MOSAICO DE LUJURIA
Por Camilo Andrés Caballero B.*
Mientras la observaba vestirse reflexionaba sobre como era igual a todas las que le precedieron y todas las que le procederían. De cierta manera, cuando ya estuviera en el ocaso de mis días y evocara todas estas memorias vería como tantos rostros de mujeres hermosas se convertirían en uno solo, dejando así que solo fue una mujer. Solo una mujer, una mujer que en realidad era muchas. Era una sola mujer, en una sola habitación, en un solo motel. Todo se fundiría como si fuera una barra de acero, dando así como resultado a una mujer metálica, fría y distante, que en realidad no era una sola sino muchas. Pero al asomarme sobre el plateado metal no vería su rostro, sino vería el mío reflejado. Así que esa mujer que en realidad eran muchas resultó ser, en realidad otra vez, yo.
La mujer que tenía al frente mientras se subía sus pantalones se llamaba, si no estoy mal, Melanie. Era una rubia de pechos grandes, voluptuosa figura, de tez blanca y labios anchos, y ojos negros como la brea. Con respecto a su personalidad se podría decir que era una mujer un tanto mandona, que le gustaba sacar provecho de toda relación posible (no solo las sexuales). Era joven todavía pero era obvio que el prospecto de la edad ya le preocupaba. No podía pasar de 35 años (no recuerdo la cantidad exacta), pero al besar su rostro grasiento de crema antiarrugas y al pasar mis manos por sus senos plásticos me quedaba claro que quería retener el paso del tiempo. Lo que ella y millones de mujeres más nunca entenderían es que el tiempo es una tormenta despiadada que no puede ser detenida por un simple paraguas.
Con un cigarrillo encendido admiraba la belleza de su cuerpo decadente mientras se vestía. Este era un acto hermoso en sí, y no quería que acabara nunca. No era morbosidad, era asombro. No quería verla desnuda, no quería verla vestida, quería verla en ese estado de incertidumbre, en ese limbo de telas y marcas, en donde ella no sabía a que pertenecía, si a la naturaleza de su cuerpo o a la apariencia de sus ornamentas. Verla vestirse era un espectáculo muy bello.
«¿Por qué me miras de esa manera?» me dijo cuando advirtió mi fijación en ella. Trató de disimularlo, pero se notaba que la ponía incómoda.
Sin responderle di un soplo a mi cigarrillo y seguí observándola. Melanie decidió hacer caso omiso y terminó de vestirse. Para ese momento terminaba de abotonarse la camisa y se ponía un collar de algo muy parecido al oro. Con el acto ya terminado mi concentración se rompió y pude decirle:
«¿Nos volveremos a ver?»
Fastidiada la rubia de pechos grandes respondió «Es posible. Te llamaré cuando pueda.» Era dura, pero prefería eso que las falsas expectativas que creaban otras mujeres.
«Deseo repetir este encuentro.» No era cierto. Este encuentro era tan especial como los mil otros que había tenido o que tendría en un futuro. Melanie solo hacía parte del mosaico que se convertiría en una sola. Preguntarse por qué quería volverla a ver, o por lo menos por qué le decía eso, si se consideraba que no era nada especial, pues era una cuestión de biología y placer.
«Yo te llamaré,» parecía que tenía apuro para irse. No sé si era por mí o simplemente quería alejarse de este encuentro físico sin sentimientos. No tomaba de manera personal su actitud.
La vi tomar las llaves de su auto y salir por la puerta sin despedirse. Mi cigarrillo se había consumido para entonces. Mi atención estaba fijada en la estela que había dejado al salir por la puerta, como si fuera una firma de su estadía en aquella habitación. No tenía energía física, ni mental tampoco, solo me mantuve allí, acostado sobre lo que había sido testigo de nuestra lujuria. Solo eso había sido, lujuria. Decir que fue otra cosa era mentir. Solo fue otra pieza del mosaico, solo otra mujer que crearía a la única del futuro. Nuestra sesión erótica había sido placentera, eso no se discute, y no niego que sí hubiera disfrutado otro encuentro con ella, pero ya con ella desaparecida y fuera de mi vida podía decir que en el fondo no importaba. Había podido haber sido otra mujer, una mujer de piel oscura y cabello negro, o una pelirroja de ojos verdes, o una asiática, o cualquier otra variedad. Hubiera dado lo mismo. Para el que esté confundido, no estoy siendo machista, pues sé que para ellos yo fui lo mismo, un espectro sexual.
