IDEAS SOBRE ANARQUÍA EN HELIOGÁBALO
El mayor logro que alcanzó Artaud con su obra Heliogábalo, fue configurar un discurso en torno a la anarquía —no en vano, el subtítulo del libro es «El anarquista coronado»—. Son varias las aproximaciones que nos va proponiendo a lo largo del texto, hasta llegar a mostrarnos la anarquía como esa «unidad de todo que molesta al capricho y a la multiplicidad de las cosas». Pero para llegar a esta visión de unidad, se debe haber reconocido con anterioridad, la acción de la multiplicidad. «quien está dotado con el sentido de la unidad está dotado con el sentido de la multiplicidad de las cosas». El propósito que condujo a Heliogábalo durante su corta vida, fue tratar de reducir la multiplicidad humana (mediante la sangre, la crueldad y la guerra) al sentido de unidad que era fundamental en su práctica religiosa.
Heliogábalo vivió en sí mismo la unidad de los contrarios (de lo múltiple). En él se daba un doble combate: por un lado, la vivencia del uno que se divide y sigue siendo uno; y por otra, la condición del Rey Solar que no aceptaba ser humano y que escupía en el hombre. Así pues, la imagen que vamos teniendo de Heliogábalo es giratoria, debido a su naturaleza fascinante y doble «que descendía de Venus encarnada». La primera anarquía estaba en Heliogábalo. Él fue un anarquista nato que soportaba mal su corona. Su anarquía la aplicaba en primer lugar, en sí mismo y contra sí mismo. En su experiencia como Emperador de Roma, predicó la anarquía con el ejemplo y la pagó con el precio adecuado: la muerte. Su muerte fue la coronación de su vida. Tuvo la muerte deshonrosa de un rebelde pero que supo morir por sus ideas.
La guerra de Heliogábalo en su interior, tenía una connotación virtual, abstracta, de principios; mientras que afuera corría sangre real. La impronta de la religión del sol, le sirvió de apoyo para afianzar la condición guerrera. «Heliogábalo llegó el día en que la sangre del sol subía como una marea hasta su cabeza, y cada gota de rocío solar se convertía en una energía y en una idea». En el sol está la guerra (Marte). El sol es un dios guerrero que se alimenta con los rituales de sus adoradores —el rito del Galo que se cortaba los genitales y luego se vestía de mujer para emprender una veloz carrera, es un rito de guerra, en el que se afirmaba cómo el hombre y la mujer se fundían en la sangre, al precio de la sangre—. Heliogábalo conquistó por la guerra pero debía hacer olvidar la guerra para restaurar la unidad, lo cual era su gran propósito. El desorden que conllevaba el proceso de la guerra respondía a la «aplicación de una idea metafísica y superior del orden, es decir, de la unidad».
El gran triunfo de Heliogábalo en su corto paso por el Imperio Romano, fue lograr instaurar la anarquía, sirviéndose del teatro, de la inteligente teatralización de sus preceptos religiosos. Convencido como estaba, de su condición de soberano solar, prescindió de la idea de Dios como sujeto externo que determina todo y se autoproclamó continuador de la ley natural que sostenía una guerra de principios, convirtiendo la ley personal en la ley de todos. Esa ley era la del anarquista que dice: «Ni dios ni señor, sólo yo». Es decir, la reafirmación de la voluntad del individuo, que es superior a la de cualquier determinación externa, y que adquiere una dimensión de absoluto que no necesita nada que pretenda condicionarla: «ni dios, ni ángel, ni hombre, ni espíritu, ni principio, ni materia, ni continuidad».
Heliogábalo fue un insurrecto que supo juntar el arte con la vida. Su labor poetizante fue un acto de anarquía dentro de la banal cotidianidad romana. Entendió la anarquía como poesía realizada en medio de una tierra de contradicción y de desorden. Artaud describe este presupuesto, de una forma bastante lúcida: «En toda poesía hay una contradicción esencial. La poesía es la multiplicidad machacada y que lanza llamas. Y la poesía que devuelve el orden, resucita primero el desorden de los aspectos inflamados; hace que se entrechoquen aspectos que reduce a un punto único: fuego, gesto, sangre, grito».
