Literatura Cronopio

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Dragon de humo

EL HOMBRE DESCALZO Y EL DRAGÓN DE HUMO

Por Ricardo Iribarren (Ricardo Versolari)*

Sandra era el nombre de la adivina fantasma. La que, con acento alemán y una sonrisa, profetizara mi fin. El augurio fue acompañado de fecha y hora: el quince de mayo a las cuatro y diez de la tarde. Puntual, vestida con una túnica india y zuecos transparentes, la propia adivina se presentó a buscarme en nombre de la muerte. Comprobó que no podía llevarme mientras estuviera descalzo. En esa condición, la tierra mantenía y protegía mi vida. Ella estaba segura que alguna vez debería calzarme. Entonces sería el momento del fin. Desde esa misma tarde, se apostó frente a mi casa y vigiló mis salidas. Al observar mis pies invariablemente desnudos, se marchaba con un gesto de consternación.

Creo en fuerzas ocultas y misteriosas que mueven al mundo. Estoy convencido que a través de aquella joven delgada, de huesos grandes, acento extranjero y lentes espejados, actuaba el destino. Sus palabras eran ciertas; de cubrir mis pies, moriría.

Antes de la advertencia de Sandra y su intento de llevarme, rara vez usaba zapatos; estar descalzo dentro y fuera de mi casa era un modo de vida, casi una profesión de fe. Había dejado de trabajar hacía cinco años. Unas pocas propiedades me daban rentas como para vivir modestamente. No compartía el afán de riquezas, propio de mi generación. El objetivo de mi vida era demostrar las ventajas del Barefoot Running; el que inaugurara la famosa carrera de Abebe Bikila en los sesenta, cuando ganó la competencia de Roma sin usar calzado; el que practicaran las heroicas tribus Tarahumaras descriptas por Christopher Mc Dougall en su libro «Nacido para correr». Además de la cantidad de estudios que certificaban la conveniencia de andar sin zapatos para la salud del cuerpo y la mente.

Luego del encuentro con Sandra, decidí vivir descalzo en todo momento del día y de la noche y en toda estación del año. Fue entonces que comprobé la cantidad de ocasiones en las que solía usar zapatos. Cuando salía a comprar algo a la tienda cercana a mi casa, en medio de la nieve en el invierno o para calmar a los guardias del parque que me sermoneaban pesadamente acerca de la conveniencia de calzarme; (al verlos, me colocaba apresuradamente un par de chanclas que llevaba en mi bolso). Todo esto pude solucionarlo con un cambio de hábitos. Sin embargo, un detalle doméstico que parecía el más simple, fue el que trajo las consecuencias más inesperadas y peligrosas.

El piso original de la cocina de mi casa era de un cemento duro y áspero de color verde. No me disgusta este material para caminar descalzo, ya que he comprobado que sirve para pulir las plantas. Sin embargo, aquella superficie no era amigable. Al apoyar sobre ella mis pies desnudos, una fuerza informe y furibunda bramaba varios metros más abajo. En aquel rectángulo, parecía vivir un prisionero poderoso, que al sentir la presencia de mis plantas, amenazaba con liberarse.

Cuando recién comprara la casa, aquella criatura no estaba. A los dos o tres años se presentó como un leve y sordo rumor retumbando en mis talones. Parece haberse gestado con el cáncer de mi esposa y su rápida muerte luego de pocos meses; aunque, según mi experiencia, los pies y sus vínculos con el suelo, siguen leyes propias, al margen de emociones, tragedias o celebraciones de la vida cotidiana.
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La única solución antes de mi cita con Sandra, había sido calzarme con las viejas pantuflas que mi madre me regalara hacía ya muchos años y que permanecían casi nuevas. Apenas lo hacía, el monstruo se calmaba. Luego de la experiencia con la muerte, decidí no volver a usarlas. Si lo olvidaba, bastaba con asomarme para ver la figura implacable de la profetisa con los brazos cruzados, observando atentamente. Con respecto al piso de la cocina y el rumor alarmante, decidí llamar a un técnico que revisó los caños de gas y de agua. Descartó un problema serio y se limitó a purgarlos.

En los días siguientes, continué entrando descalzo a la cocina. El clamor subterráneo aumentaba. Una mañana, en el momento de calentar el café, el sonido fue aterrador. El piso se agrietó súbitamente, y tuve que escapar del cuarto. A través de las aberturas, se elevó un humo brillante y gris y desde la puerta pude ver la criatura, palpitando colérica unos metros más abajo.

