EL BELCEBÚ AZUL Y EL DOLOR EN LAS ENTRAÑAS
Por Miguel Ángel Teposteco Rodríguez*
CÁLLATE
—¡Ya cállate carajo!—grité harto.
—¿Cómo me voy a callar, ya viste lo que pasó?
—¡Lo sé, Paulina, lo sé! No me lo tienes que estar repitiendo.
—¿Qué vas a hacer?
—¡Que no sé! —volví a gritar—, tomé mi cabeza entre las manos y la apreté; sentí la sangre concentrada en las sienes.
El negro de sus ojos me adsorbía. Se sentó en un escalón de la escalera, se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar. Me coloqué junto a ella, la abracé, me apretó la muñeca. Sus gemidos incrementaron, su respiración poco a poco se calmó.
—¿Fue todo lo que te dijeron?—preguntó más tranquila.
—Me dijo Marta que mi mamá, mi papá y ella ya estaban allá. Que él está muy grave.
Siguió cuestionando, le aclaré que no sabía más. Enmudeció unos segundos.
—Es tu hermano Gabriel—soltó el inició de una risa ligera, como un soplido, irónica—no puede ser—entrevió indignada—sabías que esto iba a pasar.
Una frialdad viajó de mi espina dorsal a mis mejillas. No supe qué decir.
—Él fue solo.
—¡Tú lo retaste Gabriel!
—Es que tú no entiendes—salí enojado de la sala, me dirigí hacia la alcoba; una vez ahí me senté en la cama, abracé mis rodillas y ahogué un grito, luego me sequé las lágrimas. Ella estaba en la puerta.
—Gabriel…—se dirigió a mí con los ojos enrojecidos. Nos pusimos de pie, me envolvió en sus brazos—ya vámonos, no vaya a pasar algo por no llegar a tiempo.
Pasaron unos segundos.
—Medeiros—susurré.
—¿Qué?
Deshice la flor de sus extremidades cálidas. Abrí el closet, saqué una caja y vacié todos los papeles. «¿Qué buscas?» preguntó mi mujer.
Encontré la notita arrugada, el número seguía intacto, la escondí de la vista de Paulina. Ella repitió la pregunta en un grito.
—Nada, una tontería.
Miré un segundo hacia el espejo del cuarto. Alguien se reflejaba junto a mí. El triste Belcebú azul.
LUGAR LEJANO (UNO DE TANTOS SUEÑOS)
Allí miré las montañas que se levantaban a lo lejos en medio de la noche. Picos nevados y los laberintos en la piedra lastimada por el tiempo, perforada, atravesada por venas del viento frío. Avancé por ese sendero que flota entre la oscuridad, esperé los ecos traviesos en las paredes colosales; dejé de respirar y todo se calló. Sentí las serpientes que sobresalieron de mis muñecas, esas que derraman poco a poco la sangre que corre por las grietas o ¿Acaso eran los insectos que corrían por la tierra húmeda y profunda?, es difícil saberlo.
EL OJO DEL DIABLO
Parecía una máquina pesada y descompuesta, hecha de carne morena, que subía la escalera de esa casa mugrienta. Cuando llegamos arriba vi la pintura de su suicidio: el hombre sosteniendo un revólver con el cañón dentro de su boca, para volarse los sesos, en un fondo rojo sangre. Era Julián Ceballos Casco, el «pintor de la muerte». Él buscaba algo por los rincones de su tiradero, yo, en ese tiempo un adolescente tímido, observaba.
«¡Ja! Aquí está, chingá» exclamó contento. En sus manos sostuvo una esfera, del tamaño de una naranja, hecha de cuarzo. «Ven acá pendejo» me dijo con una sonrisa en el rostro, fumó su cigarro y tosió por su avanzado tabaquismo. «Esto cabrón, es el ojo del diablo» aclaró, «¿El ojo del diablo? ¿Es lo que me quieres dar?» pronuncié extrañado; exhaló humo negro, luego continuó «Te voy a contar una historia que nadie sabe cabrón».
Según el ruco, en medio de la madrugada, a Barrio Bravo había llegado un mulato, alto, de rasgos melancólicos, vestido como teporocho, directamente a tocar a su puerta; con acento cubano, el desconocido le preguntó «¿Ceballos?», el ogro le respondió con su voz ronca «Sí ¿Pero qué chingados quieres pendejo?», el hombre misterioso sacó la esfera de su morral, «tome esto» le dijo, el viejo se extrañó «¿Qué verga es esto?», lo tomó e inmediatamente sintió una náusea.
