EL OMINOSO SILENCIO DE LA METÁFORA
Por Ricardo Iribarren (Gocho Versolari)*
El bodegón cerca de la Estación de trenes de La Plata, parecía una enorme cucaracha prehistórica; eran los años sesenta y todas las noches nos reuníamos a fumar, beber ginebra y escuchar los disparates más absurdos, expresados como sesudas tesis o composiciones poéticas bellas y salvajes. Muchos de los presentes frecuentaban talleres literarios de orientación ultraísta y yo mismo había asistido con Carla a las conferencias que dictara durante seis meses Jorge Luis Borges en La Puñalada, un viejo café de San Telmo.
Fue en medio de una tempestad nocturna del mes de agosto, cuando, Carla expuso por primera vez su teoría sobre el sustrato óntico de la metáfora en aquel bodegón. La escuchamos atentos, ya que era la única que no acostumbraba a volcar delirios atizados por el alcohol. Afirmó que nuestra herencia nominalista nos llevaba a considerar las metáforas como simples flatus vocis. Ella pensaba (intuía, presentía) que una sentencia pronunciada en términos figurativos, tenía su correlato en otro mundo donde era una realidad aplastante. Aún las imágenes más pueriles, como las perlas de las lágrimas o la daga del adiós, corresponderían a mundos donde el dolor destilado por las pupilas, se transformaría en piedras preciosas, y los jerarcas de ese orbe cuidarían celosamente los coros de lloronas, que cubrirían diariamente las calles de diamantes y zafiros. Del mismo modo, en ese o en otro universo, las estaciones de los trenes rebosarían de cuchillos y sus habitantes tendrían que tomar medidas para evitar que en el momento de dar un doloroso adiós, las armas se dispararan y mataran a alguien.
Escuchamos en silencio el pequeño discurso de Carla, que terminó afirmando «En todo símbolo hay una realidad aplastante». Con esta expresión ya pensaba en el silencio ominoso y lo precisó al agregar: «si llegamos al punto en que podamos expresar una metáfora sin palabras, el universo podría explotar».
Me extrañó que hablara moviendo las manos sin cesar; luego explicaría que era necesario acompañar la voz con gestos rituales para que el mundo metafórico se abriera y pudiéramos entrar.
Poco tiempo después, en medio del estudio y la militancia política, Carla y yo iniciamos una relación apasionada, que duró quince años. En ese tiempo probó varias veces la tesis del sustrato óntico, constatando su eficacia. Finalmente sus apuntes completaron dos gruesos volúmenes de una minuciosa guía de viaje a esos universos donde las metáforas se transformaban en una contundente realidad.
Yo la esperaba al final de los recorridos con un vaso de leche tibia y miel, la bebida más indicada luego de varias horas en aquel medio asombroso y salvaje.
Algunas veces retornaba turbada, con expresión de miedo. He observado el silencio de la metáfora —afirmaba— y puedo decirte que es más terrible de lo que podemos soñar.
En uno de mis cinco viajes a ese mundo imaginario, constaté esa afirmación. Al seguir la metáfora «Los silos de la aurora derramaron el trigo del sol», en el mundo al que correspondía la imagen vi los plateados contenedores alineados en el firmamento, hasta que una fuerza terrible los tumbó derramando el contenido entre las nubes. En el momento en que el cereal empezaba a caer, pude observar y sentir el silencio. Mezclándose al trigo se desplegaba como un brillo siniestro y hermoso; por un segundo, todo mi cuerpo percibió el dolor, la desesperación, la muerte misma como haces de dañinas vibraciones. Supe que desde el lenguaje, esa fuerza destructiva podía llegar a la materia, a todos los rincones de nuestra vida y quizá destruir el mundo que conocíamos.
Atemorizada por esa presencia silente, Carla estuvo a punto de dejar el proyecto, pero la insté a que lo siguiera. Quizá el silencio ominoso fuera una percepción nuestra; amigos y familiares que experimentaran la entrada al mundo metafórico, nunca hicieron mención de él. Finalmente, establecimos varias reglas simples para acceder sin peligro a la dimensión óntica de la metáfora: 1) Escribir un poema rebosante de imágenes 2) Imaginar cada una de ellas, y realizar los mudras que se describían en las instrucciones 3) atravesar la entrada al mundo metafórico que debía abrirse en un costado de la habitación del poeta. Un editor se interesó en el manuscrito, exigiéndole a mi novia suprimir los complicados silogismos que acompañaban las afirmaciones. De ese modo la publicación se redujo a un delgado volumen.
