Yo conduje esa noche, él ya estaba un poco pasado de copas. Mientras manejaba, sus ojos se clavaban en mí «¿Qué me ves cabrón?» le mencioné en tono de broma. Hizo una mueca forzada. Lo llevé a mi departamento, el chico vivía muy lejos y yo estaba muy cansado para llevarlo. Se quedaría a dormir. «¿Estás bien?», le pregunté cuando lo vi mirar fijamente la guantera, con los ojos rojos, sobándose las manos casi compulsivamente. Respiraba un poco acelerado. Me respondió, pero habló demasiado rápido, no entendí nada.
Abrí la puerta, lo invité a pasar «en el refri hay unos chilaquiles que hizo Martita, también refresco, ahí te sirves, yo me voy a jetear», bajó su mochila del coche, la colocó en el sillón, luego buscó algo dentro de ella con timidez. Fui a mi cuarto, me quité la chamarra y me desabotoné la camisa.
Me dio sed. Cuando regresé a la sala, Samuel sostenía un arma.
—¿Qué haces cabrón?—le pregunté indignado— ¿De dónde sacaste esa chingadera?
—¿Dónde está? —preguntó temblando la muñeca mientras sostenía la escuadra.
—¿Dónde está qué?—avancé hacia él y traté de tomar la pistola, pensé que estaba faroleando como siempre; se hizo para atrás.
—¡No me toques! ¿Dónde está el pinche ojo?
—¿Y tú para qué chingados lo quieres? Cabrón, ya suelta es pendejada y vete a dormir y hacemos como que no pasó nada. Estás muy pedo.
—No me hagas esto —los ojos se le enrojecieron, se talló con la palma de la mano rápidamente—Me cae que si te pego un tiro cabrón, no estoy jugando, por favor.
—¿Para qué lo quieres? —se quedó callado sosteniendo el arma —¡Reponedme ojete! —le grité.
—Y todavía preguntas —empezó a hablar con humedad nasal—nunca lo quisiste compartir. Mientras yo me jodía a ti te iba a toda madre. Siempre has sido un pinche egoísta conmigo.
—No te cansas —bajé la voz y me acerqué a él, aparté con la mano el cañón y repetí —no te cansas, digo, no te has cansado de toda la vida culpar a los demás por lo que nunca has hecho. Si no tienes trabajo, si no tienes vieja, si te falta dinero, es porque nunca sales a buscar nada. Por supuesto todos los demás tenemos la culpa.
—Ya, ya no juegues —se alteró más, volvió a alzar el arma —a ti te ha ido bien por esa chingadera, nunca haces nada y tienes todo.
—No digas mamadas, ya, dame la pistola —me volví a acercar, retrocedió, casi tropezando con la mesa de café. Quitó el seguro del arma torpemente.
—¿Entonces me vas a disparar? —abrí los brazos y dije sarcásticamente —pues bien, hazlo, ¡Jálale! ¿Muy chingón no? ¡Vamos! Quiero ver si tienes los huevos. Siempre has sido un puto, crees que es muy fácil venir a mi casa y apuntarme ¿No? Dispárame en la pinche cabeza puto.
—Ya Gabriel, dámelo y nos olvidamos, ya no juegues por favor —me dijo arrepentido y nervioso, temblando el cuerpo casi en su totalidad. Desvió el arma una vez más.
—¿Ves cómo no puedes? No te lo voy a dar, no puedo. Ya sabes por qué.
—Dámelo.
—No.
Samael alzó una vez más la pistola.
—No vas a hacer nada, maricón ¿Sabes qué? me voy a dormir, tú jálale para tu casa, que yo no te quiero aquí —le di la espalda.
Fue entonces cuando oí el trueno y todo se apagó.
Desperté. Desperté. Desperté. Igual que Ceballos había despertado en su pintura, desperté en un fondo rojo sangre. Me levanté, manchado, aturdido, con un dolor leve en la nuca. Observé a mi alrededor, los muebles estaban desacomodados, la ropa sacada de los cajones, la comida del refrigerador tirada por el piso, el colchón volteado y rajado; él lo hubiera encontrado, pero le dio miedo, estoy seguro, tuvo que huir.
