Literatura Cronopio

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Elogio al grito

ELOGIO AL GRITO

Por Andrés Fabián Henao Castro*

El Diccionario de la Real Academia define el grito como «la expresión proferida con una voz esforzada fruto de la manifestación vehemente de un sentimiento general» (mi énfasis). Muy parecida es la definición que ofrece el Diccionario de Oxford, que caracteriza su equivalente, el scream inglés, como un «penetrante chillido que resulta de una repentina emoción, con frecuencia como expresión del dolor» (mi énfasis). De la corporalidad en la que el grito se encarna, si tal descripción es aún válida en una era post-metafísica, solamente subsiste la voz, pues la emoción que la acompaña parece ilocalizable en un órgano cualquiera del cuerpo, como si emergiera de la nada en la que se hunde la inorgánica guarida de la que sale provisionalmente el grito.

La voz que sufre al grito que ella misma expresa —sin que sea ella quien lo origine—, tampoco permanece estable. El grito es más bien la distorsión de la voz, aquello que la modifica y la hace ‘esforzarse’ o ‘chillar’, según la lengua en la que se hable. Contra dicha encarnación, que siempre supone al grito como aquello que pre-existe al cuerpo y, paradójicamente, es tan ajeno como inseparable a él, la biología podría invocar una reducción nominalista del grito a su mecánica corporal. El grito no sería otra cosa que la tensión en los nervios, la contracción del espacio que existe entre las cuerdas vocales o la aceleración en sus ritmos vibratorios. Habría que evaluar, ‘científicamente’, qué rol le queda a la saliva en la coproducción del grito, si, por ejemplo, la espesura del líquido afecta el rozamiento del aire para que la voz adquiera el grado de intensidad necesario para que ella tenga que ‘esforzarse’, o comience a ‘chillar’, y sin la cual el grito dejaría de ser grito. Otros músculos de la cara también tendrían que ser interrogados para averiguar si su participación en la alteración de la voz es indiferente o indispensable. ¿Tienen los ligamentos de la mandíbula, aquellos sin los cuales no se abriría el orificio por los que la desfigurada voz habrá de salir para ganarse el reconocimiento ajeno que le ofrece el estatus de grito, derecho a protestar por el prolongado silencio al que los diccionarios los han sometido al excluirlos de cualquier definición del grito, como si se pudiera gritar con la boca cerrada? ¿Qué decir del aire con el que se llenan los pulmones para que el estridente sonido nazca de una voz ahora embrutecida? Nadie puede aseverar que dicho aire le pertenece a la corporalidad por la que temporalmente transita para que, por efecto de alguna alquimia, transmute la voz en grito. Una estricta fenomenología del grito desprovista de remanentes metafísicos, tendría que lidiar con todos estos límites y, lo que es más difícil, con la fuente que autoriza a quien los establece como tales.
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Semejante proyecto se complica si pensamos el grito que grita no ya el silencioso diccionario que, bien tacaño, no es capaz de ofrecerle más que un par de líneas a lo que no es ni habla ni ruido ni sonido, para asirlo en el bien audible cuerpo adolorido de quien lo sufre, porque el dolor sigue siendo la emoción que más se asocia con el grito en cualquier diccionario o descripción en el que se le encuentre. Se trata del grito que debió emitir Damiens el 2 de marzo de 1757, desde que fue obligado a cargar una pesada antorcha con cera ardiente sobre su cuerpo (si es que no antes), sin vestir más que una desaliñada camisa, hasta que los exhaustos caballos —con ayuda de los verdugos que acuchillaron torpemente al cuerpo para facilitarles la tarea y evitar así que el horroroso espectáculo se tornara en su contra— desmembraron exitosamente al supliciado, condenado a padecer la amende honorable frente a la puerta principal de la Iglesia de Paris por haber cometido regicidio. Al menos así lo recuenta Michel Foucault en las primeras páginas de Vigilar y Castigar, un libro poblado de innumerables gritos de diferente frecuencia e inconmensurable intensidad. Quién sabe si más o menos ‘chillones’ fueron, son y serán los gritos de quienes sufrieron, sufren y sufrirán el panóptico que reemplazó al suplicio, o los gritos de quienes sufrieron, sufren y sufrirán el encierro en aislamiento del más moderno complejo carcelario de nuestra época.