—No sé porqué cabrón, pero dejé pasar al negro ese —prosiguió con el relato— me contó que el ojo se quedaría conmigo, que me seguiría a donde yo fuese, que solo podría perderlo bajo dos circunstancias, la primera, que alguien me la quitara hiriéndome de muerte, la segunda, que yo lo entregara a alguien cuando los espíritus me dieran el pitazo de mi muerte y el nombre del siguiente portador. Sí, por eso que te la doy —quedé perplejo—. En fin, cuando ya estaba a punto de amanecer, el negro se levantó de la mesa, dejó la esfera y me dijo tranquilo «Me voy», salió de la casa y no lo volví a ver. Eso fue como hace 40, 45 años. Desde que la tengo —suspiró y miró el objeto— he visto cosas en sueños y en la realidad, que me han llevado a pintar; yo, a diferencia de los pendejos que tienen el altar aquí al lado, sí he visto a la Niña Blanca, la he visto con su guadaña a los pies de mi cama; así como he visto mi muerte, ensayada en sueños una y otra vez, ¿Y sabes cómo sé que no es mi canica botada? Porque un día me volé la cabeza, y a las horas desperté, con pedazos de sesos en mi camisa, y mi cholla, intacta —se dio golpecitos en el cráneo.
Me colocó la esfera entre las manos. Sentí nauseas y vomité en un cesto cercano, ante la risa burlona de Ceballos. Pronunció al finalizar su alarido «Hay un mundo para todo nacer, y no nacer no tiene nada de personal, es meramente no haber mundo». Años después mi cuerpo estaría tirado, inmóvil, sobre un charco de sangre, gracias a «el ojo del diablo». El viejo Julián se dirigió a su altar de la Santa Muerte, sacó humo negro de su boca, éste se mezcló con las colas del incienso; así el ruco desapareció entre la humareda, mirando fijamente a la calaca, como si observara los ojos de su propia madre. Murió con la sonrisa de un perro atropellado.
SUEÑO (LA NIÑA BLANCA)
Una esfera de piel negra y babosa reventó con el último golpe que me dio. Mis pies estaban ya pálidos cuando llegué al parque. En la penumbra inquieta se acercó a mí, me observó como el espanto que mira al vivo para comérselo; eclosionó mis dedos. En la obscuridad seguramente sonrió, la Niña Blanca.
3:35
Desperté sin luz en la habitación. La aguja del reloj se movía debajo del agua, las olas golpeaban la arena de color oscuro. Me levanté y pisé la hojarasca, miré la luna descuartizada por las nubes, en conjunto con el mar de la costa de la Habana, manso, con el movimiento tranquilo de un órgano, órgano que me recibía palpitando, huyendo de mi país, huyendo de Samael.
Tuve que despertar otra vez conmigo mismo, igual de solo, igual de frío. El despertador clavó sus letras rojas, cerré los ojos «3:35», 35 minutos dentro de la hora del diablo. Suavemente mencioné «Belcebú». Me despegué de las sábanas. En la penumbra escarbé para encontrar un vaso con agua, lo bebí y regresé al cuarto.
Al llegar a la habitación «él» estaba sentado. Con la mirada fija en un punto de la alfombra, unas pequeñas letras brillaban, indescifrables. Pálido, con la piel cubierta de rajadas, lo toqué, era frío, como un cadáver (un cadáver). No sentí miedo, era como la confianza atípica de los sueños. Tenía el cuerpo humano, pero la cara de un macho cabrío. Gemía, lloraba. La brisa húmeda entraba por el hoyo de la ventana.
La luna era el otro ojo del diablo. Bataille, su huevo, su ojo y su toro sacrificado.
Busqué el cigarro que un hombre me dio al pasar por una calle incierta. Le grité a la cabra «¿Gustas un cigarro?». Me miró con sus ojos grises, su nariz exhalaba vapor, me estiró una mano pálida, de dedos flacos, sin pesuñas. Tomó el pitillo encendido, pareciera que pronunciaría algo, pero se hundió otra vez en su abismo de concentración, a un punto en el piso, como queriendo atravesar el concreto. Era un diablo nulo, flacucho, de cuerpo andrógino, minotauro de Cortázar, de un tinte azulado. Un Belcebú azul.
