Literatura Cronopio

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Dormia en el campo

EL HOMBRE QUE DORMÍA EN EL CAMPO SANTO

Por Vicente Antonio Vásquez B.*

No pasen de noche por el cementerio. Ustedes son forasteros y no están enterados, pero déjenme que les cuente.

Lo que les diré, pasó aquí. Sí, aquí. Me lo crean o no.

Quince días faltaban para la boda de Ruperto y Remigia. Las invitaciones ya se habían repartido, y el cura de la cabecera departamental ya estaba apalabrado y vendría a oficiar la ceremonia.

El acontecimiento estaba en boca de todos. Esperábamos un fiestón, con tamales y cusha, y desde luego música. Se comentaba que estarían la marimba de los hermanos López y Los Jilgueros de Oriente, con sus corridos que tanto nos gustan.

El vestido de novia se lo encargaron a la mejor costurera del pueblo. Una semana antes estaba terminado. Remigia lo recibió con alegría, se lo probó con satisfacción, lo admiró con una sonrisa y lo guardó en un baúl en espera del gran momento.

Dos días después de haber recibido el vestido, Remigia enfermó. Como de costumbre, se acudió al boticario y a los curanderos, pues aquí no hay médico. A nadie se le ocurrió llevarla a Jutiapa.

Las medicinas y las curas que le recetaron no le hicieron ningún efecto. Su salud empeoraba. La boda se suspendió, para más adelante, para cuando la Remi estuviera bien.

Pasó el tiempo, sin que diera señales de mejoría. Ruperto, luchaba con su tristeza y Remigia, no se diga, esperaba su matrimonio con ilusión.

No crean que los padres de la muchacha se quedaron con los brazos cruzados. No, mis amigos. Hicieron hasta lo imposible para curar a la patoja; en su desesperación, seguían los consejos de medio mundo, con decirles que le dieron hasta caldo de zope y la envolvieron en la piel de un chucho recién sacrificado, para que absorbiera el mal, pero nada. Mandaron a traer a un famoso curandero del otro lado de la frontera. Sí, de El Salvador. Pero fracasó con el tratamiento. Sepa Dios que tenía la seño.

En el pueblo se hablaba de un hechizo. De la venganza de un pretendiente despechado y mil conjeturas más. Pero la realidad es que nadie supo cuál fue el mal que acabó con la boda.

Eso sí, Ruperto, permaneció fiel a la joven, día a día la visitaba.

—Sólo espero que sanes —le ofrecía—, para que condimentemos nuestras vidas con el granito de sal del matrimonio. Te cumpliré mi palabra.

Pero la muchacha no mejoraba, cada día estaba peor. Demacrada, pálida, sin fuerzas. Veía al novio desde la profundidad de sus hundidos ojos, como queriendo responder a las esperanzas de su enamorado; pero sus sueños parecían caer en el fondo del pozo de su tristeza.

Una tarde, Remi, le dijo a Ruperto:

—Mi amor, quiero que me vistas con mi traje de novia. Que lo hagas hoy que todavía estoy viva.
—No hables así, mi cielo. Ni que te estuvieras muriendo —le respondió, tratando de ahuyentar a la sombra de la muerte.
—Por favor. ¡Hazlo!.
—Te complaceré, pero tu vivirás para mi felicidad y es más —rectificó—, para nuestra mutua felicidad.

Ruperto sacó del baúl el traje blanco y sin quitarle el camisón que le cubría el escuálido cuerpo, se lo colocó.

—Ahora, péiname. Por favor. ¿Sí?
—Ya está. Te lo arreglé, tal como te gusta.
—Gracias. Ahora, píntame.

Como pudo, el joven le maquilló los ojos, le pinto los labios y le coloreó las pálidas mejillas.

—¿Cómo me veo? ¿Estoy bonita? ¿Te gusto? —Preguntó, ansiosa.
—Sí —mintió Ruperto.

La infortunada parecía un fantasma. Una pobre imitación de novia.

—Por favor, llévame al jardín.

Sosteniéndola con cuidado, la condujo a la rosaleda. Ambos se sentaron en una rústica banca a contemplar los celajes del ocaso.

Dicen que Ruperto sintió tristeza, mucha tristeza; le dolía ver a la mujer de sus sueños en ese estado. Apoyó la cabeza de la joven sobre su hombro y se dedicó a comunicarle sus sueños, a pintarle un futuro más colorido que el cielo del atardecer. Se casarían, le construiría una casa, más grande que la de don Cheyo, el tendero, y hasta le describió a los hijos que tendrían.

Remi cerró los ojos para ver mejor el futuro que le esperaba y escuchaba en completa calma.

Cuando el enamorado agotó la relación de sus ilusiones, la contempló: Con los ojos cerrados y con la tenue sonrisa de la ilusión prendida entre sus labios, parecía recobrar un poco de la belleza que se perdía en el laberinto de su enfermedad.

—Mi amor —le dijo—, despierta, es tiempo de entrar.

Remi, no respondió. Jamás lo haría. Su alma había volado a otra dimensión, en donde quizá, la belleza no se pierde. En donde la ilusión y la vida perduran para siempre.

Después de la muerte de Remigia, Ruperto, se dedicó a beber, lamentando la pérdida de su amada.
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Por las noches se iba a dormir sobre la tumba de su novia; de su eterna novia, como él la calificaba.

Los parientes trataron de impedir la rareza de Ruperto, pero no lo consiguieron. Terminaron por dejarlo en paz, con la esperanza de que en poco tiempo retornaría a la vida normal.

Ya saben cómo son las cosas. Hubo gente habladora, de esas chismosas que no tienen nada que hacer, que decían que por las noches la difunta salía de la tumba y que mantenía relaciones maritales con Ruperto. Otros decían que las relaciones íntimas eran con el propio cachudo, que tomaba la apariencia de la muerta para ganarse su alma.

