LA TRANQUILIDAD
Pedro Madrid Urrea*
Creo profundamente que el beber y fumar ha sido una práctica milenaria destinada a que los humanos mitiguemos un poco el daño que nos hemos hecho. Descansar y olvidarnos de tantas miserias que hemos creado. De los egipcios, por ejemplo, creo que no solo descubrieron en la cerveza una buena forma de alivianar la sed y de crear rituales, sino, por el contrario, descubrieron que ese líquido fermentado era excelente para hacerlos pasar las tragedias de vivir en medio de brutales dinastías faraónicas, y como método de adormecimiento para evitar observar detenidamente las pestes y enfermedades que los aquejaban. Sabios hombres del Nilo.
Desde el opio afgano, el basuco de las calles de Medellín, el crack en los puentes californianos y las raíces alucinógenas de las culturas amerindias, todas han sido formas de olvido, de búsqueda de otras realidades, de búsqueda de una paz interior que sea capaz de equilibrar las cargas negativas, los malos karmas, y esa condena que significa vivir en un mundo de dementes.
Esa vida entre dementes fue la que me llevó a buscar formas alternativas de olvido. A la mierda la meditación y las tradiciones orientales. ¡Yo soy un occidental! Un occidental degenerado, grosero, altanero, maloliente, gustoso de los excesos y necesitado de sustancias psicotrópicas para alcanzar mi propio nirvana. El que siempre llegaba al caminar, al salir de paseo en busca de otras cosas.
Yo vivía en un morro. O montaña, como le dicen algunos. ¿Quién no? Si en Medellín casi todas las personas vivimos en colinas, lomas, morros y montañas. Somos dizque el «Valle de Aburrá», en honor a una pequeña civilización indígena exterminada por idiotas religiosos españoles y por colonos angurriosos y desesperados por tierra. ¡Langarrias de mierda! Pero de valle no hay nada, pues es más parecido a una quebrada, a un arroyo, y menos a un valle. Ese morro era detestable, soso, pendejo, familiar y repleto de niños. Cuando yo tenía diez años, era perfecto: tenía árboles de poma en donde me podía montar a comer frutas, a tirarle las sobras a los vecinos, a jugar escondidijo; tenía una urbanización abierta —pero aislada— a modo de suburbio que me «protegía» de todos los «males». Pero ya después de un par de décadas, la cosa cambia profundamente. El vivir en el morro me aislaba de todo lo bueno. Por ejemplo, y retomando el concepto de «NirWeedVana», me quedaba muy lejos de los expendios de hierba, de los parques públicos, de la planicie y de mis pocos amigos. De mi propia tranquilidad.
Uno de los pequeños y bonitos placeres que había encontrado en medio de la frenética Medellín era sentarme en los parques públicos a fumar —cigarrillo o marihuana— y disfrutar de algún libro. Sí, puede que suene trillado y cliché, pero más nada podía hacer. Si las mujeres sin cerebro leen a Paulo Coelho y extraen de sus libros frases de cajón sobre la vida, el amor y la muerte, yo puedo usar un cliché de parque —yerba— lectura para alimentar mi cerebro, no solo con el poderoso efecto del THC, sino con el poderoso efecto de la literatura. Y no de esa literatura de cloaca como Paulo Coelho, Walter Riso, J.K. Rowling y demás piltrafas aburridoras. En lo absoluto. Mi disfrute era con la suciedad sincera de Bukowski o de Pedro Juan Gutiérrez, con la sensualidad explícita de Henry Miller o con el poder de la brevedad de Raymond Carver.
Así, pues, con libro en mano —Catedral (Carver)— y un cigarro calcinándose entre mis dedos, iniciaba una nueva tarde. Era sábado, no tenía nada más que hacer que lo que estaba haciendo, así que tomé una pequeña maleta con algunas cosas y me largué del morro tedioso. Tomé un bus y llegué a un barrio que me estaba gustando mucho últimamente: Floresta. Al occidente de Medellín, y cercano al Metro, a mi plaza de vicio favorita, a un local de arepas rellenas que eran la maravilla china y cerca de la importantísima Avenida Ochenta, tenía además un parque entre la estación homónima y la de Santa Lucía del Metro. Allí, en medio de árboles, ancianos caminando, olores a orines de perro y uno que otro gamín pidiendo «pata» —sobra del porro—, hacía mi tarde. Espléndida tarde para leer algunos de los cuentos que hicieron famoso a ese gran escritor y poeta gringo.