Conocí a una morena llamada Gabriela en un bar donde los borrachos beben de su néctar y los cachondos buscan mujerzuelas. Gabriela no entraba necesariamente en ninguna de las anteriores categorías, simplemente estaba allí por chance, o suerte, o destino. Su personalidad indicaba que no era de bares o fiestas: estudiaba administración empresarial en la universidad local, tenía un novio de hacía tres años y trataba de mantenerse por su propia cuenta. Era una mujer independiente, fiel a su hombre y muy inteligente. Cómo terminó en el mismo cuarto de motel en el que yo había compartido momentos apasionados con Melanie es algo muy interesante, pero no hace falta entrar en detalles. Era la misma historia que con la anterior.
Durante nuestro acto Gabriela no paraba de reír. Era como si con cada movimiento, cada gota de sudor, cada gemido de placer una cadena dentro de ella se rompiera, como si surgiera la verdadera Gabriela de entre las cenizas de la fachada, cenizas que se habían producido del acto de exterminarla. Gabriela era un ave fénix, y uno muy elástico si se me permite agregar. No sé si el fuego de la liberación nos llevó a alcanzar un éxtasis mayor, pero sí aseguro que fue algo diferente a las anteriores, o por lo menos a la mayoría. No diré que fue la mejor que encontré, pero sí diré que fue una con un estilo diverso, era como variar de marca de cigarrillos o de cerveza.
Su figura era intensa, erótica en sí misma. No cabía bajo el estereotipo de mujer sexual porque no pertenecía a él, ni siquiera su cuerpo, pero al momento que sus ropas caían y su cuerpo aparecía en su estado más natural era claro la sexualidad que ella emanaba. Y una vez más lo más hermoso de la noche no fue el acto en sí, sino más bien fue ver como caía en ese limbo entre vestida y desnuda, como la indecisión de la ropa se apoderaba de ella. Es interesante, pues una persona por lo general tiene apuro en cambiarse, y no se dan cuenta que es en ese estado de transición donde la belleza es más pura.
No sé qué fue lo que llevó a Gabriela a serle infiel a su novio de tres años, ni que la llevó a abrazar su sexualidad reprimida, como un cisne encerrado en el cuerpo de un pato. A la mañana siguiente una sonrisa en su rostro parecía darme las gracias. No tenía una actitud poco usual, pues muchas mujeres se comportan así después del sexo, pero era diferente, como si efectivamente estuviera agradecida por haberla liberado de las vendas que la envolvían toda su vida. No quería salir de la habitación, atraída por los fantasmas de la noche anterior. Ofreció hacerme el desayuno y amablemente le dije que no. Quería pasar el resto del día conmigo reviviendo nuestro encuentro, pero por razones más allá de mi poder tuve que irme temprano. La joven morena tenía información sobre como contactarme así que era seguro que lo haría, porque si era como yo sospechaba ella querría revivir el momento en que se quitó sus ataduras de esclava.
Nos vimos en muchas otras ocasiones. Gabriela siguió su relación con su novio ya que no veía nuestra pequeña aventura como un obstáculo para hacerlo. Sin embargo, su atracción carnal hacia mí nunca disminuyó. No lo digo jactándome, pues también me resulta extraño y difícil de creer, pero sí, siempre sintió la misma atracción de la primera noche.
