la quería como si lo hubiese sido.
Aunque Conan desconfiaba de los demás seres de su especie, confiaba en mí y yo tenía confianza en mi perro, y puedo asegurarles que nunca nos traicionamos. Antes de conocerlo también confiaba en mis amigos, pero como éramos demasiado humanos siempre terminábamos ladrándonos; también creía en la mirada de una mujer cuyo vuelo traspasaba mis sentimientos y pintaba mi mundo de colores cuando al llegar a casa meneaba su cola. Sin embargo, con el paso del tiempo terminó mordiéndome la mano, lo cual me dolió menos que la amenaza de que iba a encarcelar al Conan en la terrible libertad de la azotea. «Si, cómo no», le dije con mi mejor voz de macho, y agregué: «Primero me mandas a mí a la chingada». Y me mandó. Por eso ahora ya no creo en nada. Bueno, en casi nada, tampoco soy un escéptico, aún hay cosas en las que creo, aunque no con la ingenuidad de antes, pues han sido muchas las veces que he azotado de trompa contra el suelo.
No sé cómo ni cuándo, pero un día el destino nos unió a mi perro y a mí en el mismo domicilio. Conan vivió conmigo mucho tiempo y nunca tuvimos problemas ni conflictos de perronalidad. Él dormía a los pies de mi cama sirviéndome de tapete o me acompañaba en mis frecuentes y largos insomnios, todo dependía de mi estado de ánimo. Por eso lo consideraba mi mejor amigo.
Recuerdo que la tarde en que murió mi perro, Toño casi me tumbó la puerta con sus toquidotes. «¡Padrino, padrino, el camión de la basura atropelló al Conan!», me gritaba casi llorando mientras yo bajaba la escalera abrochándome los pantalones.
Cuando vi a mi perro destripado en mitad de la calle supe que yo fui su único heredero. Conan me legó una tristeza infinita, una amargura que no se acaba y que no es ni será como las demás, pues ese dolor es sólo mío y de nadie más. Cuando murió, mi perro me dejó una soledad bordada de recuerdos entre los escombros de la memoria.
No sé si su muerte me dolió más que los desprecios de Graciela (la vecina de quince años de la cual yo estaba perdidamente enamorado), pero aquella tarde con todo el dolor de mi corazón recogí el cuerpo despedazado y lo metí en un costal y luego en una caja de cartón. Con las lágrimas que se fugaron de mi dolor lavé el cuerpo de mi perro y entre sus patas puse la pelota roja y sin aire con la que tanto le gustaba jugar. Con la caja entre mis brazos encabecé un extraño cortejo fúnebre. Detrás de nosotros iban todos nuestros amiguitos del barrio: El Moncho (a quien considero mi hermano mayor), Nicolás (El Nico), Fernando (El Chino), Candelario (El Conde), Luisa (La Güicha Lane), Armando (El Chaparro), Lupe (La Cuñada), Ramón (El Monquiqui), Lorena (La Muñeca), Toño (El Ahijado), Violeta (La Princesa), Norma (mamá de Violeta), Toña (La Comadre) y Paty (La Novia de Todos); o sea, nos seguía toda la «Banda del Pañal», porque salvo el Moncho, Toña, Norma y Paty, todos los demás eran mocosos de 4 a 14 años. Y creo que esta frase sale sobrando: al Conan le gustaba jugar con los niños y a los niños les encantaba jugar con el Conan.
Conforme avanzaba aquel extraño cortejo de enanos se fueron uniendo a la marcha algunos perros callejeros, tal vez atraídos por el olor del hermano caído en desgracia. Casi daban las ocho de la noche cuando abandonamos a Conan en un lote baldío. Y yo no tuve valor para mirar atrás.
Conan se ha quedado para siempre en mis recuerdos; vive en mis cuadernos, en mis escasos amores, en mis abundantes sueños, en mis clases, en mis largos insomnios, en mis lecturas, en mis comidas y en mis borracheras. Y si hay un cielo para los perros buenos, ahí debe estar el Conan jugando a perseguir las nubes. Quizá ya no tenga una pelota, pero siempre tendrá mi ajado corazón, pues yo no me olvido de mi antiguo compañero.
MIÉRCOLES DE CENIZA
«¿Te acuerdas cuando se convertían en Dioses?
Decían que nada los iba a separar
Ahora eso es un hueso enterrado
Olvidado
En un Miércoles de Ceniza»
(Caifanes)
Un Jueves Santo Yo descubrió que te amaba y desde entonces su vida se transformó en una fiesta. Aquella mañana llegaste a su casa como una gatita perdida, ¿te acuerdas? Tenías frío y sin embargo te desnudaste y te metiste en su cama. En la calle soplaba un viento helado, pero en la habitación la temperatura era agradable, quizá por eso te quedaste dormida. Dormías como una virgen y tu cara reflejaba una belleza serena. La colcha se deslizó hacia un costado y dejó tu cuerpo blanco casi al descubierto. Yo quedó maravillado y agradeció a Quienquiera que esté arriba del mundo la oportunidad de tenerte ahí, alimentándolo como un vaso de leche tibia. Desde entonces Yo tiene la memoria en la palma de las manos.