Volví a llamar al técnico. Cuando llegó, el fragor ya no estaba, pero las grietas del piso eran la señal incuestionable que algo había ocurrido. Además de ese perito, consulté a otros dos. Todos coincidieron en que la instalación de los caños no presentaba problemas. Fenómenos como aquel podían deberse a ciertos gases subterráneos, producto de cloacas o algún pozo séptico de una casa vecina. La zona estaba repleta de construcciones antiguas y era previsible que con el paso del tiempo se hubieran agrietado. Si bien no era frecuente, lo único que podría romper el piso en aquella forma, era una acumulación de emanaciones. Me ofrecieron colocar baldosas térmicas y aislantes con la capacidad de expandirse y contraerse ante los cambios de temperatura y las presiones subterráneas. Garantizaban que de ese modo, no se repetirían fenómenos como aquel.

Si bien todos opinaban más o menos lo mismo, hablaban en términos de hipótesis. Ninguno daba una explicación precisa. A fin de agotar las instancias racionales, llamé a un ingeniero a quien conocía desde el liceo, por lo que no me cobró la consulta. Luego de revisar todo, confirmó la versión de los otros y me recomendó una marca especial de baldosas. Accedí a colocarlas con la duda de haber encontrado una solución. No podía explicar a mi amigo y a los técnicos que aquello era un juego entre los fluidos sutiles de mis pies y las profundidades tectónicas; que quizá recurrir a un revestimiento más sólido podía ser peor. La explosión sería más violenta en caso que el monstruo decidiera hacerlo estallar.

Cuando las baldosas estuvieron colocadas, volví a caminar descalzo sobre ellas. No tenía otro remedio. Desde la esquina, Sandra continuaba atenta al estado de mis pies. Al principio todo pareció calmarse y por un momento pensé que los peritos y el ingeniero tenían razón, pero al tercer día el clamor volvió. Más intenso. Más furioso. En las baldosas, el monstruo o lo que fuera, había encontrado una barrera inesperada para llegar a mis pies.
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Pensé utilizar un plástico que cubriera mis plantas, aunque esto sería el equivalente de calzarme. La única alternativa era calmar a la bestia por otros medios. Limpié el piso con agua bendita, utilicé una mezcla de ajo tomillo y ruda, pero todo fue inútil. Aunque mis pies no pisaran la cocina, podía escuchar desde el dormitorio el fragor de las baldosas. Llamé nuevamente al ingeniero y en el momento en que llegó, el bramido dejó de escucharse. Mi amigo colocó aparatos para oír y ver las profundidades. El resultado volvió a ser negativo.

Dos días después repicó el teléfono. Era mi amiga Marcela, la augur, especializada en Pedimancia y masajes reflexológicos. Coincidiendo con la profecía de la muerte, habíamos tenido una relación amorosa, pero ella no se animó a esperar la fecha fijada para mi supuesto deceso. Me abandonó, refugiándose en la casa de su madre que vivía en otra ciudad. Antes de irse, dejó una carta en la que confesaba su miedo; afirmaba «no poder afrontar mi destino trágico a pesar de amarme». Desde entonces no la había vuelto a ver.

Aunque me alegraba que hubiera llamado, el resentimiento por el abandono hizo que la atendiera con sequedad. Cuando me preguntó si estaba molesto, no contesté y dije que debíamos conversar. Le pedí que viniera a mi casa, porque además quería consultarla sobre algo de su especialidad.

Marcela no llegaba a los treinta años. Nariz pequeña, ojos grandes y grises, mejillas rojas, cutis terso y pechos voluminosos. (Aspiraba a una operación que los redujera cuando pudiera costearla). Siempre se mostraba alegre, pero tenía en los ojos un dejo de nostalgia, evidente aún en medio de una carcajada. Reía y lloraba con la misma facilidad y las líneas en sus pies, indicaban un temperamento melancólico.

Los días eran calurosos y aquella tarde llegó con una blusa roja sin corpiño y falda corta. En la puerta se quitó las sandalias; era Barefooter como yo y aunque delicados y pequeños, sus pies eran muy fuertes. Ahora sus labios estaban curvados hacia abajo y lucían tan tristes como un crepúsculo lluvioso.

Me suplicó que la perdone. Antes de irse, estaba pasando por una etapa depresiva. Al observar los detalles grabados en la planta de mi pie izquierdo, supo que la profecía era real. Afirmó que se había enamorado de mí y no quería encontrarse en la ciudad cuando la muerte llegara. De pronto se echó a llorar y arrodillada, repitió su pedido de perdón. La obligué a incorporarse, la abracé, sentí su perfume enervante y nos besamos.

No sabes lo feliz que estoy al encontrarte vivo…

En ese momento, el piso de la cocina volvió a bramar.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Marcela.
—Es lo que te quiero preguntar. Creo que hay una bestia debajo de las baldosas.

