UN HOMBRE EN EL CAFÉ DE LA CALLE MIRÓ Y OTROS RELATOS
Por Juan Mireles*
9:50 am.
El café era dulce, más de lo acostumbrado, por un momento pensé en hacerle un reclamo a la señorita que me había traído la taza de café, pero no, no tiene caso: una cucharada más de azúcar es soportable, al menos hoy. Es uno de esos días donde parece que nada puede afectar el estado de ánimo. La emoción se palpa desde la noche anterior en la que no se puede dormir bien, porque piensas en el día de mañana y todo lo que en él contiene. No me venció el sueño hasta más allá de las dos y media de la madrugada: normal, sigo sintiendo una serie de sensaciones en el estómago como de enamorado, de amante, cada vez que llego al punto culminante de la relación —antes de salir de casa, hice un repaso de todos mis suvenires como es mi costumbre cada que hago espacio para uno nuevo.
La cafetería está metida en la calle Miró, a esta hora somos un par más de personas y yo tomando café. Ellos, leen el diario, cargan portafolios y llevan traje. Yo soy una especie de imitación mejorada.
Espero a que salgas.
Gusto por sentarme, desde hace un par de semanas, en la primera mesa, pegada al ventanal, mi cara se esconde en la forma de media luna de la C que hace de anuncio para los transeúntes. Igualmente ésta me da el espacio suficiente para ver hacía la calle, pero sobre todo, a la puerta de entrada del edificio de departamentos donde vive Dalia.
Ah, Dalia, te saboreé ayer en mi sueño.
10:00 am.
Dalia sale del edificio con su carita de ángel perdido, su delgadez la hace ver frágil como si se fuese a romper al toque; sus lentes se nublan con el sol y cubren sus ojos que ya he visto: almendras. Siempre hace gestos al primer contacto con la luz solar y suelta un estornudo de alergia. Alisa su cabello —vanidosa—, y su vestido de caída a las rodillas. Su piel es de un blanco escandinavo. Camina completamente erguida que hace verla más alta.
Dalia está lista para irse, espera un par de minutos y toma el primer taxi que pasa.
De un trago termino el café, limpio las comisuras de mi boca con una servilleta, pago, no dejo propina, hoy no; salgo del establecimiento, suspiro; regresaré. Dalia llega pasadas las 9:00 pm. Nunca falla. Siempre es así. Tan puntual ella.
Mi relación con Dalia es meramente sensitiva, como dos fantasmas que no saben que cohabitan el mismo espacio, dos sombras que no llegan nunca a tocarse, y solo falta que uno de los dos logre pasar al otro lado para que entonces nos veamos y estemos frente a frente sin decir nada en ese primer momento donde a ellas les recorre un escalofrío y se les hiela la sangre; sus rostros pálidos —el miedo es inevitable—, tal vez, sienten las piernas flojas y querrán desmayarse: no importa, muchas se desvanecen sobre su cama.
Aunque nunca se sabe, todas reaccionan de diferente forma; no hay iguales, lo distinto es en parte lo que me agita y produce en mí las ganas de hacer que se me entreguen por completo. Algunas corren y las persigo: es divertido.
Pero esta noche será diferente, cambiaré mi modus operandi, no llegaré a ella en ninguna de mis formas más oscuras; a ella quiero verla y escucharla con su tono de voz más apacible.
9:00 pm.
Es mi segunda taza de café. Leo un cuentito de Bolaño, aunque he de ser sincero: no estoy entendiendo nada porque sé ella está por llegar y eso me pone muy nervioso. Repaso en mi cabeza lo que debo hacer; hago una lista mental de mis herramientas para estar seguro que nada falte: cuchillo, cuerda, cinta y guantes. Antes de que Dalia llegue, pido un cappuccino mediano para llevar y un panecillo.
9:10 pm.
Me distraigo —para menguar las ansias— en el recuerdo de Elisa: pequeñita, delicada, tierna, ingenua, pasiva; figurita de cristal cortado, retrato de Renoir; parecía una niña, jovencita —como mi Dalia— a la que extraño. Con ella fue una lucha de gritos, manotazos, sollozos; sin embargo, lo emocional se disipó rápidamente; y llegó el punto en el que nos dejamos llevar por los impulsos, por lo impredecible de la carne convulsa, así, hasta llegar al orgasmo, y fue cuando ella gritó más fuerte de lo esperado. Me bañó completo con su último gemido, por eso me fue imposible callarla en ese instante —poco después le corté la garganta—. Elisa me había mandado al más hilarante de los éxtasis. Me quedé con uno de sus anillos, que guardo con un amor indescriptible.
Con este recuerdo llegan otros y otros, de mis tantas mujeres; tengo espacio para todas, pero ahorita no tengo tiempo para rememorarlas como se merecen. Aguanten mis amores, aguanten, se les unirá Dalia en un rato, pasaremos la noche con ella, no se preocupen.
9:15 pm.
Dalia entra a la cafetería como usualmente lo hace.