Esa mañana tu desnudez tenía una modestia casi sincera, simpática e inerme; un desamparo casi conmovedor. Tu cuerpo atraía profundamente a Yo, pero esa atracción no se refería sólo a lo sexual, porque a pesar de todo tu desnudez tenía algo puro, algo de espiritual que motivaba la sensibilidad de Yo.
Tener tu cuerpo en mis brazos no significaba abrazar un cuerpo sensible a todas las reacciones físicas y capaz de despertar en mí una infinidad de estímulos. No, tener en mis brazos la concreta blancura de tu cuerpo significaba abrazar además tu sonrisa clara y tu mirada llena de luz, el repertorio de tu ternura inmensa y tu forma de entregarte por completo.
Ese día hicimos el amor tres veces y fue como visitar los siete templos. No fue nuestra primera vez, pero yo nunca había sido tan feliz como en esos momentos. De pronto tuve conciencia de que el sentimiento que hacía brillar mi pecho era la verdadera versión del amor.
Yo pronunció tu nombre y dijo que te amaba. Tu lengua sólo se movió para acariciar sus dientes, pero tu cuerpo lo dijo todo. Comprendiste que algo maravilloso estaba pasando dentro de Yo y tu placer fue más intenso. Yo nunca había sido tan dichoso como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. Y es que la cumbre del amor es así: es sólo un segundo, un destello fugaz que, sin embargo, nos ilumina toda la vida y va admitiendo prórrogas y modificaciones.
Desde entonces Yo sentía el estómago lleno de mariposas y sus días se hicieron más largos. Y es que tú poco a poco fuiste plantando banderas en un territorio conquistado; poco a poco fuiste entrando en una plaza que no ofreció resistencia y te quedaste ahí para gozar de tu victoria. Como todo conquistador, exploraste el terreno hasta el último rincón, transformaste las viejas imágenes y destruiste todas las costumbres. No te diste cuenta que en alguna parte algo estalló y que de pronto Yo tuvo una nueva religión. No comprendiste que Yo tuvo una Diosa a quien adorar y que aprendió los ritos con facilidad. Yo supo que cualquier sacrificio era poco para la recompensa que prometías.
Tú eras su salvación. Tu nombre en sus labios era una plegaria que brotaba de lo más profundo de ese corazón que había sido bautizado en tus aguas benditas. Cada noche Yo rezaba para que te quedaras y borraras todos sus pecados. Pero todas las ofrendas fueron pocas a tus ojos, pues un día desapareciste sin dejar rastro, dejándolo crucificado en los curvados maderos de tu ausencia, esperando tu regreso como si fueras el Mesías. Desde que te fuiste, la vida de Yo se ha transformado en un largo Miércoles de Ceniza.
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* Julio Alberto Valtierra nació en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, México, en septiembre de 1961; es egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara (U de G), de la carrera de Letras. Durante diez años (1997-2007) fue asesor honorario en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) Unidad 145, Zapopan, Jalisco, México, donde impartió materias relacionadas con la enseñanza-aprendizaje de la lengua oral y escrita; y el Diplomado «Comprensión lectora y recreación literaria». Actualmente labora como docente en el Centro Cultural Apreciación y en la Preparatoria 13 de la U de G, donde imparte las materias de Español y Literatura, como parte del Curso de Nivelación Académica para los aspirantes a Bachillerato y Licenciatura de la U de G. Además, es Director de Redacción de la editorial Proyecto Unruly. A partir de 1987, textos suyos (poemas, cuentos, ensayos, entrevistas y artículos) han aparecido en revistas (Águila Lunar, Le Güevoné, Incípit, Abertura, Epígrafe, Novum, Mosaico, Plexos, La Vértebra, Agua y Saneamiento); en periódicos (Paréntesis, El Informador y El Occidental); y en el Suplemento Cultural de El Occidental. Hasta la fecha tiene ocho libros publicados:
La Editorial Olvido le ha publicado 6 libros: La danza de la serpiente (poesía, primera edición 1996; segunda edición 1999; tercera edición 2002). Ángel perdido (poesía, 1999), cuyo título a partir de la segunda edición (2001) cambió a Ángel terrestre. El amor es un perro con rabia (narrativa, primera edición 1999; segunda edición 2000; tercera edición 2002, cuarta edición 2005). Cuando la música termina (cuentos, primera edición 2000 segunda edición 2001). Húmedo disfraz (poesía, 2001). El Ritual de las sombras (poesía, 2003). Además, en febrero del 2002 Ultravioleta Editores le publicó el libro de ensayos Rock en vivo. Y en diciembre de 2005, la Secretaría de Cultura del Estado de Jalisco le publicó el ensayo El rol de rocanrol en Guadalajara. Correo-e: juliovaltierra@hotmail.com
Los presentes relatos forman parte de su libro de cuentos «Cuando la música termina», publicado por Editorial Olvido en el año 2000.
Julio, tu relato de la abuela me encanta, derrocha ternura y al final abre la presa y viene el diluvio.
Miercoles de Ceniza me hizo recordar tanto… que no sé qué decir, pero ha dejado un lindo sentimiento.