Una bocanada más de cigarrillo y el pequeño moría. Mi boca pedía a gritos una cerveza y mi cerebro exigía acción. Me paré de la única banca de cemento que conservaron cuando remodelaron el parque —las otras las hicieron de madera y lata— y caminé hacia el pequeño gueto. Desde la Carrera 82 hasta la Calle 50 y de ahí hacer unos movimientos extraños para llegar hasta un pequeño puente, donde campan a sus anchas unas gallinas y gallos salvajemente amaestrados, unos viejos jugando dominó y tomando cerveza en un bar de mala muerte, unos niños jugando sin problemas, y unos manes que, sin problemas ni visajes, se quedaban todos los días sentados en las escalinatas de una casa esperando a que la clientela llegase. La clientela era yo. Llegué, me metí por la estrecha calle que desemboca en varias casas amontonadas a la hijueputa donde se encuentra mi «weed guy».
—Socio, un crespo —le estiré dos billetes de dos mil, de los que tienen impresos la cara del más grande de todos los tiempos: El General Santander.
—De una, niño —caminó unos pasos, fue hacia un contador de energía, y de la parte superior tomó una bolsita con porros cuidadosamente guardados en papel aluminio.
—Pille —estiró su mano y me lo entregó. Así como llegué, también me fui. Eso era lo bello de esos sitios. Todo el mundo sabía a qué iba la gente. TODOS. Incluyendo los viejos del bar y los niños juguetones.
Todos sabían que esos barrios de clase media–alta que circundaban el suyo estaban (y están) llenos de compradores de yerba que no se ponen con estupideces de películas de comedia y simple y llanamente van a lo que van. Intercambio de papel moneda impreso con caras de personajes históricos famosos por un «wrap» de marihuana. Ellos, los compradores y los vendedores —tanto como los vecinos— aplicaban una frase coloquial que se hizo famosa en una serie de televisión de los 80: Dejémonos de vainas. Cada uno dejaba las vainas, dejaba la estupidez y los falsos moralismos y permitían que esos empresarios del crimen organizado vendieran a universitarios, profesionales, desempleados, callejeros y dementes su buena dosis de marihuana.
Tenía mi porrito en la mano. Lo guardé en un bolsillo escondido de mi maleta y caminé de regreso al mismo sitio, rezando para que nadie me quitara la silla vieja guardia que tanto me gustaba. Cuando llegué, la encontré: sola, abandonada, fría y deseosa de tener un culo encima para calentar. Puse el mío allí y de nuevo, abriendo el libro y abriendo el papel aluminio, también abría un mundo de posibilidades mentales y de tranquilidad. No es justificación o apología a las drogas, es reconocer que sin estos elementos el mundo sería una vuelta diferente. Muy diferente.
Fumé un rato. Sin leer. Solo observando las figuras geométricas en las columnas del Metro, en los árboles del parque, en las bancas; observando el pelaje ondeante de perros que corrían tranquilos. No soy el más amante de la naturaleza, pero esos pequeños pedazos de cielo en medio del infierno son una maravilla. No sería capaz de hacer como Henry Thoreau. Me quedaría imposible buscar mi propio Walden y construir allí una cabaña en la qué vivir. Por eso fue el padre del trascendentalismo. Y hasta del Anarco–Primitivismo. El tipo se internó en el bosque, al lado de un río, y se dedicó a escribir sus pensamientos más profundos. Supongo que después de un tiempo se estaba empezando a enloquecer, pues esa soledad absoluta de la naturaleza salvaje provoca una demencia en el hombre de ciudad. Y aunque Thoreau vivió hace algunos cientos de años de mi época, seguro que él no logró adaptarse a semejante austeridad y parsimonia y tuvo que volver al caos que era el Estados Unidos de la Revolución Industrial.
¡Cerveza! Carajo, lo olvidé. La búsqueda del porro y mis pensamientos divergentes me hicieron olvidar lo que tanto pedía mi garganta. Estaba seca y pedía licor. Del líquido fermentado egipcio al que le compuse una horrible oda en el comienzo de estas líneas. Afortunadamente para mí, a unos veinte metros había una pequeña tienda que vendía cerveza a precio oficial. Fui y me compré dos latas. También pedí chicles. Pagué y regresé al lugar. Encendí de nuevo el porro, abrí una de esas latas, la otra la dejé ahí en la silla de cemento y me recosté a mis anchas para seguir disfrutando de esa buena tarde de sábado.
