Literatura Cronopio

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Artaud

ARTAUD Y LA RELIGIÓN DEL SOL. DESDE EL REINO DE EMESA HASTA EL PAÍS DE LOS TARAHUMARA

Por Omar Ardila*

Para ayudar a esclarecer un poco la figura nebulosa de Antonin Artaud, es preciso configurar un perfil biográfico que pueda darnos algunas pistas sobre el origen y desarrollo de su convulso proceso vital.

El 4 de septiembre de 1896 nació en Marsella (la capital del Mediterráneo). A los cinco años sufrió su primera disociación con el «cuerpo organizado», pues padeció una aguda meningitis que, como lo anotó Otto Hahn, «lo llevó hasta el umbral de la muerte y lo sumergió repentinamente, en el universo absurdo del dolor». En adelante, Artaud recordaría la niñez como algo muy cercano a la muerte, donde un sonido o un grito eran inmensos fantasmas. Fue así como empezó a asumir su infancia, en medio del escándalo de su propio yo.

Entre los seis y los ocho años, vivió «periodos de tartamudeo y de horrible contracción física de los nervios faciales y de la lengua». Ni su pequeña hermana Germaine (quien murió cuando Artaud tenía ocho años), ni su padre (casi ausente) fueron compañías vivificantes que le sirvieran para ayudar a paliar su infantil desasosiego. Sólo a los veintiocho años, cuando vio fallecer a su padre, Artaud sintió por fin, el abrazo de ese cuerpo que se despedía, confirmándole que también él había vivido atormentado por su propio cuerpo. Con esta liberadora revelación, llegó a convencerse que «hay una mentira de ser contra la cual hemos nacido para protestar»: el cuerpo. La relación con su madre, que pudo haber sido más cercana, tampoco logro afianzarse. Nunca vio en ella la figura protectora que ayudara a colmar su soledad, más bien la sintió como alguien contradictorio que, al mismo tiempo que le brindaba una caricia, lo entregaba rigurosamente a los dictámenes del médico. Con ella tuvo un agudo conflicto, todos sus pasos eran opuestos y las discusiones permanentes, le servían para atizar el fuego de la enfermedad.

Cuando Artaud llegó a los diecinueve años, tuvo la primera experiencia de estadía en una clínica: La Rougière (cerca a Marsella). Al año siguiente, continuó el periplo por diversas instituciones médicas (más de cuatro) debido a los fuertes «dolores nerviosos» que lo aquejaban. Desde ese momento, la sociedad y su entorno empezaron a manifestársele como absurdas, ante lo cual, optó por el fortalecimiento espiritual, como una voluntad de poder, que le permitía resistir a través de la reafirmación, es decir, diciéndose «sí a sí mismo».

En 1920 llegó a Paris para internarse en una de las mejores clínicas psiquiátricas de Europa. Allí publicó sus primeros poemas, gracias al apoyo del doctor Toulousse, director de la clínica. En esos poemas expresaba su deseo de romper con todas las instituciones que «contaminan los juicios del hombre», o sea, aquellas regentadas por los «educadores», que para él, son los «malos consejeros».
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En 1921 estableció sus primeros vínculos con el mundo del teatro, donde encontró, inicialmente, alguna motivación existencial. Este hecho coincidió con el conocimiento de Génica Athanasiou, la mujer de su vida, con quien compartiría varios años y tendría luego una relación epistolar. Esos son también los años en que empezó a vincularse con el surrealismo, bajo el claro precepto de querer inventar una nueva forma de relación humana. Producto de esas reflexiones estéticas, son los dos libros que publicó en 1925, El pesa nervios y El ombligo de los limbos.