En tanto, sin que practicáramos los gestos ni hiciéramos ningún tipo de invocación, el mundo de las metáforas nos invadía con creciente frecuencia. Bastaba la simple alusión a cualquiera de las imágenes implícitas en el lenguaje; si al mirarme al espejo, pensaba Estoy pálido como un muerto, de inmediato una imagen de mí mismo en un ataúd, con las manos cruzadas sobre el pecho, surgía en un rincón del cuarto. Cuando Carla afirmaba ¡Estoy alegre como una mariposa!, un alado fantasma con su rostro y su cuerpo, volaba unos metros hasta escapar por la ventana o estrellarse contra la pared.
Las experiencias hubieran sido inofensivas, de no ser por el mutismo que las acompañaba. Cada vez que aparecía el muerto al que se le atribuía la palidez, la mariposa, o la versión del Rey Midas cuando Carla aseguraba que todo lo que tocaba se convertía en oro, el silencio emergía como un brillo desolador, hermoso y terrible. Apartábamos la vista, porque sabíamos que bastaría una mirada intensa para que se desatara con consecuencias incalculables.
El último poema que escribí en aquella etapa, contenía varias metáforas encadenadas, y al terminar la última, el silencio afloró fugazmente, pero bastó que un par de partículas microscópicas y chispeantes cayeran sobre el escritorio, para que un puñado de papeles ardiera, produciendo un principio de incendio.
Con Carla asociábamos el mundo metafórico y su amenazante silencio a un espíritu alocado, adolescente, y no a nuestras inclinaciones burguesas, a la aburrida mesura y al miedo que aumentaba con el paso de los años.
Nuestro lenguaje fue perdiendo símbolos y para comunicarnos, escogimos signos vacíos que garantizarían nuestra seguridad y la del género humano. Otra tarde lluviosa de agosto, hicimos un pacto por el que debíamos renunciar a las metáforas mientras durara nuestra unión. Carla, como creadora de la teoría y por haber descubierto la entrada a aquel mundo, sabía que las consecuencias podían ser funestas. Acepté y en un acuerdo donde faltó firmar con sangre, nos propusimos formalmente declinar el uso de símbolos en nuestro lenguaje.
En tanto, muchos jóvenes y adultos, siguiendo la guía descripta en el libro, se precipitaron al mundo metafórico, formando casi una nueva religión donde la imagen poética era el objeto de culto. Cantidad de vates noveles o experimentados, entraban diariamente a los ámbitos donde los duendes poblaban las tardes y los pájaros volaban con alas de pétalos.
Al cambiar nuestros hábitos de lenguaje, un trasfondo de tristeza desganada desplazó rápidamente a la antigua pasión. Fue entonces que llego hasta mí lo que parecía ser un secreto a voces; Ebúrneo González, un profesor de más de noventa años, colega de Carla en la universidad, la festejaba, y habían salido algunas veces a la ópera y a cenar; con dolor, un amigo íntimo me aseguró que tenían relaciones a mis espaldas.
Finalmente, Carla me convocó junto al arce que había hecho plantar en el patio para recordar a su abuela canadiense. Me dijo que estaba decidida a romper con nuestra relación y en el extenso diálogo que mantuvimos, buscamos cuidadosamente las palabras. Procurábamos evitar las metáforas, o las expresiones que las recordaran; evoqué con nostalgia los tiempos del bodegón de La Plata; entonces hubiéramos celebrado los túneles que se abrían en el aire; nos hubiéramos quitado los zapatos para pisar el terciopelo de la grama y perseguido las iguanas fantásticas que arrojaba el sol del mediodía.
Ahora iban y venían vocablos cuidadosamente neutros, lleno de signos amables y vacíos. Ella evitaba mirarme a los ojos, con esa vergüenza crispada que acompaña al final del amor. El peligro era real; no debíamos conjurar al ominoso silencio que podría destruirlo todo.
Con lentitud procuré explicar que el haberse convertido en una especie de gurú femenino para todos aquellos que procuraban encontrar los mundos de la metáfora, la había apartado de mí en términos de intimidad. De inmediato, la indagué sobre el romance con Ebúrneo, el profesor anciano, especializado en la poesía de T.S. Eliot durante su vida en Missouri .
Me respondió con un gesto de indiferencia intelectual; encogió los hombros y murmuró algo que no venía al caso y que ya no recuerdo. Dije entonces que lo nuestro era un hábito tenaz (cuidado: estoy rozando la metáfora) y aún cuando frecuentáramos otros amantes, regresaríamos a los abrazos originales como… Aquí me detuve. El silencio destructivo también se encontraba en las comparaciones.
