Literatura Cronopio

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Uno de mis dos gritos favoritos es el que imagino que grita la Antígona furiosa de Griselda Gambaro, que jamás he visto, porque si el dolor es la primera emoción que se asocia con el grito la furia es la segunda. Y cómo no, si ambas tienen su asidero en la injusticia, la injusticia que produce el siempre inútil sufrimiento del otro cuando no se trata del propio, y que excita todas las emociones con más gravedad que aquella que mantiene a los cuerpos en la tierra y a los gritos en el aire. Yo me imagino a la Antígona de Gambaro gritando, agotada de tener que seguir enterrando al cuerpo del otro, del enemigo, para ver si algún día deja de ser la sepulturera de la historia. Cansada de repetir el gesto que una y otra vez interrumpe el parlamento del patriarca, sin que otro parlamento se haya podido escribir en su lugar, sin que la comedia haya podido reemplazar a la tragedia, la voz de Antígona todavía tiene energías para seguir gritando. Grita porque los soberanos no quieren dejar de hacer la guerra después de la guerra, porque, como sucediera con Demians, a los cuerpos los siguen transformando en espectáculos del horror, en modernas maquilas con las que ahora tratan de terciarizar los gritos. Más de dos milenios después, Antígona sigue repitiendo el ritual, esperando que se le escuche, gritando desde la infame cueva en la que la encerró el soberano para que se muera de hambre, como se mueren de hambre los prisioneros de Guantánamo. Debe estar exhausta. Una y otra vez las mismas líneas, teniendo que enterrar ya no sólo a su hermano, en Tebas, sino a los que ya no puede siquiera enterrar porque a sus cuerpos los ha desaparecido la dictadura en Buenos Aires.

La Antígona de Gambaro grita el grito del pasado que es también el del presente, el del disidente político que el status quo transforma en criminal; el pasado que es también el presente de la mujer a la que la ciudad continúa negándole un acceso igualitario al universo de lo público. La voz ya no es suficiente. Voz ha habido en demasía. Antígona debe gritar para ver si alguien, muy a lo lejos, por fin la escucha, porque los espectadores que están demasiado cerca aún no entienden que la tragedia se sigue repitiendo, quizás idiotizados por la alta frecuencia a la que han acostumbrado sus oídos, insensibles frente a tanta masacre. Antígona debe gritar porque tanto a las mujeres como a los hombres los siguen desapareciendo, ahora con innovadores métodos, como sucede en Colombia, en donde hacen pasar a los campesinos por guerrilleros en ese crimen de estado que han denominado con el eufemismo de ‘falso positivo’. El grito, solidario con la voz, está listo para socorrerla cuando ella misma se reconoce insuficiente y, como vivimos en el mundo de la insuficiencia —del déficit, la austeridad, la escasez, los recortes presupuestales, etc.— pues es todavía más urgente que más personas comiencen a gritar.
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Mi otro grito favorito, y que también imagino porque tampoco lo he visto, es el que debió haber emitido Franca Rame cuando actuó el monólogo que le dedicó a Ulrike Meinhof, titulado, Soy Ulrike—Gritando. Toda la obra se actúa gritando. La rabia que acumula el grito de Rame se une a la de Ulrike, la terrorista del RAF (Red Army Fraktion) a la que el estado alemán encerró en una prisión de máxima seguridad por protestar violentamente contra todos los ismos (capitalismo, imperialismo, colonialismo, autoritarismo, terrorismo de estado, machismo, etc.) que engendran el horrorismo del que habla Cavarero, y en los que la propia Meinhof participó cuando se unió al terrorismo de izquierda para que la violencia de los unos hiciera evidente la violencia de los otros y los gritos no fueran a extinguirse. No se puede escuchar pasivamente el monólogo de Rame, como tampoco se puede seguir el parlamento de Antígona furiosa sin que la perturbación vocal no afecte también a la emocional y se aquiete el tímpano. No faltaran los que permanecerán sordos al grito que grita la Ulrike de Rame o la Antígona furiosa de Gambaro, pero a muchos otros les tocará el refundido nervio que no es insensible a la injusticia, cuyas enunciaciones escucha bien clara y con toda su distorsión sonora. El grito efectúa, por así decirlo, un secuestro ético. Se roba la atención del espectador que ya no puede perderse en la interioridad de sus pensamientos ni refugiarse en la exterioridad de su pasivo entretenimiento. El grito, insoportable, extrema ambos movimientos, el que desea evitarlo a toda costa y el que se rinde ante él, incapaz de abandonar su orbita.