En un segundo pensé en mi hermano. En definitiva, desde el primer momento que traje el ojo a casa, lo deseó. Samael no conseguía trabajo ni escuela, era un chamaco que pasó de masturbarse todo el día frente de la computadora a ser el patiño de los escuincles pendejos de Barrio Bravo. Toda la vida lo hizo, hasta los extremos; aventaba la piedra y escondía la mano, cobarde. Pero pese al olor podrido de su persona, lo quería, pues si algo me quedaba claro, era el amor como concepto inexplicable.
La esfera estaba aún debajo de la cama. Y «cuando desperté (otra vez), la cabra seguía ahí», pensé, modificando a Monterroso. El espectro se fue desvaneciendo hasta que, al amanecer, desapareció.
LA RAJADA (EL SUEÑO DE LA HERIDA)
Despiertas, sudado y con un dolor agudo en el costado, te levantas la playera desesperadamente, una mancha negra, un agujero. Metes la mano, sientes el agua espesa; algo del otro lado te jala el brazo, la frontera llega un poco antes de tu hombro, entonces oyes ese sonido aterrador, como cuando el carnicero parte el pollo con las manos; la sangre se esparce por la cama, quedas inconsciente.
MEDEIROS
Era un fondo blanco, paulatinamente identificable. Estaba en el hospital. Me moví un poco, pero unos fuertes dolores en el costado y la barriga me hicieron quedarme quieto. Un médico se acercó a mí «quédese quieto, que se le pueden abrir las puntadas» me advirtió.
—¿Qué me pasó?
—En Costa Chica—el hotel—nos dijeron que lo había encontrado la mucama todo cubierto de sangre, las sábanas estaban repletas, y usté, tenía una rajada de la panza a las costillas y sus intestinos de fuera. No sabemos cómo sobrevivió, usté llevaba varias horas así, debería estar cantando ángeles en este momento, tuvo mucha suerte, inexplicable.
Me quedé pensativo, el médico se fue.
Dos semanas después me dieron de alta. Había llamado por teléfono a un amigo que vivía cerca de la costa para que tomara mi llave y recogiera mis cosas del hotel. El ojo del diablo no apareció en el hospital, como lo sospechaba, me lo habían robado.
Al revisar mis cosas me llevé una pasmosa sorpresa. En la tela de mi maleta había una nota, ésta tenía escrito «Yo soy Medeiros. Lo he tomado. Yo te necesito a ti. Tú vendrás a mí. Tardarás. Vendrás. Cuando estés listo. Llámame. Cuando estés listo búscame. Vivo cerca. Vivo en la Ciudad de México. Vendrás a Morir. Si viene alguien más a verme. Morirá con tormento. Cuídate. Gabriel Santillana Barreda». Al reverso del papel estaban escritos un número y una dirección. Me senté en el piso y me quedé quieto por varios minutos.
UNO DE TANTOS SUEÑOS (LAS MÁSCARAS)
En una calle amplia observo pasar a los muertos, sus máscaras gigantescas cubren sus rostros seguramente marchitos, marchitos como las jacarandas de los parques de alguna parte de la ciudad. Esos muertos son familiares, familiares como el centro blanco, el punto blanco alojado en lo profundo de ese organismo no-biológico, escondido en el parpadeo entre la existencia y la no existencia de mi cuerpo, un ojo que une dos mundos comparados, el mundo de lo blanco, lo relacionado con el semen, y lo visual, lo percibido, una comunión entre el producto interno del ser y el externo del ser.
HERMANOS
Marta me abrió la puerta. Por teléfono, ya en la Habana, me describió la imagen que vio esa noche. Por mi camisa se había desperdigado, del cuello al estómago, una mancha púrpura; en mi nuca tenía un cráter negruzco y mis ojos estaban inyectados de sangre.
Me hizo pasar asustada. Sin decirme nada fue hacía una habitación para traer su equipo médico, ella en ese tiempo era practicante de enfermería. Trató de limpiarme la herida, pero ésta ya había cicatrizado; estaba algo atontado. Se quedó estupefacta. «¿Qué te pasó Gabriel?», no respondí, de mi mochila saqué el ojo del diablo. Marta lo miró, «me lo quiso quitar», le dije, «¿Quién?» regañó.
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Felicitaciones por la creatividad e imaginación. A seguir escribiendo que hay futuro. Cordialmente, Chente.