LO HUMANO ES HUMO VANO. APROXIMACIÓN A LA POESÍA DE VIRGILIO TORRES HERNÁNDEZ
Por Carlos Santibáñez Andonegui*
A Juan Manuel Zuluaga Robledo
El tema de la luz es poético en sí mismo, es la noción que define a la vida como velocidad difícilmente alcanzada. La luz ha merecido el elogio de todos los tiempos. En la Biblia se le tiene por signo de la Alianza con Dios, quien de viva voz la establece como un pacto entre él y los humanos a través de su abanico espectral: el arco iris, al final del Diluvio. Los siete colores, al combinarse, hacen el blanco. Mucho tiempo después admitirá el persa: «Nada me turbó tanto como la luz».
Tal vez en las mejores metáforas, en los mejores momentos de la poesía, el pensamiento viaje a la velocidad de la luz.
Si el tema de la luz está en todo, el tratamiento que le da Virgilio es el de la danza como alfiler: Irse es volver. Tal es su luz de luz, su dios verdadero de dios verdadero. A eso tiende la primera sección de este poemario intitulada «Avizor».
Conocedor a fondo de los pasos de baile de las almas, él se remite al tango, que como dicen «se baila entre dos», el tango que permite sentir que «es un soplo la vida», el tango que se salpica de significados y se repite y «va de nuez»: «en el piano de la casa, centro/ de mis días y en el patio: una luz/ que es siempre alabastro,/ danza como un alfiler/ prendido al abismo».
Es así como aclara la razón del título en «Tangueringa», poema dedicado a Tulio Mora, quien confirma en el prólogo que «en esa respiración casi asfixiante de la luz en todas sus formas… hay un instante en que Virgilio Torres nos coloca en una visión del enigma: ‘el resplandor de los alfileres’. Enigma cuya forma más pura pertenece al mar cuando se vuelve: «Litoral sin voz, sólo resplandor de alfileres». Pero el poeta Tulio confirma que hay alguien que «danza como alfiler», y ese alguien imanta la luz del día, del alma, del cielo, en extraño ritual.
¿Qué es lo humano? Una sombra, una ficción, contesta el pensamiento barroco del siglo XVII estampado en Calderón. Lo humano es humo vano. Mucho de lo aquí creemos mientras vivimos está literalmente «prendido con alfileres», y resulta hasta difícil de creer. Edades, sustantivos gentilicios, números de credenciales de elector, contraseñas para entrar a la red, y un montón de lazos de pretexto, si no resisten ni un examen profundo a la luz de la verdad, ¿cómo queremos llevárnoslos al más allá? Pero no satisfecho con eso, el humano danza. Celebra su humo vano en una intensa danza, cercana al conjuro o danza de la muerte, y lo curioso es que esta inútil danza, es energía pura, no se ve, cabe por el ojo de una aguja o alfiler. De ahí que el alfiler tenga su encanto, el encanto de un espacio infinitesimal. Lo trae el pueblo en frases como: «una aguja en un pajar», o «la cabeza de una aguja». En la Edad Media la discusión de si se puede hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, se reflejó en la de cuántos ángeles caben por la cabeza de una aguja. Hoy Virgilio nos demuestra cuánta poesía cabe en la cabeza de un alfiler en fisión, en cosas de Einstein. Hace aproximadamente una década, cuando Julio Trujillo reseñó El azul en la flama, de David Huerta, comentó que el poeta bien podía haber escrito como verso inaugural de esa obra, el mundo cabe en la cabeza de un alfiler. «Pero lo distingue de ese afán medieval su certeza no sólo de que el mundo cabe en ese breve espacio, sino que ya está ahí, en ese borde puro e infinitesimal» [1]. El ya entonces jefe de redacción de Letras Libres destaca este tema clave en la obra de Huerta, con nexos fácilmente rastreables con sus poemarios Incurable y Hacia la superficie. «Hay un borde apenas visible (infinitesimal) para los ojos comunes pero evidente para los ojos del poeta (y para los ojos de la ciencia y la filosofía). La contingencia, el azar: la posibilidad como faceta del movimiento. No hay quietud absoluta sino transformación absoluta, devenir, muerte sin fin», concluye Trujillo aludiendo a la dedicatoria hecha por Huerta a José Gorostiza. Es la pareja filosofía-poesía. Donde la inteligencia fuera «soledad en llamas» para aquel Gorostiza que marcó a la literatura mexicana, es aquí con Virgilio «como un brillo que escala la carne o el deseo», tamizado por la melodía Mildred Bailley que «se escurre/ como el ángel de la melancolía, sutilmente,/ en duermevela,/ como un vitral que dura/ lo que un corazón da por vivir». Así, esa certeza del ser prefigurada en Gorostiza, que es azul en la flama de Huerta, se vuelve canción de eros en nuestro poeta, crisálida de notas incesantes, cuyo fraseo escucha para valsar «el doble fox trot de la duda metódica». Y si con Gorostiza, la inteligencia «finge el calor del lodo, su emoción/ de substancia adolorida», con nuestro poeta reverbera en los temblores que van de llevarse a la boca, al acto de comerse un sencillo gusano de maguey: «cometer antropofagia,/ la culpa será del minúsculo cerebro/ del iluso».