Por supuesto, yo nunca creí semejantes aseveraciones.

Todos los días, por la tarde, después de deambular por el pueblo, Rupe tomaba rumbo al cementerio. Terminamos por acostumbrarnos y ya ni coco le poníamos.

La última parada la hacía en La Bajadita, la cantina que queda al final de la calle que conduce al campo santo y allí se tomaba el último trago.

—Don Ruperto —solía decirle mi esposa, la cantinera—, ¿cuándo va a dejar de ir al campo santo? Ya es tiempo que busque otro amor y que regrese al mundo de los vivos. La vida debe continuar. Deje descansar a la difunta.
—No, doña María. Mi amor está allí —respondía, señalando en dirección al cementerio—. Remigia está muerta, pero mi amor está vivo y mientras tenga un pushito de aliento dormiré con ella, tal como lo hubiera hecho de casado.
—Pero, piénselo. El diablo se le puede aparecer un día de tantos y llevárselo. ¿Es que no le da miedo?
—Viera que no. Durante la noche, el cementerio, es uno de los lugares más tranquilos del mundo y nada me impide hablar con ella.

Se tomaba medio octavo y el resto se lo llevaba para más tarde.

A la mañana siguiente, retornaba, devolvía el envase del licor y se llevaba entre pecho y espalda el primer trago del día. Luego continuaba su peregrinaje alcohólico por el pueblo.

Aproximadamente nueve meses después de la muerte de Remigia, una tarde de tantas, Ruperto pasó a La Bajadita a cumplir con su rito cotidiano. Mi mujer, le dio los consejos acostumbrados y cuando oscurecía, se despidió.

Descendía por el camino, pero al llegar al puente, el que está antes del cementerio., el llanto de un niño lo sacó del sopor etílico. El llanto provenía de debajo del puente. La curiosidad lo llevó a buscarlo y lo encontró.

Aseguran que era un niño pequeño, un recién nacido, envuelto en los restos de lo que parecía ser un viejo traje de novia.

—¡Que desgraciada! —Dicen que dijo Ruperto con cólera, pensando en la madre que abandonó al bebé.

Tomó al niño con sumo cuidado y tambaleándose, salió al camino; y siguió rumbo al cementerio.

Esa noche, la criatura la pasaría con ellos, como si fuera un fruto de su amor. Eso supongo.

Caminó unos cuantos metros. De repente, una voz que le puso los pelos de punta, lo sorprendió:

—Mirá mis uñitas.

¿Qué creen? ¡Era el niño quien hablaba!, con voz fuerte, ajena a su edad.

Ruperto, asustado, vio al patojito, quien le devolvía la mirada a través de unos ojos de negro intenso que emitían un brillo extraño y además, le sonreía con un gesto malévolo. Le contempló las manitas y con asombro, le vio las uñas. Eran largas y negras, como las de un pequeño demonio. No esperó más. Aterrorizado, arrojó al engendro de Lucifer dentro de la maleza del barranco y salió huyendo en dirección al cementerio.

Creo que del susto, hasta el efecto del licor se le pasó.

Esa noche tendría algo que contarle a la novia que lo esperaba.

Al día siguiente, a mi esposa le extrañó que su cliente mañanero, con el que echaba la bendición, no hubiera pasado. A media mañana decidió comunicarse con los parientes del hombre que dormía en el campo santo, manifestándoles su preocupación.
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Alarmados, lo fueron a buscar. Lo hallaron boca abajo, abrazando la tumba de su amada. Creyéndolo dormido, le hablaron varias veces. No respondió. Le dieron vuelta. Estaba muerto, con los ojos así, muy abiertos, como si hubiera visto al mismo Satanás y tenía el rostro cubierto de aruños.

A Ruperto lo sepultaron al lado del amor de su vida. Era lo menos que podían hacer por él.

Desde entonces, la gente del pueblo, elude pasar por el cementerio. Si les agarra la noche, prefieren dar un largo rodeo, porque aseguran que se oye el llanto de un niño. Otros juran que es el llanto del mismo demonio.

Vayan ustedes a saber. No es por asustarlos, pero yo no paso por ahí. ¡Por baboso!
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* Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala, 1939) ha publicado siete libros de cuentos y dos novelas, ha obtenido varios premios literarios a nivel nacional, participado en varias antologías a nivel internacional y publicado en revistas, entre las que se pueden mencionar: Revista Maga, Panamá; Revista Camagua, España; Revista La Ermita, Guatemala; y en periódicos, tales como: El Heraldo de Chiapas, México; Siglo XXI, Guatemala; Diario Noticias, Perú. Correo–e: chentevasquez@hotmail.com

6 COMENTARIOS

  1. ¡Felicitaciones de nuevo, Chente! Nos deleitaste con un cuento fantasmal, que nos tuvo en un hilo a medida que lo íbamos leyendo.
    Saludos

  2. Muy buena historia, no sé por qué razón me recordó a San Marcos, el lugar que se describe es muy similar a como se encuentra el cementerio por esos lares. Saludos!!!

  3. Estimado Chente: Como siempre tus cuentos mantienen al lector «sentado al borde del asiento» hasta el final, me fascina la forma en que nos vas llevando a imaginar cada uno de los sucesos.
    Es fantástico poder disfrutar de tu hermosa narrativa.
    Un afectuoso abrazo!
    Magui Montero Riccardo
    Santiago del Estero – Argentina

  4. Estimado Don Chente, gracias por su exquisita obra. Gracias por darnos ese trabajo tan extraordinario.
    Leo que cada línea con deleite.
    Cordialmente,
    Elder Exvedi.

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