Finalmente arreglamos nuestra separación con otro pacto formulado en dos o tres fórmulas lingüísticas desprovistas de connotaciones, como Demos una tregua temporal a lo afectivo o Podemos vernos, pero manteniendo aisladas nuestras intimidades (esta última oración también rozaba la metáfora y por eso decidimos excluirla)
A pesar del pacto y de la aséptica separación, la idea de que ella y Ebúrneo estuvieran juntos llegó a desesperarme y una madrugada, me levanté insomne y escribí el poema. Con él desafiaba nuestro acuerdo, y me preguntaba con dolor si Carla no reservaba el mundo metafórico para ella y su envejecido amante. Los cinco versos parecieron redactarse por sí mismos.
Abre sus ojos el crepúsculo
Y vomita desde ellos su carne anciana
Las ebúrneas células repletas de monstruos
devoran los tenues pájaros que escapan de tu piel.
Al escribir las últimas palabras, sentí un desahogo profundo y me dormí. Soñé con los versos; en el primero, creaba un mundo en el que un crepúsculo perenne miraba al mundo con ojos abiertos; formaciones de nubes, coágulos de luz y legañas del día sumergiéndose en la negrura de la noche. La carne anciana que vomitara el atardecer se trasformaba en murciélagos oscuros y enjambres de insectos. (Aquí había utilizado el adjetivo ebúrneo que era el nombre de mi rival).
En un punto de la luz mortecina que cayera sobre aquel mundo sin noches, sin tardes ni amaneceres, se dibujó la tosca figura de un hombre anciano.
Desperté en el orbe metafórico donde atardecía y, a través de la ventana, vi al crepúsculo dibujar una cara roja cuyos ojos me miraban arrojando remolinos azules que confluían en un punto central veteado de gris. Pensé que en algún lugar de la imagen estaba el tan temido silencio, pero la ansiedad se impuso y corrí las siete cuadras que me separaban de la casa de Carla, repitiéndome que las paredes eran tenues como fibras de luna, por lo que al llegar pude atravesarlas y entrar al dormitorio. Allí estaba Ebúrneo, como una vil y lúbrica masa negra que se agitaba sobre ella en movimientos de coito. Carla, desnuda, gemía y se entregaba… claro, se entregaba literalmente, de acuerdo a las reglas ónticas de la metáfora; trepaba a una enorme bandeja y abría las nalgas para poner entre ellas una manzana asada y un talo de apio, gozando como nunca lo había hecho conmigo.
Salieron de su piel los pájaros de mi poema y eran tantos que se abalanzaron sobre los ojos del crepúsculo y los picotearon hasta dejarlo ciego. Habiendo comprobado la infidelidad, rogué a los mismos pájaros que picotearan mis ojos, que se abalanzaran sobre ellos como nubes furiosas, como ciclones emplumados, como alados cuchillos, pero rompiendo una de las leyes del mundo de la imagen, las aves no atendieron a mi reclamo suicida y volaron con una indiferencia soberana. Casi rozándome, se alejaron hacia el crepúsculo ciego, que ahora dejaba paso a la noche y a una luna creciente como el vientre de una embarazada muerta.
Salí de la casa de Carla por las hebras de luna de las paredes y caminé hasta el lago. Las metáforas se habían agotado, abriendo en mi interior un gran hueco, sin paredes ni límites; la realidad surgía neta, vacía, solitaria. La luna era un guijarro brillante y el lago una masa de agua que recogía su imagen a través de la vieja refracción del espejo. La brisa de la noche ya no era el aliento perfumado de un gigante hembra, sino el simple y escuálido movimiento de las capas de aire.
En las semanas que siguieron, me sumergí en los tifones del dolor que poblaban las paredes de mi casa y atravesaban las habitaciones. Carla me llamó sólo una vez para confirmar su relación con Ebúrneo, al que describió como un caballero, ágil y vital y me informó que se casaría en dos semanas. También me invitaba a la fiesta; el profesor, que disponía de una fortuna personal, había comprado el bodegón de La Plata, donde nos reuniéramos en nuestra juventud. Tras salvarlo de la demolición, lo había remodelado para dejarlo como en los años sesenta.
Esas noches seguí soñando con los ojos del crepúsculo; se entornaban y los párpados bajaban con una exasperante lentitud; cuando estaban por cerrarse, se engendraba el tan temido silencio, que surgía de las pupilas del cielo, como una luz rastrera y llena de poder.