Una segunda revisión de este animal, el gusano de maguey, sirve al poeta para hacer poesía de lo que para muchos, sobre todo jóvenes, es ya señal de encanto y atracción liminar: el body piercing: «arete prendido de la lengua/ del descorazonado que ensaya/ para dar con su mar interno.// Carne de cristal que pidió estar/ en el mundo como emblema/ de un eterno sueño».
Saca a flote riqueza acumulada en la antigua tradición de los bestiarios, cuando ve «respirar en el borde del abismo» a una lagartija, o el «azul que celebra la ventaja de ser» en el pavo real. ¿Y el tiempo no será también un animal? Un perro bailable. De otro modo lo plasmó Labastida, el filósofo, en su poema: «Zoología en extinción», los animales son el tiempo.
La música que escucha Virgilio no se parece a ninguna otra. Magia que recupera el oro de los sueños, parece una suma teológica de armonías ya líquidas… parece que vibra,/ vuelve a repetir el círculo de la forma», ante la Sinfonía 35 «Haffner». Desde las emanaciones de Plotino hasta el discurso cartesiano del método, en el «oído absoluto» se forja la poesía de un filósofo. Tal es el oído derecho de la poesía.
Hay un camino de lucidez que se viene fraguando por la más alta reflexión filosófica, atraviesa el dintel de la poesía, y desemboca en una línea melódica franca, indudable, que se puede bailar. Sólo la lucidez tiene estas cosas que el poeta sabe cantar:
Soy sin estruendo persona,
Soy como soy en la forma
de las cosas,
como una Mantis que esculpe
su entrelínea,
y forma una coraza en la tormenta.
Me dejo ir en el zum zum,
¿bailo bien?
Así en el «Contenido Manifiesto», el poeta encuentra algo como un hilo de Ariadna: «mi primera angustia, Kierkegaard/ frente a la vía del tren Obregón-Insurgentes». Está sí es una manera de leer a Kierkegaard y ponerlo, por fin, en su lugar. Lo dicho: «Entre que ves y no ves, la luz es». Recordemos lo que hizo Derrida: Kierkegaard utilizó un pseudónimo para describir a una persona sin fe, (Johannes de Silentio), quien declaraba no poder hacer el último «movimiento», el de la fe, y con todo y eso, había llegado a su umbral. Esto demostraba, según Kierkegaard, que quienes afirman tener fe, es porque en realidad no comprenden [2]. Derrida hace una mezcla de Johannes de Silentio-Kierkegaard, afirmando que es Kierkegaard el que no sería capaz de comprender a Abraham y actuar como él. Es decir, pone a Kierkegaard en su lugar, y aquí Virgilio lo pone peor aún: «frente a la vía del tren Obregón-Insurgentes». Es decir, para actuar como Obregón se requirió algo, remotamente parecido a la fe aunque tal vez no era fe, sino su opuesto. Mas para actuar como los Insurgentes definitivamente, se requirió de fe. ¡El cura Hidalgo! Lo interesante es que Kierkegaard en su comodidad existencialista no habría sido capaz de comprender a uno u a otro y mucho menos decidirse a actuar como cualquiera de los dos.
La luz es circular, tiene que ser circular. En la circunferencia del círculo se confunden el principio y el fin. Pero su ciclo en el corazón, dada la calidad de vida un tanto averiada por la que se atraviesa en nuestros días, se convierte, de circular, en curricular. Por eso la segunda sección del libro se llama «corazón curricular», cuando debía llamarse Corazón circular. Pero a la luz no le pasa nada. Es sólo una pausa. Sus rayos continúan en espera. Dice el epígrafe de Sor Juana: «pausas más que voces, esperando». Justo cuando leía yo esa parte del libro, el diario Reforma sacó una nota dedicada al primer libro en español de una escritora que estudió lo que es la pausa: Nance Guilmartin: para ella en su libro El poder de la pausa, se relaciona con una actitud generalizada que después de todo fue clave en la crítica posmoderna a la humanidad: «andan corriendo, no tienen tiempo y se sienten incomprendidos» [3]. Luces que se esconden en pausas que iluminan.