En mi imaginación, porque, repito, no la he visto, Rame protagoniza su grito teatralizando la cavidad vocal en la que el grito actúa desde el fondo del abismo, del agujero negro que los espectadores ya no contemplan, distantes, como en el cuadro de Munch, sino al que son obligados a ingresar, como si tuvieran que oír el grito no cuando sale de la boca de la ectoplasmática figura sino cuando nace en el fondo de la inoriginaria oscuridad de la garganta que lo engulle y que lo vomita. De modo que no hay luz, no hay color, solo la nada oscura de la boca abierta y el grito que todo lo puebla, el grito que, contra toda exclusión, por fin ocupa toda la escena en el teatro de su negrura. Antes de que el grito diga algo, comunique algún sentido, el grito se instala y ocupa, o desocupa, según como se vea, la extensión del vacío. La perturbación ya lo ha dicho, se vive una era alterada, una era de frecuencias irresistibles a las que, sorpresivamente, el mundo parece muy acostumbrado.

El grito no pide que lo escuchen, más bien sacude la escucha de su parsimonia, la sacude fuerte como si se tratara de un inesperado huracán. Sumidos en el grito, en el grito milenario de la garganta humana, teatralizada en el monólogo de Rame, el grito excede la horrible circunscripción de su encierro. Porque a Ulrike la encerraron en condiciones espantosas en las que miles de personas continúan encerradas, como Creonte encerró a Antígona. Un encierro que institucionaliza la soledad como forma de tortura. De modo que el grito opera como un dispositivo político, es decir anti-policivo, que busca des-hacer dos muros: perfora aquel en el que el estado policivo quiere clausurar el mensaje de la terrorista, y que no por violento que sea carece de razones, exponiendo el insaciable apetito de ese estado por engullir los gritos de sus enemigos. El mensaje se escucha ya no a partir del cuerpo que inflige el terror para que el terror del otro no se disimule sino del que lo sufre en su más manifiesta vulnerabilidad. El otro muro que perfora es el de su propia soledad, la restricción territorial de su ser ya no al perímetro de su epidermis sino a lo que la subyace, la locura de un espacio que se encoge hasta encoger con él la humanidad de quien se resiste, con ese grito, a perderla por completo.
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El grito de Ulrike en la boca de Rame, no solo perfora el muro físico de la prisión, esperando encontrar orejas menos indiferentes y más compañeras entre aquellas que circulan libremente por el aire que se lleva el grito, perfora también, ese grito, la simulación de un muro que espicha la existencia, para que se registre en el grito, no la producción artificial de una alocada terrorista, desprovista de logos, de razón pública, de visibilidad colectiva, sino la voz humana que marca el dolor con su ‘esfuerzo’ y la injusticia social y política con su chillido. Porque el mundo que dejó al totalitarismo no ha conseguido llegar a términos con su pasado, porque las condiciones políticas y sociales del estado policivo siguen vigentes, por esas y por muchas otras razones Rame grita el grito de Ulrike, el grito de la Antígona furiosa de Gambaro, el grito de tantos gritos.

