Literatura Cronopio

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Flores de la virgen

LAS FLORES DE LA VIRGEN

Por Juan Pablo Espino Villela*

Era un día cálido. El aire corría suave, sin más entretenciones que las que le ocasionaban sus propias ráfagas cuando quedaban enredadas como colas de barrilete en las ramas de las casuarinas que se habían dispuesto en dos hileras simétricas en la avenida principal del barrio. Era octubre. Ya había pasado el invierno y las calles encharcadas comenzaban a mudar su piel lodosa.

Durante seis meses había llovido copiosamente. Ahora todo estaba lleno de sol. Los grandes picachos, coronados de nieves perpetuas, y que se alzaban cual gigantes antediluvianos al final del valle, se mantenían cubiertos casi siempre de rosadas nubes vaporosas. Habían vuelto los pájaros y el concierto de los estorninos, al mezclarse con los melifluos sonidos que se escapaban de las gargantas de las oropéndolas, formaban una algazara sin precedentes que subía y bajaba de las ramas de los manzanos en un torbellino de bellísimas notas musicales.

¡Todo era evocador! ¡Todo era hermoso! Estaba entrando el verano y las personas caminaban alegres por las calles, saludándose con cara alegre, como si acabasen de ganar un premio. Ya no lloraban los aleros; tampoco las señoras con el humo blanco y picante de la leña húmeda. El arroyo ya no era una amenaza y esta vez corría manso y juguetón como un niño descalzo, brincando feliz y bullanguero sobre las pulidas piedras; deslizándose hacia el mar, con suavidad, sobre un lecho de multicolores guijarros que ningún obstáculo oponían a su paso. Los altos sauces y los formidables castaños de verdes y brillantes hojas, entrecruzaban sus ramas formando un tinglado denso y caprichoso que se afanaba en ocultar la existencia del cantarino arroyuelo que serpenteaba rumoroso en la garganta de piedra milenaria y que, al saltar desde el alto bisel de la montaña, formaba una hermosa cascada de aguas frescas blancoperla.

Era curioso, pero, aquel día, el enorme portón estaba entreabierto. Era la entrada principal de una casa antigua, inmensa e imponente, de ventanas enrejadas cuyos muros de piedra ennegrecida se elevaban en disposición magnífica hasta formar un cuadrado impresionante que encerraba en su interior un maravilloso jardín y un pequeño bosque de cipreses. Aquel viejo edificio parecía una fortaleza medieval y sólo faltaba, a la imaginación de los vecinos, el piquete de soldados sobre los almenares y el dragón encantado custodiando la amurallada residencia.

Repentinamente, el aire azotó con violencia desde adentro y sus dos enormes hojas de color gris plomo se abrieron completas a la calle como si de pronto, ante los asombrados ojos de María Luisa, una mano invisible abriera una vitrina gigantesca que mostraba en el fondo, junto a un enorme muro de piedra, el hermoso jardín de la señora Virginia, la dueña de aquel palacete que infundía temor a los vecinos que, tan cándidos como siempre, aseguraban a pie juntillas que la misteriosa dama tenía tratos con Belcebú, el príncipe de las tinieblas. Que era una bruja, decían, por el simple hecho de encontrarle parecido con las que se exhibían en las páginas de los libros viejos y porque, aparte de tener muchísimo dinero, andaba siempre vestida de luto riguroso.

¿Cómo hacía la señora Virginia para tener flores tan hermosas y tan extrañas en el jardín de su casa? Nadie sabía responder a aquella pregunta generadora de especulaciones y comentarios variopintos, pues, acostumbrados a la aridez de los campos y a la calvicie de las sierras, no podían sino sentirse llenos de asombro ante el océano de vivos y delicados colores que se abría en la superficie del jardín, «el jardín de la bruja», que se dilataba en ondulaciones magníficas de innumerables matices, en los que la naturaleza pródiga había realizado su mejor milagro.
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Y es que la gente del barrio vivía siempre diciendo cosas. Decían por ejemplo que el difunto esposo de la señora Virginia, que durante tantísimos años había sido propietario de la Casa de Empeño y que había muerto colgado de la rama de un ciprés en circunstancias nunca aclaradas por las autoridades, desde algún lugar del inframundo le enviaba semillas mágicas con los duendes y que, por las noches, a expensas de la oscuridad, se las dejaban bajo el rescoldo y que, tan sólo con remover las cenizas y las brasas, las semillas aparecían allí, como por arte de magia, dentro de una diminuta caja de delicada orfebrería, de cuyo el interior sacaba joyas y dinero.

Por supuesto que había quienes dudaban de todo cuanto se decía de aquella pobre mujer, acusando a la imaginación de la gente, que no pudiendo resolver el enigma de aquel maravilloso jardín, inventaba cualquier tontería con la malsana intención de hacerle daño.