Desde 1926, Artaud vio la necesidad de crear un espacio donde pudiera empezar a darle una nueva forma a sus intuiciones sobre el mundo teatral. Junto con Roger Vitrac y Robert Aron, fundaron el «Teatro Alfred Jarry». En el manifiesto inaugural, Artaud anunciaba que «no es al espíritu o a los sentidos de los espectadores a los que nos dirigimos, sino a toda su existencia. A la de ellos y a la nuestra. Arriesgamos nuestra vida en el espectáculo que se desarrolla sobre la escena». El avance de esas y otras posturas libertarias desarrolladas por Artaud, le trajeron el rompimiento con los surrealistas en 1927. Posteriormente, debido a que el proyecto en el Teatro Alfred Jarry también se vio frustrado en 1930, se dedicó a configurar una nueva relación con el teatro, y de esas reflexiones y experiencias, surgió en 1932 el primer manifiesto del Teatro de la crueldad.

Desde 1932 hasta 1935 vivió unos años de intenso trabajo investigativo y dramatúrgico. Publicó, Heliogábalo o el anarquista coronado en 1934, y realizó varias puestas en escena, adaptando obras clásicas y poniendo en práctica su naciente propuesta del Teatro de la crueldad. A partir de 1935, sus nervios empezaron a exaltarse y su capacidad física no resistió tantas intensidades. Vivió meses críticos, marcados por el fracaso, la desconfianza y la falta de dinero. Ante esa difícil situación decidió embarcarse hacia México en 1936, con la firme convicción de querer cambiar de vida. En México vivió junto a los indígenas tarahumara y conoció los efectos del peyote, algo que le resultaría fundamental para su posterior desarrollo creativo. A finales del mismo año retornó a Francia y a mediados del siguiente, se encaminó hacia Irlanda, de donde fue deportado debido a su precaria condición económica y emocional.

El retorno a su país natal, marcó el inicio de un viacrucis por diversos centros psiquiátricos, donde su estado anímico llegaría a ser lamentable. En 1943 es trasladado a Rodez. Allí retomó su labor intelectual y escribió compulsivamente breves textos, adaptando algunas obras inglesas. Al parecer, su condición empezaba a mejorar y el influjo de los discursos cristianos que escuchaba en la clínica había generado un efecto positivo. Hasta llegaría a declarar que abandonaba la visión mítica e intelectual del mundo y que propendería por una objetivación de todo, con el ánimo de encontrar la libertad y la felicidad. La supuesta mejoría, le permitió recuperar la libertad a mediados de 1946. Desde ese momento y hasta su muerte el 4 de marzo de 1948, realizó sus obras más importantes (luego de haber recuperado su espíritu libertario, misterioso, oscuro y provocador): Artaud el Momo, Van Gogh el suicidado por la sociedad, y la emisión radiofónica, Para acabar con el juicio de Dios. Además, escribió numerosos artículos que fueron publicándose luego de su muerte, la cual tuvo lugar en la clínica de Ivry-sur-Seine, a donde debió recurrir debido a la condición extrema de ansiedad que volvió a dominarlo durante sus últimos días.
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Este breve recorrido biográfico sirve para confirmarnos que las dinámicas sociales nos han llevado a aceptar que el hombre moderno no puede vivir sino como poseído. Poseído por la macabra sociedad y desposeído de sí mismo. Como una respuesta a esta escisión —casi congénita— es el levantamiento de Artaud, concentrándose en la fuerza convulsa de la inercia, en el movimiento imperioso e incontenible de las cosas inertes —lo cual dista mucho de ser contradictorio, según su particular lógica—. Es, precisamente, en sus acercamientos a las antiguas tradiciones fenicia y tarahumara, donde descubrió y reconoció el poderío de ciertas estructuras simbólicas que, no obstante, haber soportado una quietud desde hacía algunos siglos, ahora, tras recuperar su caótico movimiento interior, ejercían un influjo permanente sobre el devenir de aquellos pueblos.

I. EL INFLUJO DE HELIOGÁBALO

Fue precisamente, en la corta pero intensa vida de aquel extraño personaje proveniente de Siria (Heliogábalo), quien llegó a ser Emperador romano entre los años 218 y 222, que Artaud fijó su atención para desentrañar de su vida-obra la expresión más auténtica de una existencia acorde con los principios religiosos que su tradición le había entregado.