Y con una luz, todas las luces. «La luz que inventé a los cinco años», la que reverbera como un arete en el turquesa de las aguas bajas, pero también La luz negra, la lenta luz de piedra del espiral de la inteligencia en la culebra o Quetzalcoatl. La del ángel bueno que el poeta busca navegar en Alberti, la de María Sabina que es para tomar control de alma y cuerpo, celeste salpullido crepuscular con que el poeta intuye cerca de la noche: «Ronchas de oro atardecen».
La luz está aquí tan a la mano, como argumento cuando nos dice: «La luz del Ticiano me prendió de repente,/ escuché su monocordio y respiré/ el azul cobalto». La luz por toda tienda de antigüedades, que hace inquirir al poeta: «¿Luz o maraca del tiempo?», es esa luz que va por el tic tac, fue luz romana en mosaico rojo, «luz que viene, regresa…», luz o arco del sol en la esquina del sagrario», surtidor que se erige veredicto de apariciones y está lo mismo en la maravilla del día que en el oficio de decisión del venado «que huele/ la fronda/ para saber dónde queda el mundo/ de las encarnaciones». El tesoro que comparten poesía y energía cuántica enriquece la fenomenología de la luz:
De repente, la luz
en el cerebro dispone escenas,
circunstancias de peso,
paqueterías sobre la vida.
Calificaría como poética cuántica, esta energía cotidiana que, todo humorismo rebasado, asume su condición absoluta de iridiscente luz:
Luz con 2 millones de años luz
en la lupa de cierto Big Bang
que dosifico para no morir.
Hay argumento aquí, hay trama en tanto dice el poeta: «Puse mi cabeza en el lago:/ luz notable para abarcar la mirada/ como un papalote subiendo/ el aire trino.// Entonces perdí tres pestañas/ en el vacío,/ como el tanteo de la vela/ a medio morir».
Es el común denominador que uno ansía, que ha venido buscando como alfiler en un pajar y lo ansía; esta riqueza se hace poesía en la fanopea de Virgilio en la medida en que esparce su belleza en anécdota hacia el cuarto poema de la segunda sección, intitulado: «Deja vu», que a la letra dice:
Si recuerdo bien
Compuse una esfera de palabras para dar
Con mi espíritu…
Y reconstruye cuál ha sido, según él, su camino poético. En realidad es otro, más preclaro y ferviente. Lo sabemos quienes lo hemos andado con él. Pero lo que sucede es que la luz hace víctimas. Como la estrella, el poeta también es una víctima.
Todo ha de ser leído metafóricamente. Vamos, no es que la luz haga víctimas, sino que nos hacemos solas al guardar una noción parcial o equivocada de ella, por ejemplo las estrellas muchas ya ni existen, lo que nos transmiten o que nosotros vemos aquí es un alucine que a querer o no, nos vuelve «víctimas de luz», y cabría preguntarse en esta vida hasta qué punto todos somos un poco víctimas de luz. En este «Corazón Curricular» hacer un paréntesis para advertir qué a tiempo en su poema «Víctima de luz», escribe la poeta Julia de Burgos: «Aquí estoy/ desenfrenada estrella, desatada/ buscando entre los hombres mi víctima de luz…. Eres, entre las frondas, mi víctima de luz./ Eso se llama amor, desde mis labios…. ¡A mis brazos, iniciado de luz,/ víctima mía!» [4].
La «Invención de la línea punteada», es la paradoja sufrida para demostrar que no bastaba con gritar «viva lo múltiple». Inventamos tantas cosas, nos movemos en tantas direcciones y al final, el resultado suele ser de cualquier modo, una línea punteada. Como escribe Deleuze: «Hacer del pensamiento una fuerza nómada no significa obligatoriamente moverse» [5]. Ya ante la diosa luna, al examinar nuestros procesos de vida y muerte, desde Teotihuacan adivina el poeta: «Coyol, Coyol./ Por un momento creímos/ que tu rostro era una premonición de la era/ del petróleo mexicano./ Pero no. Pronto entendimos/ que nuestras bonanzas están en proporción/directa con nuestros infortunios». Así son nuestro arriba y nuestro abajo: «como el cerca de lo lejos».
El primer poema de esta sección fue escrito en la tradición de poemas a la memoria del padre. «Cielo en campo florido», es el cielo mirado desde una calle grande, más grande en el recuerdo y en la intención «donde la luz se abría en ramos/ como si existieran rosas purificadas/ por el asombro de estar vivos».
Fue en esa calle donde el venerable Manuel Torres Silva (1908, Nochixtlán-2010, Ciudad de México), «vino a tocar la música en el templo del Señor de Campo Florido», y es mirando ese cielo como el poeta exclama: «Para que no se perdiera la melodía, vine».
Es desde ahí que acusa recibo del mensaje celeste y se erige en portafolios de la devoción que empieza en Puente de Alvarado junto a la vía del tren que pernoctaba, y de ahí al formidable «murmullo de persona».