Empero, María Luisa se mantuvo atenta, esperando sin impacientarse en la banqueta opuesta a pesar del sol abrasador que iba arreciando sobre los techos rojizos y que la hacía sudar a borbotones. Se había apostado frente al portón de aquella casa desde muy temprano y habíase prometido no moverse de allí hasta que llegase a cerrar el portón la enlutada dama de la casa de piedra, pues, lo que realmente quería, era que le regalase de sus semillas mágicas, las semillas aquellas que producían hermosas flores de mil colores y que crecían jubilosas junto a las mulatas, los geranios y las begonias de hojas enceradas y rojas como cresta de gallo. Ella las plantaría en el modesto jardín de su vivienda y allá por el mes de junio, cuando viniesen las celebraciones de medio año, llevaría muy ufana tan delicadas flores al altar. La Virgen de seguro se pondría muy contenta, pues las vírgenes, según había oído de la tradición, nunca se quedan con nada, y le devolvería tan noble gesto de fidelidad restituyéndole la salud a su pequeño Robertico, un niño menudito de pies descalzos y manos de gorrión que yacía postrado desde principios de invierno, sufriendo los quebrantos de una enfermedad terrible y misteriosa.

¡Y allí estaba por fin la señora Virginia! La oscura noche de su vestido contrastaba con la luz multicolor de su jardín. Era una mujer gruesa de carnes y pálida como una estatua de alabastro, que llevaba un trapo alrededor de su cabeza gris como tocado. Llegó dando enormes zancadas con la intención de cerrar el portón, haciendo crujir el césped bajo sus pesados pies.
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Era ya la hora de la siesta y las calles estaban desoladas; las personas habíanse retirado a su descanso habitual y hasta los papagayos habían silenciado su bulliciosa parla. El riachuelo antes aludido y que corría paralelo a la línea que formaba un pequeño bosque de castaños, habíase detenido de repente en un cristalino remanso al que los niños acudían por las tardes después de la escuela. Era el único lugar donde parecía haber actividad, pues el viento arrastraba por el valle sus alegres aplausos y sus gritos, como si ese día, tanto el río como los niños, se hubiesen puesto de acuerdo para celebrar una fiesta.

«¿Qué tanto ves para dentro de mi casa, María Luisa?», preguntó la señora Virginia con la mirada seria, las manos en jarra y el gesto amenazante.

María Luisa dio un salto hacia atrás. La corpulenta señora le miraba de frente y había sido tanto el pánico que le había causado la dueña de la antigua casona, que las palabras se le atoraron en la garganta formándole un nudo que casi le ahogaba. Hubiera querido salir corriendo y escapar de la poderosa influencia de aquellos ojos malévolos, pero sentía que sus pies se habían clavado al piso, adheridos cual las patas de una mosca al jarrón rebosante de miel espesa.

María Luisa se sintió avergonzada, como si el pueblo entero la hubiese pillado en alguna cosa grave. Bajó la mirada a profundidad cubriéndose media cara con el cabello suelto, hundiendo el mentón sobre el pecho, temerosa, como si al violar una ley, ahora esperase un castigo ejemplar.

«¡Que qué se te ofrece, te digo!», repitió nuevamente la señora Virginia, ahora con ojos de fuego penetrándole el tuétano, quemándole el corazón…

La visible incomodidad que en María Luisa causara la presencia de la recia señora, acabó de un solo golpe con la poca serenidad que le quedaba. Vanos habían sido hasta entonces los intentos por aprenderse las palabras que había pensado decirle cuando la viera. Las palabras, mil veces repetidas, mil veces grabadas en su memoria, mil veces hilvanadas con el mayor de los cuidados, se habían escapado de pronto de su mente; se habían rehusado a ser emitidas por sus cuerdas bucales y habían preferido huir, volando hacia el cielo luminoso como una bandada de torcazas asustadas.

«Es que… es que… es que yo quería decirle que si me regala unas semillas… Es que…es que quiero tener flores tan lindas como las suyas para llevárselas a la Virgen», tartamudeó María Luisa sin levantar la vista y con las manos entrelazadas sobre el pecho, prosternada.

El sol había ya traspuesto el cenit; ahora era un pájaro de fuego que viaja presuroso sobre el cielo estival. La señora Virginia arqueó las cejas en actitud ceñuda.

«No cabe duda que estás mal de aquí, María Luisa —dijo, tocándose la sien con el índice—. ¿Quién demonios te ha metido en la cabeza semejante tontería como para hacerte creer que las imágenes de las iglesias hacen milagros? Que la Virgen hace milagros… ¡No faltaba más!»

María Luisa se sintió humillada; le había costado un horror aquella temeridad de su parte. A ella podía decirle cuanto quisiera, pero no a la Virgen a quien amaba tanto. Y haciendo acopio de valor, la joven mujer alzó los ojos y lanzó la mirada hacia el portón donde aún permanecía impasible la señora Virginia.