Entró a la cocina y al sentir sus pequeños pies, el monstruo enloqueció; desde el fondo de la tierra resonaron golpes que agrietaron algunas baldosas. La habitación se llenó del humo picante y gris, y escuchamos el alarmante rumor de una nueva arremetida. Tomé a Marcela de la cintura y la alcé para separar sus pies del piso. Volvimos a la sala y cerramos la puerta. Del otro lado, los golpes disminuyeron de a poco, pero algunas líneas de vapor se filtraron como serpientes furibundas.

—Es un dragón de humo —dijo ella.
—¿Un qué?
—Un dragón de humo. Emociones de la tierra que reaccionan con los pies descalzos. Debe tener muchos años; percibo fuerza y entidad. En sí mismos no son peligrosos, pero pueden llegar a destruir la cocina y si en ese momento te encuentras allí, corres peligro. Al dejarlo, se tranquiliza solo.
—¿Hay alguna forma de detenerlo… de exorcizarlo?

Los bramidos y los golpes se redoblaron. Los pies de Marcela lo habían excitado mucho más que los míos.

Si estás de acuerdo, ensayaremos un ritual de posesión —dijo mi amiga— Necesito prepararlo durante veinticuatro horas. Tú también intervendrás. Deberás venir a mi casa.

Repitió que no había peligro en dejar solo al monstruo. Sin el estímulo de los pies, se tranquilizaría de a poco.

La casa de Marcela estaba a pocas cuadras. Al llegar, pasamos al estudio. Las paredes estaban cubiertas de mechones de cabellos, fotos de santones y velas encendidas. Conté mi encuentro con Sandra; la condición que me había impuesto de permanecer descalzo en todo momento para evitar la muerte.
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Tiene su lógica —afirmó Marcela. Tus pies están llenos de energía. Son una fuente de vida.

Estuve a punto de mencionarle la presencia de la profetisa en la esquina; en caso de asomarnos, podría verla vigilando, pero preferí callar. A pesar de la seguridad que exhibía en los rituales, Marcela era demasiado temerosa y había sido la cercanía de la muerte la que la hizo escapar a casa de su madre. De conocer la constante acechanza de Sandra, podría tener una nueva crisis.

Le pedí que evaluara mis pies. Los lavó con agua tibia, revisándolos atentamente. En la planta izquierda, la muerte se había presentado al principio como una mancha pequeña y dos líneas que se unían en falsa escuadra fuera de la misma. Ahora el lunar se extendía hasta el arco longitudinal, como una larga mácula marrón.

No hay que preocuparse por el aspecto —explicó Marcela— La dispersión indica retroceso. Lo único que está estancado es tu actividad sexual —dijo mientras con sus pulgares hacía suaves masajes en tobillos y talones. —Tus pies siempre me han gustado —agregó— son muy viriles.

Metió los dedos gordos en la boca y los aspiró con fuerza, mientras levantaba la vista y clavaba sus ojos en mí. Aquello me excitó. Esa práctica produce un vértigo muy parecido al del cunilingus. Unos segundos después nos besábamos con pasión, pero al intentar acariciar su cuerpo, ella me detuvo.

—Mi posesión tiene que ver con el sexo —explicó— Para que el ritual sea efectivo, no debemos tener relaciones hasta mañana.

El resto del día fuimos al parque. Hacia el norte se extendía una zona abandonada y pantanosa. Si bien no la consideraban área de paseos, tanto ella como yo, la habíamos transitado alguna vez en nuestro afán de encontrar otras superficies para nuestros pies descalzos.

Aquella tarde recorrimos pantanos y cavernas desconocidos para mí. El objetivo era recoger muestras de barros con determinadas características y flores pequeñas y blancas, parecidas a las de la manzanilla, que crecían en las entradas de las cuevas. Eran muy escasas y nos llevó bastante tiempo. En el atardecer, Marcela me indicó que debíamos encontrar tres plumas rojas y tornasoles, con un punto negro en el centro, propias de los pájaros de la zona. En principio me pareció un cometido imposible, pero las hallamos con las últimas luces del día.

El lugar era peligroso en la noche, ya que lo recorría gente de mal vivir, pero para completar el ritual, debíamos orar durante dos horas con los pies sumergidos más arriba de los tobillos en el barro del pantano.

Regresamos pasadas las diez. Por indicaciones de Marcela, ayunaríamos hasta la mañana siguiente y dormiríamos en habitaciones separadas. Lo más importante era mantener la castidad hasta el otro día. Antes de acostarnos, ella lució un vestido de novia campesina: blusa blanca, falda amarilla y pies descalzos. En la frente llevaría una corona con las plumas y las flores que habíamos recogido.

—Estoy preparada para la posesión —afirmó— es como un matrimonio.