Cómo medir la intensidad del grito que emiten quienes, ya muy débiles, son forzados a alimentarse para ver si con esa última inhumana humillación, el estado constitucional de derecho por fin acalla la demasiado humana humillación pública que sufre cuando las huelgas de hambre, que protagonizan sus prisioneros, hacen visible las inhumanas condiciones a las que dichos estados someten a sus victimas. Esa inhumanidad que con el chillido de su grito, por muy menguado que se encuentre el cuerpo del hambriento, ridiculiza exitosamente los adjetivos —de derecho, constitucional, legítimo— con los que la violencia del estado intenta neutralizar la sordidez de sus excesos. Me pregunto si, contra toda lógica, Damiens no sigue gritando en la Gazette d’Amsterdam del 1º de abril de 1757, de dónde Foucault rescató la olvidada voz ‘esforzada’ del regicida, que quizás aún lamenta las cuatro horas que demoraron sus miembros en quemarse del todo como lo ordenaba el decreto de un rey al que no pocos filósofos humanistas de la época llamaron ilustrado. Y qué decir del grito de los espectadores, que sin sufrir el dolor del regicida también contribuyeron a él, mientras disfrutaban del espectáculo con sevicia, deseosos de que la extenuada víctima aguantara lo suficiente para justificar el que hubieran tenido que entorpecer la cotidianidad de su vida para asistir al horripilante ritual con el que el monarca confirma el exceso de su poder, pero no más allá del límite en el que muy pronto el espectáculo se transformara en horror y la tortura ya no enjugara sus bocas, sedientas de violencia, sino que repugnara los ojos que si pueden dejar de ver lo que sus oídos no pueden ya dejar de oír.

Será en ese momento que los gritos del regicida se refundirán entre los de la multitud a la que se suman y que, provenientes de las entrañas —las mismas de las que uno de ellos ahora carece—, intentarán abrir los oídos del cuerpo soberano que yace bajo tierra, carcomido por los gusanos, para que éste por fin le otorgue el perdón al supliciado y puedan así, con la gracia del rey ausente, relajarse los músculos de todas esas mandíbulas, expandirse las cavidades entre todas esas cuerdas vocales y desacelerarse el ritmo de las vibraciones en tantas gargantas, diluyendo el grito en la renovada tranquilidad de la voz que si habla y produce ruido.

¿Cuál es, me pregunto, el nervio que, en los espectadores, no logró tocar el hierro fundido que se vertió sobre las heridas abiertas de Damiens y que, de haberlo hecho, habría conseguido invertir el grito que pidió la continuación de la tortura, en sus gargantas, por aquel que habría solicitado su interrupción? ¿Pertenece tal grito al orden de la biología o hace parte de esos gritos ilocalizables en el cuerpo, que no se sabe ni cómo entraron ni de dónde salieron, ni a quién pertenecen, pues acaso no es el mismo grito de Damiens que, de repente, se multiplica en mil voces, en las que misteriosamente el grito encarna, porque como lo sabe indicar el espectáculo del suplicio, todo súbdito encierra, muy en el fondo, al regicida al que le tiene listo un infierno apropiado para su tiempo?
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Se entiende por qué Adriana Cavarero evocó, para comprender el nuevo ‘ismo’ que caracteriza nuestra era, el ‘horrorismo’, el grito que emerge de la figura ectoplasmática que Edvard Munch retrató en El Grito (‘Skirk’ en noruego, que quiere decir literalmente aullido), como si se tratara del grito que grita el cosmos, exhausto de hospedar por tanto tiempo a los productores de semejante sufrimiento. Cavarero contrasta el grito de Munch con aquel que pintó Caravaggio cuando retrató la Medusa, dos figuras que no parecen pertenecer al mismo mundo de lo humano pero que, igualmente desfiguradas por el grito, parecen representar el inhumano mundo que todo mundo humano encierra y en el que no deja de refundirse. Ni la divinidad mítica de la criatura griega, ni la espectralidad humana de la noruega, consiguen restaurar la confianza del espectador que las observa y que, absorto por el orificio negro de la boca que concentra en ambos casos todas las miradas, no logra retener la existencia humana que se le escapa por aquella inmensa cavidad, sustraída por un grito que es todavía más horroroso en tanto que ya ni siquiera se le escucha. Munch pinta el dolor que se sufre cuando ya no encuentra en aquella maquinaria vocal, que grita el grito, un punto de descargue que apacigüe la emoción de la que surge, sino su transmutación en su contrario, el silencio. Munch no pinta un grito imposible, sino la imposibilidad del grito que el horrorismo contemporáneo hace posible; el grito que se grita con la boca bien abierta para que no se escuche nada desde el fondo de su oscuridad y para que, paradójicamente, sea todavía más ensordecedor en el abismal silencio en el que se hunde.