«Más adelante, como un verso/ de Jorge Manrique, me miré en el espejo… vi tu mirada cuando flotabas/ a la deriva, fluctuante,/ como la música de Massenet,/ como si nuestra sangre/ fuera una rosa en la marea».
El poeta en busca de un aria para la cuerda de sol, evoca su paso del yo al nosotros a través de la máscara de asombro de la constelación de la Osa Mayor, y me enriquece, por haberlo vivido en calidad de compañero de banca, que la Osa Mayor era también el mote cariñoso con que los estudiantes de secundaria, nos dirigíamos a nuestra profesora de geografía, en aquella lejana secundaria cuatro, cuyo frontón para nosotros era el paradero del universo. Por ahí se nos iban las pelotas a la 28, la secundaria de atrás. Parece que vuelve a mi memoria el otoño de los años sesentas, en que habían de venir las Olimpiadas a México, y la poesía estaba aquí y allá, lo mismo en el frontón mapamundi, que «en el laboratorio donde la flama se erguía/ como un sueño erótico/ al que todos respondían con renglones de piel».
Por vía de emblema: Carlos Santibáñez,
un día sin horario,
despertó entre despiertos como un giro
de hipotenusa o libreta de retardos donde apuntaba
la salida del caos,
mientras Carlos Pellicer le decía al oído:
«no teman, el trópico es como lo cuento»
Aparte, «en el taller de carpintería había mundo», dice Virgilio, si lo sabré yo, que me desviaron el tabique peleando, pero también sentí las grades emociones en el cubículo donde se guardaban las maderas. Los calendarios del maestro Guadarrama, como buen carpintero de aquel tiempo, lucían las más bellas chicas como Dios las trajo al mundo, por lo que todos los hombres deseaban estar, aunque sólo unos minutos para ser regañados, en la presencia provocadora del maestro. Luego nos enviaban a traer las tablas de una maderería cercana, «Los Dos Leones», por eso dice el poeta:
«Cargué madera, tablas de la ley del día hábil/ para pasar,/ entre mis pantalones beige,/ como insensato/ por no estudiar/ la derechura del pino». Sólo en la intimidad del «cine Roxi», evoca Virgilio: «esos adolescentes,/ más adolescentes que James Dean,/ gritaban: «llegó la materia prima, henos aquí/ con el sabor del bosque recién cortado…»
Esa era nuestra cita «con la demolición de los ídolos». Pero el secreto está en que la reconstrucción no existe; para mal de Descartes, o para Ripley, la pars destruens no se parece nunca a la pars construens. Lo que sale, en todo caso, es fruto de una nueva perspectiva. «semblantes reconocibles a la luz de una vela».
Cuánto queda en el tintero, cuántas luces dejaste encendidas como dice José Alfredo Jiménez, y sin embargo, el poeta ha cumplido una parte esencial de su cometido: ha compartido su historia y la apostrofa magistralmente, «como una figura/ fugitiva de la condición mortal».
Sabemos que en ese latido, de alegría o tristeza, por el aire jamás enrarecido y siempre limpio del taller de carpintería, del frontón, del mapamundi, ha pasado el poeta.
LIBRO
Virgilio Torres, Danza como Alfiler, (Parajes, serie Poesía), cuidado de la edición: Abelardo Gómez Sánchez, diseño: Luis Alonso Vázquez, portada: «Sobre la cuerda», de Max Sanz, editorialseculta@mail.com, Oaxaca, 2012.
REFERENCIAS
[1]. Julio Trujillo, suplemento de libros Hoja por Hoja, Reforma, año 6, número 71, abril 2003, p.2.
[2]. Luis Guerrero M., «Derrida deconstruye temor y temblor», Universidad Iberoamericana, publicado en el Boletín 9 de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Kierkegaardianos).
[3]. Nance Guilmartin, El poder de la pausa, Océano, 2013, referenciado por el Diario Reforma, del domingo 11 de agosto de 2013, p. 19
[4]. Julia de Burgos, poema «Víctima de luz», autora de poemarios como Canción de la verdad sencilla, El mar y tú).
[5]. Lorenzo León, «Deleuze irreseñable», Crítica y celebración, Textos de Difusión Cultural, serie Diagonal, Dirección de Literatura, UNAM, 1995, pp. 64-65.
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* Carlos Santibáñez Andonegui, es poeta y crítico mexicano (1954), estudió la carrera de letras hispánicas en la UNAM. Cuenta con seis libros de poesía publicados hasta el momento como lo son: Fiestemas, Glorias del eje central, Vuelven los brindis, Con Luz en Persona, Para decir Buen Provecho y Ofrezca un libro de piel, y participación en diversas antologías nacionales e internacionales, se desempeña actualmente como profesor de poesía del INBA.