II. LA BÚSQUEDA DE LA RELIGIÓN DEL SOL EN AMÉRICA
El otro gran viaje mítico-poético que emprendió Artaud en busca de las huellas de la religión del sol, fue hacia el país de los tarahumara (territorio ubicado en la región de la Sierra Madre Occidental de México) en el año de 1936.
Si el encuentro con la vida de Heliogábalo lo realizó Artaud a través de cuidadosas investigaciones en libros y estudios históricos, con los sacerdotes del sol de la nación tarahumara pudo interactuar directamente y recibir sus enseñanzas, al tiempo que descubría e interpretaba la profusa simbología (cruz con brazos, doble cruz, gran círculo con un punto en el medio, dos triángulos opuestos, tres puntos, cuatro triángulos en los cuatro puntos cardinales) que encontraba en su recorrido por la «montaña sagrada» y en los templos. La primera gran intuición que tuvo Artaud, fue la de que en la montaña tarahumara todo hablaba de lo Esencial, de los principios que le dieron vida a la naturaleza. Todo (el hombre, las tormentas, el viento, el silencio, el sol) vivía en función exclusiva de esos principios. Según las tradiciones (que no eran leyendas) por el país de los tarahumara pasó una raza de hombres portadores de fuego —evidente proyección solar—, que tenían tres señores —a semejanza de los «magos» del culto cristiano—, y que se encaminaban hacia la Estrella Polar. Es decir, estos personajes conservaban dentro de sus tradiciones como elemento fundamental, el culto al sol. De esta forma, pudo corroborar Artaud el desplazamiento de la religión solar a lo largo del planeta.
Los templos en forma de pirámide que encontró Artaud en la región tarahumara, estaban matemática y geométricamente, orientados hacia el sol, lo que evidenciaba que del «astro mayor» provenía el poder trascendente. Esta ubicación espacial tenía un poderoso alcance científico y metafísico, y era, en parte, similar a lo que se podía encontrar en los vecinos observatorios astronómicos de los mayas, quienes habían alcanzado un punto muy alto de conocimiento celeste. Dicha ubicación espacial de los templos, les servía a los tarahumara para el reconocimiento de los ciclos que describía el sol en su movimiento y para así poder integrarse plenamente en la vibración natural y aprovechar al máximo la influencia que ello tenía en el desarrollo de los procesos productivos y culturales. Algo que también llamó la atención de Artaud, fue la simbología repetitiva que hallaba en la entrada de los pueblos: una cruz principal, rodeada por una cruz menor en cada uno de los puntos cardinales. Pero estas cruces no tenían el carácter simbólico cristiano, sino que representaban al hombre dividido (en cuatro) en el espacio; el hombre con los brazos abiertos, vinculado con los cuatro puntos cardinales. Esta es una reafirmación de la concepción geométrica del mundo que tenían los tarahumara, la cual era además, activa y mantenía al hombre plenamente integrado en la dinámica del movimiento. Asimismo, la proyección de la intuición trascendental en el poderío activo del sol, generaba una fuerza espiritual que delineaba los principios de la nación tarahumara. Esta raza-principio, no creía en Dios —dicha concepción no existía en su lengua— pero le rendía culto a un principio trascendente de la naturaleza que era Macho-Hembra.
Si entre los fenicios, que era una raza Hembra, tuvo que aparecer Heliogábalo para restablecer el equilibrio de lo masculino con lo femenino, entre los tarahumara esto no era necesario puesto que para ellos, el principio Macho-Hembra existía simultáneamente —no expresaba la dualidad sino la integralidad, no buscaba la oposición sino el equilibrio—. Los tarahumara consideraban que ellos estaban hechos con el mismo tejido de la naturaleza; despreciaban la vida de su cuerpo y vivían exclusivamente para sus ideas, buscando mantener una comunicación constante y mágica con «la vida superior de dichas ideas». En cuanto al mal, no lo consideraban como asociado con el pecado (que tampoco existía en sus concepciones). El mal era la pérdida de la conciencia, el distanciamiento de esos principios que los mantenía armonizados con el Todo. Tampoco concebían la idea del progreso. Se asumían como una tradición auténtica que representaba el punto más avanzado de toda verdad, y por lo tanto, no requerían del progreso. El progreso consistía en conservar el poderío de sus tradiciones (la forma, la cosmovisión, los símbolos, etc.).