Quién sabe si la próxima vez el grito de Ulrike consiga despabilar la indiferente reconciliación de los pueblos que olvidan incluso por qué es que quieren olvidar. Quién sabe si conseguirá levantar la voz allí cuando, por efecto de la propaganda, el estigma o el estereotipo, sea mucho más difícil escucharla. El grito de Ulrike, al que se une el de Rame y, por qué no, también el de Antígona, es histórico pero también irreducible a su tiempo. Pertenece a la década de los setenta, la que no logró realizar los sueños revolucionarios de la década de los sesenta, que también se gritaron en las calles y en las plazas públicas, como se siguen gritando ahora. Pero a ese grito también se le unen violencias más viejas, de épocas menos nuestras, de velocidades quizás tan incongruentes como las que no acabamos de entender en nuestros propios tiempos. Grita en el grito de Ulrike, gritado por Rame, la mujer subordinada al hombre, como también grita la obrera subordinada al tiempo de la máquina y la palestina que sufre la ocupación de sus territorios por el gobierno de Israel. Todos esos gritos dicen basta, no con la palabra, sino con el chillido.

Grita la ciudadana invadida contra el invasor, grita la periodista, cansada no porque la verdad se le escapa sino porque no encuentra oídos más hospitalarios en donde buscar refugio, antes de morirse congelada de frío en el afuera, perdida en la vastedad del silencio. Rame reclama la voz de Ulrike, la terrorista, la mujer abyecta, no para perdonar los crímenes que también cometió sino para que, en la disonante tonalidad de su voz alterada, la militante de izquierda recupera el logos que la policía le quiere liquidar con sus instituciones de encierro, la voz en la que se registra la singularidad política de su existencia y las razones que la llevaron a tomar las armas.

El grito invierte la captura del estado y en esa inversión, acaso la libere. Se grita para que la voz, tranquila, que muy tranquila habla mientras se instaura el espectáculo policivo del soberano reinstituido, se avive y, ya no tan tranquila, escuche esa otra voz que en todo lado esta gritando el drama irresuelto de la injusticia institucionalizada, convertida en rutina, en violencia que algunos se atreven a calificar de ‘legítima’ mientras pronuncian esa palabra sin el más mínimo grado de vergüenza. El grito es vehículo de la voz silenciada. El grito quiere restaurar el agudo timbre de su perturbación, ya no en el equilibrio sino en el desequilibrio que le ha sido arrebatada a la voz de aquel al que le duele el mundo. El grito quiere que el destinatario de su aullido recuerde que también posee una voz que grita y que, no por falta de uso, el grito que en esa voz se esconde ha perdido su vitalidad, todo lo contrario. El grito quiere que ese otro grito que aún no se ha escuchado en esa voz que aún no se ha puesto a gritar, quizás perezosa pero jamás inútil, entienda que existe un eco intemporal en cada grito, uno que puede escucharse en el grito del otro, y del otro del otro, y que si se grita muy duro otros gritos, históricamente más viejos —esos gritos que pertenecen al pasado del pasado y que en ese remoto tiempo ya gritaban, como si los anticiparan, los gritos del futuro— también podrán volver a escucharse.
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Ulrike grita los gritos que habitan el olvido, los gritos que hacen que el apropiado sonido del impropio hablante se escuche, sin que deje de marcarse su obliterada existencia. La elasticidad de su onda —que el grito extrema con un grito que siempre desposee a la voz que lo grita, porque la dona a las otras voces que con ella también gritan su grito— protesta contra la posesión, contra la apropiación de todo, como lo dice Ulrike, porque no solo se han apropiado de las voces, sino también de «nuestros cerebros. Pensamientos. Palabras. Acciones. Sentimientos. Nuestro trabajo. Nuestro amor. En otras palabras, de nuestras vidas enteras». Pero lo más importante del grito de Rame, ya no del de Ulrike, aunque quizás sí el de la Antígona furiosa de Gambaro, es que el grito también fractura y diferencia las posiciones que hay entre Rame y Ulrike, sin que la escritora se transforme en verdugo de la terrorista, ni la segunda desconozca la simpatía de la primera.