Cabe incluir, en este desordenado repertorio de gritos, los emitidos por todas las comunidades que han luchado por su libertad. A la conquista de sus independencias siempre las han marcado los gritos, tanto material como simbólicamente, y es por eso que se habla, como sucede en Colombia, del grito de la independencia. Gritos tuvieron que haber emitido los griegos cuando vencieron a los Persas en la batalla de Salamina, en donde también gritaron los persas cuando vieron deshechas sus aspiraciones imperialistas. No pasarían ni cien años para que la situación se invirtiese y fueran esta vez los griegos los que gritaran, ahora divididos entre ellos. Los atenienses tuvieron que emitir los gritos que emiten los perdedores, mucho más afligidos cuando al unísono escuchan los gritos triunfadores de sus propios vecinos, los espartanos. Y con el fin de la guerra entre los griegos no se dejarían de escuchar sus adoloridos gritos, pues, para desgracia de los inventores de la democracia, al fracaso de su intento por convertirse en poderío colonial (una empresa que solo pueda derivar en el fracaso, desde Salamina hasta Afganistán) lo seguirá la tiranía de los treinta, que no dejaría de extraerle gritos a las gargantas de los demócratas, hasta que miles de voces no habían sido ya del todo silenciadas sin que jamás un solo grito pudiera volver a escucharse en sus gargantas.

Así también debieron gritar los guerrilleros de Judas de Galilea cuando los romanos, grandes innovadores en la industria extractiva de los gritos, se inventaran la crucifixión para que la muerte no le llegara con prontitud a los judíos rebeldes, al menos no hasta que no tuvieron otra cosa que gritos en sus áridas bocas. No fueron más inhumanos los gritos que, a punta de machete y con el crucificado ya no en la loma sino en la cadenita que portaban en el pecho, otros no menos comprometidos que los de antes con las desastrosas empresas coloniales, extrajeran de las gargantas de los indígenas. Y serían muchos más los que gritarían por las condiciones a los que someterían en las haciendas, esclavizados, o en las minas, en cuyas cavidades quedarían depositados esos colosales alaridos que quizás solo ellas serían capaces de soportar.
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El siglo que ya pasó no se fue sin su monstruoso saldo de gritos, que ya no caben en el archivo que recuenta todas esas guerras a las que no les han hecho falta adjetivos —«mundiales», «anti-coloniales», «frías», «de baja intensidad», «neo-coloniales», «imperialistas», «de liberación nacional», «proxy», etc.—, ni innovaciones le faltaron a la industria, pues en lugar de miembros amputados serán cuerpos completos los que los nuevos decretos destinarían a la hoguera para que los consumieron ya no las brasas de la madera ardiente, sino el inexorable combustible que les vertían en los campos de concentración. Y éste siglo, tan adicto a ellos como el pasado, y el que lo antecedió también, tampoco ha dejado de reclamar su extraordinaria dosis de gritos, que ya se cuentan en demasía sin casi haber empezado el mismo, en todas esas cavidades que sufren la injusticia del imperio y la sorda indiferencia del resto. Una violencia que tampoco ha escaseado en iniciativas a la hora de fabricar sus gritos, pues ahora lo hace con la anestésica fórmula de los drones, para ver si la distancia moral que existe entre la víctima y su asesino se ayuda de la distancia geográfica que la tecnología le permite, por no mencionar aquellas verdaderas «armas de destrucción masiva» que son en realidad las sanciones económicas, para que del grito no quede ni el eco de su existencia.