Marta quedó perturbada. «Me tengo que ir Marta», le dije ya lúcido, con la ropa limpia de su hermano puesta. Ella me abrazó, me besó la frente, sacó de una cajita varios billetes y me dio la mitad, eran cerca de 12 mil pesos. «Te tienes que ir Gabriel, muy lejos.», «¿Por qué?», «Vete, yo veré qué hago con tu hermano, yo me encargo, pero vete por favor, llévate esa cosa contigo», me miró angustiada, «¿Por qué?», «porque no quiero saber que te volvieron a matar». La miré, la besé, calurosa, apacible, silenciosamente. Tomé el dinero, saqué todo el efectivo del banco y abordé el primer vuelo que pude.
UNO DE TANTOS SUEÑOS (MARTA O PAULINA)
Con la yema del dedo dibujaste un camino a través del vidrio empañado, así es como a pedazos pude ver los árboles que corrían entre la velocidad del automóvil, luego me observaste esperando que nuestros ojos cafés se fundieran en una sola superficie, te dije que era tarde y que la lluvia nos vararía en la noche, sonreíste y diste por hecho que el calor de las alas no se escaparía entre esos fragmentos de tiempo eterno, como lo haría el siguiente invierno, como lo haría la siguiente vida.
FIESTA
Regresé al Distrito Federal; sabía que el ser misterioso, el cual me había destripado, vivía cerca, sin embargo sentía una atracción inexplicable por la ciudad, como si quisiera estar en el mismo territorio donde estuviera el ojo, prevenido de no ir a buscarlo.
Formé una familia, dejé los vicios y lo demás, pues mi salud fue deteriorándose a raíz de la pérdida del objeto, en la noche dolores fuertes me asaltaban el estómago y el costado izquierdo del abdomen.
Marta había hecho por varios medios que internaran a Samael en San Hipólito para que lo «trataran» por una desviación de la personalidad y desordenes compulsivos. Él decía que veía mi fantasma, que deseaba la esfera, que quería morir. En el manicomio dos o tres veces intentó suicidarse, todas sin éxito, por cobarde, como una maniobra para ganar compasión.
No quise saber nada de su vida en más de cinco años.
Me casé con Paulina, intenté salir con Marta, pero las cosas no se dieron, nuestra relación era de hermandad, saludable por supuesto, no de pareja. En las noches soñaba con el disparo de Samael, sintiendo dolor por el amor y la nostalgia de la infancia que viví con el tipo que me asesinó. Me pregunté a mi mismo si era un muerto, si yo había muerto dos veces, si pertenecía al mundo, si ahora justificaba mi soledad, si justificaba el abandono ocasional del afecto por la vida. Hice lo único que podía hacer, querer a mi esposa y echar raíces.
Eran las bodas de plata de mis papás, mi madre se veía extravagante con su vestido blanco que contrastaba con el fuerte color moreno de su piel, mi padre, ya canoso, estaba feliz, con uno de sus sueños del plan de vida cumplidos. Yo sabía que hacía seis meses que Samael estaba libre, Marta me lo había dicho «lo fui a ver, está curado, él no tuvo la culpa, estaba mal», me enojaba que se le diera el placer de mártir, pero tenía la esperanza de verlo sano, intacto, como en nuestra memoria.
Se me acercó, ya más desgastado, rapado, en la carga de unos ojos tranquilos, apaciguados. Se paró junto a mí.
Sin decirnos nada salimos al estacionamiento con copa en mano. Platicamos de cosas banales, de por quién votamos y de cómo nos ganábamos la vida; me sentí emotivo cuando recordó nuestros juegos bobos, incluso las chicas que espiábamos morbosamente entre las cortinas traslúcidas de la última casa a la izquierda.
Hubo un silencio.
—¿Y dónde está? —me preguntó.
—¿Qué? —le dije sin percatar aún la seriedad y la connotación de la pregunta.
—El ojo —respondió serio.
Toda la imagen se desmoronó.
—¿Estás jugando verdad?
—¿Dónde? —reiteró rígido.
Me di media vuelta y me dirigí a la entrada del salón, por mi cabeza pasó el espejismo de volver a oír el disparo al darle la espalda al cabrón. En vez de eso oí un grito.
—¡Gabriel!
Me sentí extraño, con una frialdad en el cuerpo. Saqué un papelito y le anoté la dirección de Medeiros, la recordaba muy bien.