El grito de Rame, que ya no es el de Ulrike, las diferencia tanto como la Antígona furiosa de Gambaro difiere de la de Sófocles. El grito de Rame, como la mayoría de los gritos que no emergen de una sola emoción, sino de una muy compleja configuración político-emocional, no busca justificación moral sino comprensión histórica. Rame quiere que se tome en serio lo político que hay en el grito de Ulrike, pero no para que se imiten sus métodos o se justifiquen sus objetivos, sino para que se reconozca en aquel grito el desacuerdo que caracteriza la política. El grito de Rame debe producir una tercera fisura, una fisura en el grito al que se pega y del que se reclama compañero sin que por ello los dos gritos se fusionen en una indiferente masa de sonidos. El grito de Rame disuena en relación con el propio grito de Ulrike que amplifica. No es ya chillido de la voz sino chillido del chillido, no es ya la voz esforzada sino el esfuerzo de la esforzada. La plusvalía de ese exceso que se resiste a la lógica de la acumulación y que se da generosa a los sensibles tímpanos. No se trata ni de la agregación cuantitativa de volúmenes ni de la contrariedad de valores. Rame asume el mandato político de Ulrike y advierte, en los gritos que Ulrike jamás gritó pero que Rame hace gritar, que el «Baader-Meinhof cayó en una trampa de su propio ingenio», una en donde «quizás la ideología de la lucha armada terminó por aislarlos incluso de ellos mismos».

El grito de Ulrike que Rame grita no justifica sus medios pero si reconoce en sus razones el trasfondo de las contradicciones sociales que ahora fabrican su encierro solitario en una prisión de máxima seguridad, que, como si se tratara de la cueva en la que pusieron a Antígona, resulta encerrada entre la vida y la muerte para que la violencia de semejante soledad no deje de sacarle gritos a la disminuida mujer, hasta que termine por extinguirle la vida del todo. Esta es la verdad que habla el grito de Ulrike. Esta es la política que grita el grito en el cuerpo del sufriente, al que le duele la injusticia. También la que se descarga, bien excesiva, en lo que carece de cuerpo pero que, no por ello, deja menos huellas imborrables en su superficie. La política es la intensidad que produce la perturbación del grito. La policía es la regularización del habla en el sosiego de la voz. Una voz alterada contra una voz tranquila, una voz dividida en dos, en voz y su esfuerzo, en voz y su chillido, contra una voz idéntica, entre lo uno y lo mismo de su monótona tonalidad.
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Problemático es el grito de la independencia colombiana, al que lo acompaña (si está permitido atribuirle un verbo de esta naturaleza a una colectividad de tan dudosa consistencia), desde sus orígenes, una profunda ambigüedad, pues la intensidad simbólica del gesto —una lucha anti-colonial por la independencia— difícilmente se corresponde con los pormenores del evento —el rompimiento de un florero—. Contra un patriotismo sordo, inmune al grito —como lo es quizás todo patriotismo, no sólo sordo sino ciego, insípido y sin sentido— se debe reconocer que el grito al que primero se sumaron los criollos fue al de Llorente, si es que no al del florero, que gritaba desquebrajado desde el suelo en el que había ido a parar. Me pregunto si el problema radicaría en la intensidad del grito, uno que no contó con las energías que llevaba Antígona gritando hasta que lo hiciera furiosa en Buenos Aires, para ver si resolvía las confundidas alianzas de una república que aún no nacía y de una monarquía que aún no moría.

Se gritó un grito con poco convencimiento, uno que tenía más miedo de su propia voz que de aquella que lo acallaba, uno al que le preocupaba mucho más resonar con el grito que desde hacía mucho tiempo sí se escuchaba, claro y seguro, en los palenques del pacífico y las organizaciones indígenas en las selvas, que volver a vincularse, vergonzosamente, al que profería el invasor, Fernando VII, a su vez invadido por el otro, Napoleón. El florero también grita, no porque esté roto sino porque lo van a pegar con babas, pues no acababan de gritar los criollos contra Llorente cuando ya estaban listos a manifestarle su apoyo al rey español y con él, a todo aquello que la corona representaba: la jerarquía, el castellano, la encomienda y la iglesia católica; en síntesis, la silenciosa continuidad del grito de la mayoría para que se escuche bien clara la tranquila voz de la minoría. Me pregunto si no es ese fantasmático grito el que todavía agobia la sociedad colombiana. Un grito que despierta fuerzas que lo exceden sin que sea capaz de unirse a ellas. El grito que alborota una multitud cuando solo quería extenderle los privilegios de una minoría a otra, no muy distinta de la que ahora le parece tan lejana.