«Bueno… es que yo nomás decía… pero si no quiere… ¡Al fin y al cabo, no seré yo quien defraude a la Virgen!».

La señora Virginia le devolvió la mirada con aquellos ojos grandotes y fríos. Era tanto el temor que a María Luisa le causaban aquellos ojos sin luz, que por un instante se imaginó que la mujer se había convertido en una enorme serpiente y que la engulliría sin piedad como a un diminuto roedor.

«¿No que tengo tratos con el diablo, pues? —dijo con ironía la señora Virginia—. ¿Por qué vienes a pedirme lo que de antemano sabes muy bien que no puedo darte? ¿No te reprenderá el señor cura si alguien va con el chisme y le cuenta que te han visto conversando con una bruja?»

La señora Virginia había sido demasiada dura consigo misma y María Luisa se sintió apenada.

«¡Yo nunca he pensado que usted es una bruja o que tenga tratos con el demonio!, exclamó María Luisa, muy segura de sí. Nadie debería dar por cierto lo que no ha sido capaz de comprobar y que Dios perdone a quien la acuse a usted injustamente», dijo, al momento de marcharse.

«¡Espera, María Luisa!, se apresuró la dama de negro, sin cambiar el gesto adusto de la primera vez. Ven mañana por la tarde, pero no vayas a andar de chismosa contándole a la gente que acabo de acceder a tus deseos».

María Luisa se marchó gozosa dando zancadas enormes calle abajo. De seguro la Virgen había intervenido en el asunto. La Virgen siempre hacía eso cuando ella se encontraba metida en algún enredo, pues lograr que aquella roca se conmoviese, era por si solo un suceso milagroso.

Los vientos de octubre arrastraban consigo el olor del pasto que comenzaba a marchitarse formando graciosas ondulaciones en el anchuroso valle. Una bandada de chiquillos bullangueros pasó a su lado a punto de tumbarla: una hermosa luna de papel de china había roto el hilo y la algazara siguió su rumbo calle arriba.

«¡Nadie tendrá flores como las mías!, exclamó la señora Virginia, mientras recogía las semillas que había prometido a María Luisa. ¡Nadie! Óigase bien. ¡Nadie! O dejo de llamarme como me llamo…».
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En casa de la señora Virginia no vivía nadie más. Los criados que alguna vez entraban y salían de aquel suntuoso edificio de piedra, habían desaparecido desde hacía mucho tiempo. Las herramientas agrícolas yacían oxidándose en el viejo desván junto a centenares de murciélagos y lechuzas que habían hecho de aquel oscuro lugar su refugio. Y los graneros, donde antes se guardaba el trigo, ahora estaban vacíos y abandonados en el barracón del fondo. La manivela del pozo estaba rota y, a tal grado llegaba el abandono de la residencia, que el otrora brillo de los pisos donde con facilidad se reflejaban las personas se había marchitado, dando paso al moho y la carcoma. En medio de aquella infeliz desolación, sólo el jardín estaba alegre.

La señora Virginia hizo calentar el hornillo como nunca. Esparció las semillas sobre la luna metálica y en el acto comenzaron a dorarse. Segundos después las depositó de mala gana en un envoltorio de papel y esperó sentada en el diván a que la piadosa María Luisa llegase a recogerlas.

«¡Me quito el nombre si le nacen!», dijo, mientras contemplaba ceñuda la pintura de su esposo, que yacía imperturbable sobre un pequeño mueble de cedro con incrustaciones de rosul y palisandro. Afuera, la brisa vespertina arrastraba el suave aroma de los azafranes.

«Si tuviereis fe como un grano de mostaza». María Luisa siempre había estado pensando alrededor de aquellas palabras y nunca lograba encontrar una explicación convincente, porque el grano de mostaza es algo visible, algo material, algo vivo y la fe era invisible. La pobre mujer pasó mucho tiempo sin entender aquella expresión, sin embargo, ahora estaba en condiciones de explicárselo plenamente.

«Virgen Santa, madre de Nuestro Señor…». María Luisa cerró los ojos y bajó la cabeza con reverencia. «La gente dice que estas semillas no nacen porque son del demonio. Yo no creo tales cosas, Señora mía, pero la maldad no tiene límites. Si las semillas nacen, las flores que produzcan serán tuyas; yo las traeré al altar y ya verás cómo todos te mirarán perplejos, adornada con las flores que ha cultivado para ti tu humilde sierva».

María Luisa se puso de pie, colocó una vela frente al altar y abandonó de espaldas el recinto, caminando hacia atrás, sin apartar la mirada de la imagen que le miraba piadosa tras el empañado vidrio del cuadro. Momentos antes de salir y echar a andar hacia su casa, la joven mujer se sintió incomoda, preguntándose por qué razón su corazón se había llenado repentinamente de una terrible congoja. Volvió corriendo hacia el altar y se arrodilló de nuevo, llorando frente a su Señora.
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