Alquilé un elegante smoking para la fiesta. Era una celebración importante y habían invitado a las fuerzas vivas de la ciudad. A fin de recrear la atmósfera de los sesenta, Ebúrneo contrató a importantes conjuntos musicales que alternaban temas melódicos y Rock de la época; la decoración era casi idéntica a la de aquellos días, aunque faltaban detalles, como el empapelado deslizándose por las paredes llenas de humedad, la iluminación amarilla y el exterior descascarado.
Carla estaba luminosa con un traje blanco y corto; en vez de tocado, una tiara blanca adornaba su cabeza. Extendió su mano para saludarme, me agradeció la asistencia y recordó nuestro acuerdo de no utilizar metáforas. Le contesté que no era mi intención arruinar su fiesta. Mentía. En mi bolsillo guardaba el papel donde garabateara el poema, aunque no estaba seguro si para convocar al silencio sería necesaria una declamación; quizá con un solo murmullo pudiera presentarse el costado silente y amenazador.
Fue el propio Ebúrneo quien me brindó la oportunidad; luego del baile y los brindis, a pedido de Carla, se procedió a evocar lo que fueran las reuniones en el bodegón; cada uno de nosotros expondría una teoría descabellada con la más absoluta seriedad.
Me incluyeron y esperé con paciencia a que hablaran de globos de helios movidos por energía espiritual; de la fabricación de correas para perros fantasmas y de una jalea hecha con excrementos de mosquito que prometía la inmortalidad.
Cuando me llegó el turno, y anuncié que iba a declamar un poema, vi que Carla empalidecía y derramaba una copa de vino que sostenía en la mano. Antes que pudiera detenerme, empecé con los versos
Abre sus ojos el crepúsculo…
Y vomita desde ellos su carne anciana…
Las ebúrneas células repletas de monstruos….
devoran los tenues pájaros que escapan de tu piel…
…………………………………………………
Las líneas de puntos suspensivos al final de cada uno de los versos, indicaban el trabajo del silencio; mientras repetía el resto, seguía contemplando el momento en que el cielo del atardecer cerraba sus enormes ojos y producía esa brillante materia cargada de muerte. La línea de puntos final indicaba que el mutismo había llegado hasta nosotros y caía sobre cada uno de los que estábamos en la fiesta.
Carla extendió sus manos hacia mí y gritó un largo ¡¡¡NOOO!!! que caracoleó sobre sí mismo y se hundió en un colosal tubo junto con los invitados, las paredes, los muebles y los camareros que servían las mesas. El viejo bodegón fue un vórtice que atrajo a sí a todo el universo.
Con una alegría jubilosa y cruel, también me precipité en aquel pozo y caí sin límites, arrebatado por el silencio. Las metáforas desfilaban a mi lado como exhalaciones fluorescente; el silencio de la tarde que ponía cerrojos a la sombra; los muelles del alba convertidos en enormes gatos amantes del agua salada; peces hechos de estrellas que se zambullían en un mar sin fondo; azules anémonas de las lejanías.
Ahora atravieso cataratas sin forma ni destino y sé que Carla está en alguna parte; a veces la veo volar junto a mí con su hermoso traje blanco, sin soltar el ramo y repitiendo aquel NOOOO que se prolonga en la melancolía de los abismos. Entonces le grito que este caos universal fue el precio necesario para recuperar las metáforas; que quizá en algún momento de esos amaneceres que me recorren como relámpagos breves, nos encontremos en un mundo donde seamos el inicio de todo. Allí hablaremos en imágenes, el cielo será verde, la brisa calma y el silencio se habrá convertido en el inofensivo pendular de la mansa y poderosa sucesión de días y noches; signos y símbolos; calores y fríos; de mis labios y los suyos, buscándose en las luces rastreras de algún ciego crepúsculo.
+ El hominoso caso de la metáfora©
Safecreative.org
Código: 1208172133956
____________
* Ricardo Iribarren (seudónimo: Gocho Versolari, aplicado a su obra poética) es escritor argentino, nacido en 1949 en la ciudad de Mar del Plata. Sus principales publicaciones en papel son «El ángel y las cucarachas», Mérida Venezuela, 2006 y «La vida está aquí –seis ensayos y siete leyendas sudamericanas» Editorial «Abya Yala» —Buenos Aires— (1992). La mayor parte de su obra se encuentra inédita en los circuitos comerciales convencionales.
Como aspecto fundamental de la biografía del autor es de destacar su búsqueda de nuevas formas de expresión de los géneros tradicionales apoyadas en las transformaciones tecnológicas y su interacción con el contenido artístico, desde la invención de la escritura, pasando por el descubrimiento de la imprenta hasta llegar a las instancias digitales e interactivas de la actualidad.
Publicaciones permanentes en Internet: https://gochobersolari.blogspot.com/