El grito de la independencia fue el grito que solicitó la solidaridad de ese otro grito que si rompió la historia en dos, el grito de los esclavos en Haití, para traicionarlo como lo siguen traicionando todavía la gran mayoría de los gritos que siguen sin entender cómo pudo aquel histórico grito no esconderse, asustado, por el volumen de su propio estruendo, como se escondieron los gritos de sus dos revoluciones hermanas. Así sucedió con el grito de la revolución estadounidense, que no había acabado de declarar aún, como una verdad auto-evidente, que todos los hombres eran iguales para convertir a la mitad del otro color en tres quintos de persona y, lo que es peor, no con la desnuda violencia de la colonia que se sabe ocupante de un territorio que no es suyo, sino con aquella que se (in)viste con la legitimidad que le otorga el derecho en el nuevo orden constitucional. Mejor suerte no corrieron los negros en Francia, en donde la Asamblea Nacional no había acabado de recibirlos con júbilo cuando escuchó la Marsellesa en boca de la nación independiente para que, después del Termidor, Napoleón esperara ansioso a que sus ejércitos volvieran victoriosos de su reconquista en Haití, excluida desde entonces de los universales derechos del hombre y del ciudadano de los que el poder colonial se reclamaba artífice. La recién nacida Colombia tampoco fue capaz de cumplir con sus promesas y, como sucediera con las nuevas naciones, también olvidó que la república negra también grito con ella, sin que su grito recibiera el eco recíproco del verdadero grito libertario. Ese grito que los ejércitos coloniales no dejarían de escuchar en las bocas de la negrada aullante, desde que los esclavos comenzaron a gritar, «Mackandal sauvé!» «Mackandal sauvé!» cuando el mandinga, a punto de sufrir el destino de Demians en una plaza pública de Saint Domingue, efectuó su última metamorfosis y, transformado en mosquito zumbón, como lo recuenta Alejo Carpentier en El reino de este mundo, evitó la sentencia que quiso ahogar su último grito en la hoguera para fusionarse con los gritos de los esclavos que regresaban riendo hacia sus haciendas, porque el grito de Mackandal seguía con ellos para gritarse en la exitosa independencia que muy pronto habrían de conseguir y que volverían a gritar en tantas otras plazas, en la de Cuba y en la de Algeria, de Tlatelolco hasta Tiananmen, pasando por Tahrir…
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El grito de Mackandal también lo escucharon en el pacífico, pero no llegó hasta Santafé. El grito de Santafé rompió un florero para no romper su dependencia española, pues la Iglesia todavía reina y la nación sigue siendo una sola, así el papel diga lo contrario, cuando ya le ha vendido el país a la próxima colonia con la esperanza de que sus Llorentes sean más benévolos que los de antes, que no haya que volver a escuchar el estruendoso ruido que produce la porcelana cuando se rompe, y que, si vuelve a romperse, todavía queden babas para pegarla. La tragedia del grito colombiano es la de haberse escondido de su propio grito. En haber amplificado sus voces para fracasar en su intento porque se oyeran no las más distantes palabras que se hablaban desde el otro lado del océano atlántico, sino las más cercanas que se hablaban en éste, pero que hablaban tan claro y tan concreto que quienes las profirieron, prefirieron someterse nuevamente a la tranquilidad de la voz que habla la desigualdad en el otro lado para no lidiar con el perturbador chillido que gritaba la igualdad en este.

Ni los negros, ni las indígenas, ni las mujeres, ni la autonomía, ni la equidad, sí, en cambio, la iglesia, la encomienda, la explotación, la ‘modernidad’ y el ‘desarrollo’. La guerra también continúa, y ya no entre una colonia y un imperio, ni tampoco entre un partido y otro, sino entre guerrilleros, militares, policías, paramilitares, narcotraficantes, narco-paramilitares, empresas de guerra estadounidenses, mercenarios internacionales, pandillas, nuevas bandas emergentes, etc., porque no pudiendo la democracia encarnar en la diversa pluralidad de los gritos que participan de la política, tuvo que hacerlo en los gritos que arrastra la guerra, que sí le dieron la bienvenida a la descentralización para explayar la matanza.