Artaud, ante los descubrimientos que hacía sobre la permanencia del culto solar con carácter científico y astronómico, en varias tradiciones (pues también sabía sobre esa presencia en sectores de culturas italianas, judías y chinas) se aventuró a plantear una hipótesis tratando de ubicar las causas que llevaron a hacer de estas prácticas, algo hermético. Él afirmaba que el Renacimiento del siglo XVI rompió con la realidad de las leyes naturales, y que el humanismo de ese periodo disminuyó al hombre, quien ya no se elevó hasta la naturaleza sino que la atrajo a su talla. Este punto de ruptura con las antiguas tradiciones, hizo que la ciencia astronómica de la naturaleza (cuya vida gira en torno al sol) se volviera secreta debido a múltiples persecuciones por parte de instituciones que la consideraban como expresión del mal.
EL RITUAL DEL CIGURI
La visita al país de los tarahumara, también le propició a Artaud el encuentro con un extraño ritual (el Ciguri), el cual le permitió afianzarse en la ruptura que ya había comenzado con la tradición racionalista occidental. Fueron los sacerdotes del Tutuguri (sacerdotes del sol) quienes le indicaron el camino para llegar al Ciguri («el dios de la Presciencia del justo, del equilibrio y del control de uno mismo»). Tras haber pasado por lo múltiple, ahora se regresaba al uno (el tutuguri, el sol). Según Artaud, el sacerdote que le abrió la conciencia con una cuchillada entre el pecho y el bazo, explicó que lo que buscaba hacerle con dicha práctica ritual era: «recoserte dentro de la entidad sin Dios que te asimila y te produce como si tú mismo te produjeras, y como tú mismo en la Nada y contra Él, a cualquier hora te produces».
Todo el ritual de Ciguri tenía una rigurosa y eficaz forma, tanto por la distribución espacial de los participantes como por la relación respetuosa que éstos mantenían con las diversas «simbologías» que manifestaban los objetos. Con la danza de los dos sirvientes (hombre y mujer) en el semicírculo que tenía en un extremo al sacerdote y en el otro a una pareja de niños, se generaba un encuentro entre dos principios (masculino y femenino) que, como ya habíamos dicho, estaban integrados, y por eso suplantaban al Dios que existía escindido (ese Dios del mundo occidental que promulgaba la lucha de principios irreconciliables). Los principios que se encontraban en el ritual de los tarahumara, no estaban en el cuerpo sino que permanecían como ideas inmateriales (externas y opuestas al ser). Estas ideas se hacían su propio cuerpo, en el cual, la idea de materia es trascendida, absorbida por Ciguri, pues para los tarahumara, «ese cuerpo que soy… no soy yo en absoluto». Asimismo, aceptaban la presencia dentro de sí de un Otro (presente siempre pero que ha sido ocultado) que, precisamente, se buscaba volver a sentir. De esta forma, la sensación que se experimentaba en el ritual no era propia del cuerpo sino que era como una manifestación del Ciguri, como una realidad virtual generadora de toda realidad natural. La gran ventaja de los tarahumara frente al hombre occidental, la encontraba Artaud en el hecho de que aquellos sí podían saber cuándo una actuación era suya y cuándo era una manifestación de esa realidad virtual, de esa chispa divina, de ese Otro, de la divinidad que recuperaban por medio del ritual. El Ciguri despierta el deseo de lo verdadero (un deseo que es pura producción) y da fuerzas para experimentarlo, «es un rito de creación, que explica cómo son las cosas en el Vacío, y éste en el Infinito y cómo salieron de él en la Realidad y se hicieron. Y acababa en el momento en que por orden de Dios han adquirido ser en un cuerpo».
Es importante tener en cuenta que el elemento activo que conducía al participante para el encuentro con esa dimensión oculta durante el ritual, era el peyote (al que los tarahumara llamaban jiguri, y que Artaud popularizó como ciguri). Junto al lugar que ocupaba el sacerdote, se encontraba un bote de madera que contenía las raíces del peyote, y en su debido momento, éste se las ofrecía a los danzantes. El «Macho-Principio-de-la-Naturaleza» estaba representado por las raíces hermafroditas del peyote. En ese contexto, el peyote tenía el alcance superior de lo que no ha nacido sino que es innato. Era como la conciencia atávica de un pueblo, que resucitaba el recuerdo de las verdades soberanas, mediante las cuales, la conciencia humana recupera la percepción del Infinito.