Lo que sucedía con Gabriela se podía explicar de la siguiente manera: toda su vida estuvo reprimida de muchas formas, principalmente de manera sexual, y siempre había tenido que salir adelante en una sociedad machista. Hija de un padre alcohólico y una madre ausente, siempre quiso salir de esa realidad. Se dedicó a sus estudios y trató de no enfocarse mucho en la parte carnal de la naturaleza, y las veces que seguía ese instinto siempre su mente se alejaba a otro cosmos donde seguía trabajando. Pero la primera vez que estuvo conmigo pudo olvidar todo eso, separarse de su mundo, rompiendo con su realidad. Es por esto que se había sentido tan liberada, y es por esto que había querido revivir esos momentos tantas veces después. No era tan complejo, pero sí me resultaba extraño que me tocara a mí, pues de tantas ocasiones en el pasado con mujeres reprimidas nunca me había ocurrido tal cosa. Las mujeres reprimidas terminaban siendo las más desenfrenadas sexualmente hablando una vez rompías con su patrón de pensamiento.
El problema está en que muchas personas tienden a conectar el sexo con el amor, y cuando una reacción tan fuerte es producida en una mujer como la que yo había producido en Gabriela solo es cuestión de tiempo para que ella empiece a pensar que se estaba enamorando. Pasó varios meses tratando de admitirlo, pero a finales del cuarto por fin me dijo que se había enamorado de mí.
«No hablemos de amor,» le respondí yo, «no encuentro gracia en etiquetar algo.»
«No es etiquetarlo,» me decía, «solo te digo lo que siento.»
«Al aceptar esto como un sentimiento esperarás que yo sea recíproco, cosa que podría o no ser, y si no lo es saldrías herida y decepcionada. Le estás colocando una etiqueta a una situación donde las palabras solo se usan para identificarla, no para expresar su verdad.»
«¿Pero qué tiene de malo colocarle una etiqueta, entonces? Si lo único que quiero es expresar lo que siento y lo único que tengo a la mano para hacerlo son las palabras utilizadas solo para identificar.»
«No, porque después esperarás que yo haga lo mismo, y siendo totalmente franco no estoy en capacidad para hacerlo en este momento.»
«Lo que quieres decir es que no me amas, puesto en términos sencillos.»
«Si tenemos que hablar de amor, sí, eso es lo que estoy tratando de decir.»
Cabe decir que fue el último encuentro que tuve con Gabriela. No se enojó después de lo que le dije, pero sí se decepcionó como le había dicho. Después de haberle dicho eso simplemente se paró de la cama y en silencio comenzó el proceso de vestirse, y esta vez fue más hermoso que antes. No sé si es porque era la última vez que la vería hacerlo o si es que su actitud de tristeza lo hacía ver más poético, pero fue la vez que me había asombrado más por ver a una mujer vestirse. Era como si el vacío del limbo se hubiese acrecentado con sus sentimientos. Me dijo algo antes de cerrar la puerta que no recuerdo con precisión, solo sé que trataba de hacerme darme cuenta lo mucho que me amaba. Fue como su manera de agradecerme de haber roto su prisión del deseo.
Las mujeres religiosas son más interesantes que las demás, por lo menos a la hora de hacer el amor. Tal vez deba usar otro adjetivo, pero por cuestiones narrativas lo mantendré de esa manera. En la penumbra de la madrugada una mujer religiosa tiende a revelar más cosas de lo usual, soltando su lengua como si su dios no fuera capaz de ver en la oscuridad. Digo esto con una mujer en específico en mente, una pelirroja de 28 años llamada Magdalena. Si se toma su nombre en el sentido bíblico y su apariencia física, su cabello llameante, sus grandes senos y sus voluminosas caderas, uno podría entender que se trata de una mujer con una sexualidad abierta. Sin embargo, la religiosa Magdalena trataba de apaciguar su conciencia yendo a misa todos los domingos, y trataba de alejarse de los demonios que la incitaban a realizar actos indignos.