No dije nada, pero sentí celos al pensar que iba a realizar aquella boda con el monstruo de la cocina.

Al otro día desayunamos frugalmente. Marcela estaba hermosa. Con disimulo, me asomé por la ventana. Sandra seguía parada en la acera del frente de la casa, observando con atención.

Volvió a masajear mis pies. Con mis someros conocimientos de reflexología, noté que se detenía en las zonas vinculadas al sexo: las proximidades de los tobillos y los espacios interdigitales. Luego lamió mis pies y absorbió nuevamente los dedos gordos. Aquello me produjo otra erección.

—No podemos tener sexo hasta después del ritual, pero es importante que estés excitado —explicó— yo me casaré con el monstruo, pero tú deberás intervenir.

Los pies de Marcela eran muy pequeños, del tipo griego; el segundo dedo era ligeramente más largo que el mayor. En el derecho, cerca del arco, tenía un lunar con la forma de una mariposa o un pájaro. Me mostró una pulsera pequeña con cascabeles, que se colocó en el tobillo izquierdo.

—Este sonido llama a los dragones de humo —explicó—. El ruido era alegre, con notas agudas y el elevado timbre podía escucharse a la distancia.

Al salir, Sandra volvió a hacer el acostumbrado gesto de frustración al ver mis pies desnudos. En su cuerpo observé cierta tensión curiosa. Nos siguió a la distancia. Con Marcela caminamos hacia mi casa tomados del brazo. La gente nos miraba, o mejor dicho la miraba a ella con su larga falda, los ramos en la cabeza y en las manos, los pies descalzos y el tintineo constante de los cascabeles.

Entramos y ante el llamado de la tobillera de Marcela, resonó el terrible bramido y se repitieron los golpes.

—Abre la puerta —pidió. Vacilé, pero lo hice. Los sonidos se detuvieron. La habitación estaba cubierta del picante humo gris. En el piso, las baldosas habían sido reemplazadas por una niebla brillante. El monstruo esperaba y me pareció escuchar un suspiro de deseo.

Ella entró, apartó dos sillas y se tendió en el piso. Las baldosas reaparecieron crujiendo. Algunas volvieron a partirse, pero el humo se concentró en el cuerpo de Marcela que se retorció y gimió.

—¡Ven… ¡Ven…! —pedía con voz ronca—. Sus ojos me miraban enloquecidos, como animados por un tifón.

El dragón de humo se unía a su deseo. Me desnudé rápidamente, me arrojé sobre ella y la abracé. Ardía. Al penetrarla sentí que su vagina despedía fuego líquido. Gritó. A través de su cuerpo, gritaba el dragón. Los orgasmos de ella se repitieron uno tras otro. Eyaculé largamente, hasta sentirme vacío.
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Quedamos abrazados. Marcela respiraba profundamente, exhausta y casi dormida. El monstruo ya no bramaba. Al incorporarme y pisar las baldosas, lo sentí escapar, buscando refugio en las profundidades. Ella se incorporó y me abrazó.

Esta es la solución. Los dragones crecen cada veinticuatro horas. Mañana repetiré la posesión.

Preparé café mientras Marcela se vestía. Escuché el pregón de un heladero que llegaba de la calle, y al asomarme a la ventana, vi a Sandra, parada en la esquina de siempre, mirando hacia mi casa a través de los anteojos espejados. Sostenía una paleta y al advertir que la observaba, empezó a chuparla ostensiblemente sin dejar de mirarme.

Como hipnotizado, observé el helado entrar y salir de su boca, hasta que desapareció.
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* Ricardo Iribarren (seudónimo: Gocho Versolari, aplicado a su obra poética) es escritor argentino, nacido en 1949 en la ciudad de Mar del Plata. Sus principales publicaciones en papel son «El ángel y las cucarachas», Mérida Venezuela, 2006 y «La vida está aquí –seis ensayos y siete leyendas sudamericanas»  Editorial «Abya Yala» —Buenos Aires— (1992).   La mayor parte de su obra se encuentra inédita en los circuitos comerciales convencionales.

Como aspecto fundamental de la biografía del autor es de destacar su búsqueda de nuevas formas de expresión de los géneros tradicionales apoyadas en las transformaciones tecnológicas y su interacción con el contenido artístico, desde la invención de la escritura, pasando por el descubrimiento de la imprenta hasta llegar a las instancias digitales e interactivas de la actualidad.

Publicaciones permanentes en Internet: https://gochobersolari.blogspot.com/

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Código: 1303074740490
Fecha 07-mar-2013 22:57 UTC

1 COMENTARIO

  1. Estimado Ricardo: Felicitaciones por tu imaginación y creatividad. Un abrazo fraternal, Chente.

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