El ritual generaba un efecto renovador en sus practicantes. Morfológicamente, el procedimiento del ritual tenía una relación con el lugar donde el sacerdote tocaba a los danzantes (entre el pecho y el bazo): por una parte, el hígado actuaba como «filtro orgánico del Inconsciente», y por otra, el bazo mantenía la «correspondencia física con el Infinito». Por supuesto que ello llevaba a una restauración fisiológica que permitía encontrar la armonía. El consumo del peyote producía la expulsión de sustancias de desecho (orina, heces, flemas) con inmensa fuerza. Era el agente de la limpieza luego de haber provocado un agudo malestar. Era necesario —decía Artaud— «el descenso a la enfermedad para VOLVER A EMERGER AL DÍA». Y eso fue lo que, efectivamente, alcanzó en su paso por la nación tarahumara. En uno de sus escritos posteriores a esa visita, Artaud decía que fue al país de los tarahumara «para desembarazarse de Jesucristo (y que aspira a ir al Tíbet para desembarazarse de Dios y del Espíritu Santo)».
III. LA ANARQUÍA CORONADA
En esta parte final del texto, retomamos algunos de los elementos ya esbozados sobre la idea de anarquía que logró configurar Artaud a partir de su estudio sobre la personalidad de Heliogábalo, para intentar vincularlos con algunos conceptos fundamentales que desarrollaría posteriormente, los cuales serían su máximo aporte a la reflexión en torno a la libertad y la estética.
«Heliogábalo llevaba en sí todas las guerras que los pueblos sostuvieron, no como un reflejo o una imagen sino como una energía que se devora, y que da pruebas de su actividad». Pero aquella guerra no era por los principios sino que era una guerra de principios, una guerra en el caos. Algo muy distinto de lo que la visión oficial de la historia ha mantenido como criterio unificador cuando se refiere a la génesis de las guerras. Por esta razón, Artaud confesaba que había hecho el texto de Heliogábalo para que el lector aprendiera a desaprender la historia.
El encuentro con este texto de Artaud, nos permite conocer una particular visión de la anarquía: una anarquía coronada, tal como lo señala el mismo autor en el complemento al título del libro. Para adentrarnos un poco en la configuración de ese discurso, lo primero que tenemos que decir con Artaud es que «la anarquía estaba en Heliogábalo, y le destrozaba el organismo». Su acción era consecuencia de una moral que se dice «sí a sí mismo», que reafirma sus propios ideales. Es decir, lo opuesto a la concepción que asume la acción como reacción (el otro como opuesto que justifica la lucha). Para Heliogábalo, la acción era reafirmación (el otro como un complemento que sirve para reafirmarse, para decirse «sí a sí mismo»). La anarquía congénita de Heliogábalo, se reafirmaba con una voluntad de verdad (en el sentido expresado por Nietzsche), que hacía desaparecer por sí misma aquella moral plebeya que se gesta cuando «el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores» pero partiendo de la negación: el no a un «otro» y el no a un «no-yo».
La anarquía de Heliogábalo se sintetiza en la búsqueda de la unidad (un dios: el sol), cuyo símbolo era el miembro masculino, el cono de reproducción sobre la tierra. La expresión griega Elagabulus (sol de la tierra) tenía que convertirse a su llegada a Roma, en Heliogábalo (sol del cielo), en el cono de reproducción del cielo. Era preciso que Heliogábalo absorbiera a su dios, comiera a su dios para que pudiera establecer en su nuevo territorio la anarquía coronada. Pero esa «unidad» de la anarquía (como podría entenderse que trató de expresarla Artaud) debe tomarse apenas como un «modo de hablar». El Uno era realmente múltiple. La unidad que pregonaba era la de lo múltiple. Esa multiplicidad iba más allá de cualquier oposición y rompía con el movimiento dialéctico. De esta forma, nos encontramos frente a «una anarquía que se organiza», una anarquía como poesía realizada (es ahí donde surge el verdadero teatro, la verdadera poesía, el verdadero arte). La gran labor de Heliogábalo era devolverle la poesía y el orden al mundo.
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Excelente artículo. Muy bien escrito y documentado. Me pregunto si Artaud pensaría y actuaría de la misma manera de haber tenido una infancia sana.