Ha sido tan decisivo el grito en la historia que sorprende la escaza reflexión que el pensamiento le ha dedicado al fenómeno. Sería justo, también oportuno, modificar la definición de Aristóteles según la cual el hombre es una animal que habla para afirmar, con más precisión, que se trata del animal que grita. Dicha definición contribuiría, por otro lado, a acortar la distancia que el logos del habla establece entre el hombre y el resto de los animales, la misma que una co-pertenencia al universo del grito con las demás criaturas, ayudaría a atravesar para ver si una relación más solidaria se establece con el mundo natural al que también pertenecemos, así a muchos les disguste.

El grito no cabe en las teorías de la acción comunicativa que anticipan el acuerdo al que llegan los humanos en los presupuestos que establecen aquellas reglas discursivas y que no requieren de humanos que las hablen para regir con autoridad sobre ellos. El grito pertenece al desacuerdo, a la fisura entre dos existencias que ya no comparten el mismo mundo ni soportan su división. Es, por así decirlo, intensidad pura, concentración del espacio-tiempo en la voz, implosión del todo en el lacerante instante de un sonido que hiere. No hace falta hacer una economía política del grito para saber que su vida es efímera, que no ha logrado extenderse en el tiempo cuando ya pronto se extingue, llevándose con él la voz por la que circula. La voz es, paradójicamente, condición de posibilidad e imposibilidad del grito. Sin voz no se puede gritar, pero al alargarse el grito la voz se ahoga en él, como si la voz produjera, a partir del exceso que siempre existe como su inagotable potencia, aquello que la contradice. No se habla cuando se grita, pero el grito no es simplemente ruido. Se pueden distinguir palabras en el grito. De cualquier modo la alteración sonora que efectúa el grito subordina al contenido semántico que, distinguible aún en él, es acompañamiento de su melodía.
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El grito es el evento en el que la relación entre las palabras y las exclamaciones que definen su intencionalidad se invierte, para que las segundas no se subordinen a funciones procesales de las primeras sino que suceda lo contrario. Siempre hay algo que se comunica con el grito. Pero se comunica en primer lugar el hecho de que no se comunica. Que el orden de la comunicación, en donde se habla, ha sido temporalmente sustituido por el orden de la incomunicación, en el que se grita. Es cierto que el grito es arbitrario, no se presta a reconciliaciones fáciles y es probable que quien ha comenzado a gritar deje de hacerlo no por convencimiento o persuasión, sino por desgaste y extenuación. En todo caso no hay que exagerar dicha arbitrariedad. No existe un solo grito que carezca de razones, así se trate de la sola razón que existe en pronunciarlo. Porque ese desdoblamiento de la voz en dos, ella misma y su exceso, también tiene derecho a existir y el saldo histórico que la voz acumula en relación con el grito, define ya una onerosa deuda que se le debe al grito, por la escasez que de él ha habido.

Tampoco existe el grito, como lo supo el poeta colombiano Jorge Zalamea, cuando describió uno de infinitas características, suficientes para distinguirlo de cualquier otro que se le pareciera. Cualquier otro que, como el de Zalamea, también fuera más duro «que el dentado cuervo curvado del dorado escarabajo mimetizado entre las cañas de oro», pero no «más veloz que el arpón del asesino que vuela sobre las aguas y se clava en ellas mudándolas en paño de menstruas». Habrá otro grito que quizás comparta estas dos características, pero sí tenga el «orgullo de los Héctores vencidos» que el grito de Zalamea no tiene, o la «blasfemia roja de los rebeldes» que al suyo abandonó, si es que alguna vez la tuvo. Habrá otro grito que además de las primeras posesiones, también estará desposeído de las segundas; pero entonces se tratará de un grito que no solo Zalamea escucha, como sucede con el suyo, exclusivo del poeta. Existen gritos, una pluralidad irreducible que exige que se reconozca la singularidad ya no de cada voz a la que se unen, sino de cada alteración que efectúan en ella, de cada esfuerzo o repentino chillido, de ese infinito del infinito al que la ‘s’ no le hace justicia, como no le hacen justicia al grito los diccionarios que lo definen. Más justicia tiene el poeta que sabe que solo puede hablar de un grito, de aquel que Zalamea esperaba que la muerte, que le llegó el 10 de mayo de 1969, le respondiera por qué, para qué, para quién y de dónde venía, ese grito que nadie más que él escuchaba y que sólo él pudiera describir.
(Continua página 2 – link más abajo)

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