Su figura llamó mi atención, pero cuando advertí su fuerte creencia hacia la iglesia sentí una mayor atracción. De repente me invadieron deseos de quitarle su inhibición. Lo que la atrajo de mí quizás fue que veía en mí la personificación del demonio, como muchas veces dijo antes de caer bajo mis sábanas. Resultó que cuando decía esas palabras peyorativas no las decía con motivo de denigrarme, aunque yo no lo sentía de esa manera tampoco. Desde un principio ella sintió atracción hacia mí, así como yo lo hice por ella, y quiso refugiarse bajo el seno de dios, pero su instinto animal fue más fuerte que el poder de su deidad, y finalmente terminó en el mismo motel donde habían terminado Melanie y Gabriela.
Nuestro encuentro fue bizarro, pues al principio Magdalena sentía que estaba haciendo algo moralmente incorrecto, pero cuando mis estímulos lograron hacerla perder su razonamiento decidió hacerse una con el universo y todo lo demás, sumiéndose a una desenfrenada pasión que la quemaba desde niña. Fue un momento de euforia, pero fue un fulgor perpetuo. Cuando nuestros cuerpos llegaron a un clímax mutuo ella clamó muchas veces por su dios, pero no sé si lo hacía por religiosidad o por placer. Personalmente, creo que fue lo segundo. Terminado dio rienda suelta a su lengua y me confesó millares de pensamientos obscenos que había tenido con anterioridad, e incluso varios actos que serían castigables de acuerdo a la biblia.
«En la parroquia se pueden encontrar muchos hombres con deseos carnales. Creo que todos son como yo, tratan de esconderlo en la superficie pero si buscas con profundidad podrás encontrar una bestia instintiva que busca satisfacer sus deseos. Con varios de ellos me acosté, pero a la mañana siguiente olas de culpa me azotaban. Las confesiones antes servían, pero dejaron de hacerlo cuando me empecé a acostar con el padre. Es curioso que para un hombre tan dado a su fe supiera tanto del sexo. Pero todos somos lo mismo, todos buscamos refugiarnos dentro de la religión para no afrontar que somos bestias en busca de satisfacer nuestras necesidades de la carne.»
A pesar de no responderle, yo la escuchaba con atención. Como dije, las religiosas son las más interesantes después de acabar el acto sexual. Además de esto también me contó que conocía muchas mujeres como ella, que mostraban una fachada fanática de la iglesia, pero que en realidad les gustaba el sexo, y me dijo como ella y sus amigas las miraban como unas viles rameras. También me dijo que ella miraba a sus amigas de la misma manera. Me fascinaba ver como afloraban tantas confesiones de hipocresía, como si yo efectivamente fuera un sacerdote y tuviera el poder de otorgarle la absolución divina.
Paletas, pinturas, pinceles, fotografías, rostros, cuerpos, cuartos de motel, zapatos finos, pinta labios baratos, una figura de una mujer vistiéndose. Todo se une, todo se convierte en una, se funde en la gama de mi mente. Tantas mujeres que ya han dejado de ser un colectivo para convertirse en un ser individual, para ser una sola huella en la arena de mi memoria.
No sé si yo las utilicé a ellas o ellas a mí, no sé si todo fue un sueño o tal vez el reflejo de una vida pasada. Muchas de ellas me preguntaban si creía en el amor, siempre les respondía que no, que el amor no era más que un apego sexual hacia una persona y que solo crea la ilusión de que alguien de verdad le importas tú, pero que en realidad nos vamos solos así como vinimos solos. El amor no es más que una vil puta caprichosa, que te seduce primero y luego te traiciona, tal cual como una mujer hermosa. Creo en la lujuria, algo instintivo, una necesidad básica del ser humano. Me sumo a ella y olvido el resto del mundo, y pienso que de esta manera estoy mejor. Olvido todas las mujeres que amé y que me amaron, olvido todos aquellos momentos en que fui feliz. ¿Acaso lo fui alguna vez? No sé, ahora todo solo es una pintura, un mosaico de mujeres y momentos apasionados.
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* Camilo Andrés Caballero Bastidas, nacido en Barranquilla, Colombia, el 3 de Septiembre de 1995. Tiene 18 años y está cursando el último año de bachillerato. Actualmente trabaja en una investigación para una monografía acerca de El Aleph, de Borges.