Pasó una hora, o un poco más. El porro lo había dejado a la mitad y lo volví a guardar en el papel aluminio. La segunda cerveza ya había muerto pero me quedaba aun su sensación de frescura. Me comí un chicle y continué leyendo al señor Carver. Ya iba en Where I’m calling from —el libro estaba en inglés—, un cuento sobre alcohol y los propios tormentos del autor con la bebida y la mente. Muy propicio para mi día de trascendentalismo psicotrópico, pues tanto Carver como otros escritores han encontrado en ese líquido extraño la forma de ahogar sus penas. Las metáforas y las líneas más trascendentales me iban metiendo en la historia. Me entretenía con los personajes y sus dramas. Tanto así que, estando en la mitad, decidí volverlo a leer. Recordaba una frase que encontré de él en alguno de sus libros, la cual, medio traducida, decía «El chorro —licor toma mucho tiempo y esfuerzo si tratas de hacer un buen trabajo con él». ¡Exacto!, le respondería yo.
Terminé el cuento y cerré el libro. De nuevo a mi oscura y olorosa maleta. El porro pedía a gritos respirar y lo liberé de su prisión de aluminio. «Préndeme, pedazo de idiota», me decía. Yo le respondí que no, que lo haría después. Pero el porro seguía empecinado en hablarme, en obligarme a echarle fuego y calcinarlo. Yo seguía duro en mi posición.
—Prendeme, gran pendejo —decía, con un tono muy desafiante.
Lo agarré, le quité el envoltorio y lo miré de frente.
—Aún no, enano hijueputa. Relajate.
—¡Qué no! Yo quiero ya. Prendeme fuego, Alejo marica.
—¿Cómo sabés mi nombre? —No tenía idea de cómo el porro sabía mi nombre.
—No sé. Lo adiviné. Pensé en un nombre de maricón y se me ocurrió Alejandro. Al parecer acerté.
—Ya por ese comentario, ni mierda. No te voy a prender.
—El que pierde no soy yo —tenía razón. Estaba perdiendo el debate con un pedazo de cigarrillo de marihuana.
—Ahora en unos minutos te prendo. No me jodás.
—Te jodo y te jodo. Te joderé hasta que no me prendás.
Le puse de nuevo el envoltorio. Pensé que así lo podría callar.
—¡No me callarás! ¡No me callarás! Así me metás en la maleta, seguiré gritando.
—¡Callate, pendejo! —Le dije durísimo.
—¿Disculpe? —Una nena que caminaba cerca a mi banca me escuchó pelear con el porro y creyó que el «callate» era para ella.
—¡Uy!, qué pena. Eso no era con usted.
—¿Y con quién era? —Preguntó sorprendida.
—Con este hijueputa —le mostré el porro—. No ves que ando alegando con él.
—¿Y eso?
—El pendejo ese no me deja en paz. Quiere que lo prenda. Es más, me amenazó con hacer un escándalo si no lo enciendo.
La nena se sentó al lado mío. Dejó su bolso puesto en sus piernas y me miró.
—Es fácil. A mí me pasa siempre.
—¿Y cómo solucionás el problema?
—Facilísimo. Vea —agarró el porro, lo desenvolvió, tomó de su bolso una candela amarilla y lo encendió. Le dio tres bocanadas largas y botó el humo—. Con esto deja de chimbiar.
Me lo entregó. El porro no habló más. Fumé un poco y me volví a tranquilizar.
—Esa es la mejor estrategia para callar a los porros parlantes.
—Genial.
Fumamos un poco más. Le ofrecí un cigarrillo. Ella aceptó. Sacó del bolso un tarro y me ofreció. Era vino tinto. Me tomé un trago y se lo devolví.
—¿Cómo te llamás?
—Oh, por supuesto. Mucho gusto, me llamo Adriana —me estiró su mano.
—Mucho gusto, Alejandro.
—El gusto es mío, Alejandro…
____________
* Pedro Madrid Urrea es un escribidor con licencia para enseñar y varias novelas sin publicar.