MOROCHA PICANTE
Por Feliciano Tisera*
Carilinda, labios gruesos, vestida siempre con ropa que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, la Morocha bajaba todos los viernes de un taxi a la puerta del baile y, una vez dentro, bailaba sola, sin mirar a nadie, toda la noche, una semana tras otra.
El Picante, amo y señor del baile, la cuidaba, porque ella le daba categoría al baile: rebosaba clase y sensualidad, brillaba entre tanta negra hedionda y maleducada.
Los guasos la miraban embobados. Sólo los más valientes la abordaban. Ella sonreía y no hablaba más que lo indispensable: dejaba claro si aceptaba, o no, bailar con uno. Cuando lo hacía, bailaba un rato y después se iba al baño.
—Qué pesado—, solía decirle a quien la acompañaba al baño, siempre una chica de confianza del Picante, al que la Morocha le había mandado a decir con uno de los que la sacaban a bailar —que nunca repetían experiencia—, que sabía que no podía ir sola al baño de damas, que más de una quería cortarle la cara y dejarla marcada, como hacen las negras fieras con las negras lindas o con las gringuitas por las que suspiran los negros del barrio.
El Picante no era hombre de encarar: se le entregaban en bandeja. Sólo aprovechaba lo más delicioso. No caía en desenfrenos amorosos: usaba y desechaba las que se ofrecían a ello. Los buitres aprovechaban los restos. Ellas, a cambio de ciertas prebendas de poca monta, entregaban lo que había que entregar.
Así eran las cosas, y a nadie se le ocurría cambiarlas.
Hasta que una noche, el Picante se sorprendió pensando en la Morocha esa que ni conocía y que bailaba sola, como una diabla, con un cuerpo esculpido por una mano bendita, y que rezumaba sensualidad en cada movimiento, en cada mirada esquiva, en cada sonrisa.
Empezó a sentir un escozor desconocido. De tanto relojear, tantas noches, tantos viernes, a la Morocha, para que nadie se propasase, esta chica que, dicen quienes charlaron con ella, hablaba muy correctamente, como una chica estudiada, le estaba empezando a gustar.
Pero el Picante no podía exponerse encarando sin red, con el riesgo que eso conlleva. Mandó a un mandado.
—Decile que, si tiene huevos, me saque a bailar —le dijo la Morocha al mandado.
Temeroso de transmitir la respuesta en crudo, el mandado le dijo al Picante:
—Quiere que la saqués a bailar.
El Picante sonrió de costado y afinó la mirada de autosuficiencia, sintiéndose irresistible.
La Morocha le sonrió como le sonríen a uno cuando lo están esperando. Habló un poco más que de costumbre, pero no mucho. No habló de su vida privada, ni siquiera dijo su nombre. Bailó con el Picante el resto de la noche, pero declinó la invitación para seguirla después del baile.
—Quizás otro día —le dijo.
Él espero el siguiente viernes con impaciencia y ansiedad. Y el siguiente, y el siguiente.
Ella jamás volvió al baile.
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* Feliciano Tisera es un periodista argentino, que ha vivido en Córdoba y Buenos Aires (Argentina), Londres y Madrid. Ha escrito, entre otros medios, para Clarín (Argentina), Letras Libres (México), 20 Minutos y ABC (España) y la agencia Reuters
así fue ella …sabia bien que no debía volver . Lo aprendió las otras veces que regreso a la fiesta. Las alas no se extienden en campos artificiales
Muy buen relato,pienso que sumamente entretenido pero para su final quedè con la sensaciòn que tenìa posibilidades de algo con màs genialialidad..