Todos quieren acumular su dosis de gritos como si Colombia no tuviera ya suficientes gritos, los que produce el plomo que se hunde en la carne de los indefensos, como se hunden los gritos de todos los que sufren la pobreza y la miseria en las comunas ante el indiferente silencio de la ciudadanía. Por fortuna no son esos los únicos gritos que se gritan. Siguen gritando los palenques y con ellos lo hacen también las organizaciones de base, las comunidades de paz, los sindicatos, los movimientos estudiantiles, los colectivos de mujeres, las organizaciones LGBTQ, las multitudes. Siguen gritando las voces en las marchas, las protestas, las movilizaciones, los paros, las sentadas, los tropeles. Son gritos que ya comienzan a acumular un acerbo suficiente para ver si en esta tierra algún día se grita ese grito que se gritó durante todo el mes de enero de 1804, ese grito que no tuvo miedo de su propio eco y que por no haberse devuelto a la tranquilidad de la voz, sufrió la recelosa ira de todas esas voces que, queriendo gritar el diálogo de la igualdad y la libertad, sólo han conseguido hablar el monólogo de la jerarquía y de la inequidad.
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Concluyo este texto con una propuesta. Le propongo, a la lectora o al lector de este texto, que dondequiera que esté, y sin pensarlo demasiado, dondequiera que lea este texto y como sea que lo reciba —con más razón si le disgusta, si está en desacuerdo con todo lo que dice, si le parece pretensioso, equivocado, si le da rabia o peor, le produce indiferencia, si no le gustó el abrupto modo en que pasó de una desordenada reflexión a otra, si no lo entiende, no lo quiere entender o no considera que el entendimiento nada tenga que ver con el grito— que tome una gran bocanada de aire, no olvide tomar todo lo que pueda de ese aire que no le pertenece ni a usted ni a nadie y con él reúna también en sus pulmones todas sus frustraciones, toda la ira que le produce que lo que fácilmente podría ser diferente no lo es, la extravagancia de la injusticia en toda la infamia de sus números, y, haciendo uso de toda su musculatura, de todo su enjambre nervioso, de toda su mecánica bucal, haga vibrar esas adormiladas cuerdas vocales para gritar el grito más ‘esforzado’ o ‘chillido’ que pueda gritar. Grite y no pare de gritar hasta que sienta que se le ha salido todo el aire de los pulmones, que ya la voz no le va a volver, que otros que en este mismo instante están leyendo estas mismas letras se unen a su grito. No se avergüence ni espere a estar en otro sitio más propicio, porque a su grito también lo necesitan como incentivo muchos otros gritos a los que también les inquieta que el timbre de su propia voz sea tan agudo que termine por romper el florero de la esquina. Grite ahora. Grite ya. ¡Grite! ¡GRITE!
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* Andrés Fabián Henao Castro es candidato a doctor en ciencias políticas en la Universidad de Massachusetts, Amherst. Magister en filosofía en el año 2011 con su tesis laureada titulada «¿Es la noción de totalitarismo aún relevante? Su recepción filosófica en Theodor W. Adorno y Hannah Arendt». Actualmente trabaja sobre la tragedia de Antígona en su tesis doctoral. Ha recibido becas de investigación en la Universidad de Massachusetts, Amherst y en la Universidad Nacional de Colombia, en donde publicó: Paramilitarismo, Desmovilización y Reinserción. La Ley de Justicia y Paz y sus implicaciones en la Cultura Política, la Ciudadanía y la Democracia en Colombia, con el profesor Oscar Mejía Quintana. Es columnista de la revista de análisis político Palabras al Margen, y entre sus más recientes artículos se cuenta: «Antigone Claimed: ‘I Am a Stranger!’ Political Theory and the Figure of the Stranger», publicada en el número especial que la revista de teoría política feminista, Hypatia, le dedicó al análisis de las fronteras.

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