Heliogábalo provenía del reino de Emesa, en el que su abuelo Basiano había instaurado una práctica ritual a la cual se entregaba fervientemente, asegurando «estar inyectado por una materia lívida, estar hecho de oro y descender directamente del sol». Esta creencia provenía desde el antiguo reino de los Samsigerámidas pero había caído en el olvido durante la nueva experiencia de los Basánidas. Sólo el abuelo de Heliogábalo mantenía la observancia de los antiguos principios en el «periodo oscuro», cuando «la religión del sol estaba colmada de devociones a la luna».
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En esta tradición de los Basianos, la descendencia se contaba a través de las mujeres (las madres). La mujer legaba el sacerdocio, sin embargo, el padre seguía conservándolo. La madre hacía las veces de padre y se la consideraba como tal: lo femenino, pues, engendraba lo masculino. Fue en ese contexto que emergió Heliogábalo, con el propósito de recuperar el antiguo culto del sol: esa «energía de oro concentrado», esa «luz cegadora», ese «principio activo». El nombre de Heliogábalo era «la feliz contracción gramatical de las más altas denominaciones del sol», es decir, el hijo de las cimas. Dicha expresión tenía un antecedente lingüístico (también considerado por Artaud en el texto): Elagabulus, el cual podría entenderse como «Dios salido de las montañas», una «cima radiante», o quizás, como el «deseo» que irradia el fondo del soplo del caos. En el cuerpo humano, ese «soplo» aparece como un «principio vital» que recorre los nervios con sus descargas y enfrenta los preceptos inteligentes de la cabeza, es decir, la razón.

LA RELIGIÓN DEL SOL EN EMESA

Antes de la aparición de Heliogábalo, sólo se conservaba en el templo, una piedra negra caída del cielo (un monolito con bloque en punta) que era guardada celosamente por Basiano. Estos betilos negros («piedras de Bel») procedían del fuego y lo conservaban desde el inicio del mundo creado. Eran objetos animados que sabían dar respuestas a través de los oráculos. La forma que tenían era la de un falo con una talla inferior que asimilaba una vagina. De esta forma, se hacía evidente la conjunción entre lo masculino y lo femenino, como potencias necesariamente integradas. El templo recogía las proyecciones espasmódicas del cielo a través del betilo negro que se conservaba en el centro. Esta piedra era la más grande de las numerosas que se encontraban diseminadas por el país sirio, y actuaban como vértebras integradas para la construcción de un cuerpo religioso que se movía en todo el territorio. Como ya habíamos dicho, la piedra negra caída del cielo, tenía la forma de un miembro masculino. Era un miembro activo en medio de sus propias simientes, y llevaba dentro sí, «en signos incendiarios», las palabras del alfabeto que consideraban sagrado.

Heliogábalo era un sacerdote de lo masculino que promovía una religión y una raza del sol. Para esta raza, los colores representaban un devenir estético fundamental. Exaltaban el rojo púrpura (de los menstruos femeninos) y el blanco (del esperma masculino). Para ellos, éstos fluidos corpóreos alcanzaban una dimensión metafísica, la cual tenía su manifestación activa a través de la exaltación de dichos colores en los vestidos ceremoniales y en los estandartes de los guerreros. Igualmente, los fenicios construyeron su bandera con los colores rojo y amarillo (color de los menstruos) para exaltar lo femenino que debía confrontar lo masculino, como en efecto sucedía en tiempos de los basianos.
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En ese pueblo, en el que el teatro no estaba en el escenario sino en la vida, las mujeres ejercían el papel principal como delineadoras del orden y de las relaciones sociales. Julia Domna, la madre de Heliogábalo, fue la gran motivadora y quien llevó a feliz término el proyecto para hacerse al trono romano. Ella supo mezclar «el sexo con la inteligencia y nunca utilizó la inteligencia sin el sexo, pero nunca tampoco el sexo desprovisto de inteligencia». Supo poner la inteligencia y el erotismo al servicio de la vida. Una extraña posición ética que se legitimó por medio de la puesta en práctica de una estética. La ética de la fidelidad a los principios religiosos y la estética de la transvaloración para recuperar la unidad. Julia Domna es la manifestación fluyente de la fuerza de lo femenino negro.