—Aquí está, la tiene él —le entregué el papel, lo miré a los ojos. Samael lo tomó, como un niño que toma un dulce. Me miró con duda.
—No lo tengo yo, él si pudo quitármelo —se quedó callado, mi sinceridad lo convenció. Fui por mi mujer, al ver ella que venía de hablar con mi hermano, no me cuestionó, nos despedimos rápidamente ante las miradas extrañadas de mis familiares.
Conduje hasta mi casa, subí al cuarto sin decir una palabra y ya en mi cama, me solté a llorar, lloré con odio, con rencor, sin arrepentirme del lugar a donde había mandado a la sangre de mi sangre.
SACRIFICIO
Los gritos de Samael eran perturbadores. Los doctores me dejaron verlo unos momentos, con la advertencia de la imagen chocante. Estaba descarnado, la grasa de su piel y sus músculos eran visibles entre las vendas. Al gritar, su pecho parecía inflarse como el de un sapo. No lo soporté, salí de la habitación asqueado. Mi madre y mi padre lloraban, Marta tenía la mano en la boca y se movía de un lado a otro en la sala de espera, la saludé después de hablar con mi mamá, mi amiga solo hizo una expresión vacía, como si hubiera visto un muerto, igual que yo.
Tomé el celular, marqué, esperé.
Una voz delicada me explicó la situación, oí un zumbido, la llamada se cortó.
Mi hermano iba a morir, era irreversible; lo que en ese momento sufría era una simple y llana tortura; pasaría a mejor vida cuando yo pisara «el altar rojo del ojo del diablo». Me retiré del hospital, no sin antes abrazar y besar a todos, con las lágrimas corridas, con el pretexto del dolor por el estado de Samael. Sería la última vez que vería a mis seres queridos. Antes de partir, Paulina me detuvo del brazo «no vayas a hacer una pendejada ¿A dónde vas?», «voy a sacar dinero, mujer», le respondí apartándola.
Llegué, la puerta estaba abierta, la «puerta negra». Un paso al frente y sentí hambre añeja. Todo estaba oscuro, el aire estaba habitado por un olor parecido al incienso. Una voz aguda cantaba en el fondo, el sonido de un quebradero, como de cáscaras de nuez. Aumentó la velocidad de mi pulso. Las velas se encendieron una a una. La pesada puerta se cerró detrás de mí.
Alguien se me acercó, tenía la cabeza de una cabra puesta, calva, de piel de delfín negro, con unos alargados cuernos. Las porciones visibles de las paredes eran de un rojo intenso. Había mucha gente ahí, con la cara cubierta, con mantos de diferentes colores, azules, morados, blancos, rojos, ropajes casi musulmanes. Todos tenían en las manos matraces brillantes, en forma de cebolla. Me indicaron mi lugar, el sacerdote cabrío me tomó de la mano y me colocó en el círculo hecho de sal, éste tenía a su alrededor pequeños animales, como ardillas gordas, de ojos grandes, cafés. Un encapuchado, poco visible en la otra parte de la habitación, revolvía con una cuchara algo que parecía sopa en un tazón, no nos quitaba la vista de encima. Me cubrieron con una sábana blanca, con dos agujeros para los ojos, como un fantasma. No me di cuenta cuando todo se volvió natural, cuando el terror desapareció de mis ideas y pude bromear con la palabra «Gasparín». Todos cantaron a coro una canción triste, como celta, en un idioma incomprensible. Entré en una somnolencia, todas las figuras se volvieron criaturas difuminadas con el ambiente, con un brillo curioso, con un olor fresco, como de bosque.
El único que seguía inmutable era el sacerdote cornudo, que, de su bata, había sacado el ojo del diablo. Oí de repente el grito de Samael, y su caída en el silencio. El hombre cabra se acercó a mí. Puso sus labios en mi oído y con una voz fina me dijo «yo soy Medeiros».
Fin.
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* Miguel Ángel Teposteco Rodríguez es estudiante de la carrera de ciencias de la comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Participó en el recital poético «Poesía por la paz en Colombia» organizado por la Casa Hankili África (México). Escritor y periodista en la revista electrónica ContratiempoMX.
Felicitaciones por la creatividad e imaginación. A seguir escribiendo que hay futuro. Cordialmente, Chente.