La religión de Emesa conservó la noción de los grandes principios. Es decir, la noción de la guerra que en los orígenes debieron sostener los principios para estabilizar la creación. Esta guerra de principios llevó a que se mezclara la religión del sol con la de la luna y a que se fundieran hasta quedar unidas. En las religiones antiguas, la magia no era una palabra vacía. Cada creencia tenía su correspondencia natural, de ahí el gran respeto que manifestaban ante la «respiración de las piedras», «el ladrido de los oráculos» y «los rugidos del cielo».

Artaud estableció un paralelo entre la religión cristiana —religión del Ictus (pez)— y la religión de Elagabulus —religión del sol en Emesa—. Mientras que la primera señalaba con cruces las «partes culpables del cuerpo», la segunda exaltaba la «peligrosa» acción del miembro masculino, del órgano de la reproducción —a la llegada de Heliogábalo a Roma, detrás de su caravana iba un falo de diez toneladas arrastrado por trescientos toros—. En la religión del Ictus, el cielo (la morada de Dios) era considerado como un mito. Fue el cristianismo el que fabricó esa lucha de dios a dios, de fuerza a fuerza, haciendo reducir su Dios a una efigie propicia para los idólatras, llegando, de esta forma, a un cierto «paganismo» que confundía efigies con principios. Para la religión del sol, el cielo era una realidad, pero una realidad en acción. Se consideraba que «el espíritu sagrado era el que permanecía unido a los principios con una fuerza de identificación sombría que se parece a la sexualidad».

Asimismo, la religión del sol de Emesa, tenía un aspecto poético central: la coagulación de las necesidades psíquicas. Se odiaba la abstracción, había un escalón de bases objetivas que ayudaban a mantener el contacto con lo sobrenatural. De forma contraria al cristianismo (que hizo de lo sagrado algo vedado) en la religión de Heliogábalo, lo sagrado existía tal como era: sagrado pero activo, y haciendo parte de una realidad material. Esta religión también conservaba adherencias con los fluidos humanos que alimentaban el suelo, lo cual se exaltaba en todas las actividades de los practicantes. Para ellos, el teatro era la vida misma y tenían muy claro que «no es por principio como se impone una verdad sino por sus ritos». Por lo tanto, no era concebible en la religión del sol, la existencia de dioses sino de principios. Según ellos, los dioses nacieron cuando se separaron las fuerzas (principios) y morirán cuando éstas vuelvan a reunirse. De esta forma, los principios no se piensan sino que se los nombra, puesto que existen (como el fuego, el agua y la tierra). Artaud, incluso, entrevé que no existen los principios (en el sentido externo ajeno a lo visto y pensado) sino las cosas como tal: «Los principios solo valen para el espíritu que piensa, y cuando piensa; pero, fuera del espíritu que piensa, un principio queda reducido a nada». Es la confirmación —que podría tomarse como contradictoria— de que lo que existe es la intuición de la nada.
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El camino religioso que trata de mostrar Artaud por medio de Heliogábalo, pretende la fusión con el «Uno Solo», el gran «Uno Cósmico», el «Cero infinito de Dios», puesto que «Heliogábalo tuvo el sentido de la unidad en el que se basan todos los mitos y todos los nombres» y supo acoger y potenciar la unidad mágica del verbo y de la acción que estaban presentes en la religión de sus ancestros. Heliogábalo debía ser el restaurador de esa unidad genésica, la cual había sufrido terribles escisiones.
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1 COMENTARIO

  1. Excelente artículo. Muy bien escrito y documentado. Me pregunto si Artaud pensaría y actuaría de la misma manera de haber tenido una infancia sana.

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