Si no fuese hoy el gran día, yo estaría esperándola dentro de su departamento, escondido por ahí, a la espera de verla desnuda, lista para darse un baño y meterse a la cama; y la vería desde muy cerca, parado al pie de su cama, la contemplaría por un par de horas; escucharía su respiración de agua en calma; después, saldría con sigilo de su departamento, todavía con el olor de su perfume en mi nariz —tengo que aceptar que ayer tuve ganas de quedarme con ella toda la noche, como con las anteriores— Pero ya me aburrí de eso, ahora quiero interactuar con ellas. Quiero ver sus dos estados emocionales, el natural, pasivo, relajado: que se sientan cortejadas para alargar la fantasía y de pronto, ¡uf!, el cambio a miedo, terror, angustia: su estado más animal. ¡Ah! —el sólo pensarlo, y más con Dalia, me ha producido una erección que de prisa calmo.
A Dalia la cubre una gabardina color crema. Se acerca al mostrador, pide un café expreso y un muffin. Yo estoy con la cabeza gacha, mirándola de reojo. De su bolso saca su cartera, de ésta toma un billete y paga su cena. Me adelanto a salir de la cafetería, la espero a un costado de la puerta de salida. Ella sale del lugar: la choco, le pido que me disculpe que he sido un completo idiota; el café se esparce por el suelo; la bolsa con el panqué cae también. Dalia dice que no me preocupe, que ella ha tenido la culpa por no fijarse; le digo que me permita comprarle otro café, o mejor, le doy el mío junto con el pan que cargo en la bolsa de mi chamarra. Ella intenta decir algo pero interpongo mis palabras a las suyas y le pido que por lo menos me permita acompañarla a su casa, con la cara más amable que pude. Dalia accede aunque aclara que vive en el edificio de enfrente: «vivo cruzando la calle». Le digo «no importa» al tiempo que le entrego mi brazo para ayudarla a cruzar la calle como todo un caballero; ella confiada acepta —después de todo, ¿qué podría hacerle un joven con cara de niño como yo?— de pronto, casi al llegar a la puerta de entrada del edificio, me echo a reír, Dalia pregunta que por qué me rio, le digo que son nervios, solo nervios.
LA OSCURIDAD DE LO CLARO EN DOS PERSONAS QUE DICEN AMARSE
En este día lluvioso, frío, azulado, y en un rincón de mi estancia, me miras fijamente desde el retrato. Una imagen en la que apareces con tu cabeza recargada en mi hombro y yo con esa boca que quiere sonreír y no puede. Me levanto de la silla para ir al otro lado de la habitación y recostarme en el sofá a recordarte, porque ya no estás o más bien nunca estuviste, te me escondías entre palabras repetidas, series y frases que salían, iban y venían, de tu boca a mí, y yo les daba la misma salida que para ti no era nunca la misma respuesta y sin embargo era el mismo tono de voz, la misma pausa, mi boca diciéndote la realidad de lo posible, la única respuesta que odiabas profundamente y deseabas tanto que fuese otra, que esas palabras tuvieran un sentido más práctico para que con ellas pudieras darle movimiento a esa estampa metida en tu imaginación que era un momento único e irrepetible.
De cerca me doy cuenta lo hermosa que eras, aun con la serie de dificultades que me impedían verte como yo quería: tranquila, libre, quieta, en total equilibrio de tus emociones. Ambos sabíamos que eso solamente llegaba por etapas, que había que repensar el acto del enamoramiento cada cuando, porque yo nunca era el mismo hombre para ella, ni lo que veía en ella era lo mismo para mí. Siempre fue la relación inacabada, la obra inconclusa que se hacía a veces delirante, tan fuera del mundo, casual, de tropezones; charcos turbios y a veces claros, dependiendo de la cantidad de sustancia generada en su cabeza que era como la mía, pero mucho más enigmática y compleja.
Nosotros siempre fuimos algo nuevo, dependía de la cantidad de litio que el psiquiatra le recetara, una renovación mensual, la lavada de cara que nos hacía regresar al inicio de cuando en cuando. Y entre subidas y bajadas andábamos porque así lo quisimos desde el principio, donde nos dijimos todo con claridad. Nos entregamos a la fantasía de estar juntos, tirados en el pasto, dejando que las cosas pasaran sin importar el cómo, olvidando que ella se debía a su marido y yo al fracaso constante en crear vínculos emocionales que, pensaba de pronto, era una cuestión más bien patológica y de sueño. Sería dejarse allí, en ese espacio de tiempo, era lo que acordamos esa última vez que pedimos que lo nuestro no se acabara nunca. Que las lecturas que hacía para ella —y éstas servían de tranquilizante para dejarla dormida sobre mí— fuesen interminables, tanto o más como los besos que nos llevaban al punto de sentirnos más amantes.
Y es difícil explicarme cómo pude enamorarme de ella, tan fascinante e inexplicable por su parte el haberse enamorado de mí, en una entrega total pero a la vez absurda, pero a la vez mágica, pero a la vez vertiginosa, pero a la vez pura y real, tan real como nosotros quisimos que fuera.
Nunca nos despedimos, no hizo falta. Sabíamos que así como nos conocimos, de forma espontánea y sin buscarnos, de esa misma forma debíamos terminarlo todo. Con la esperanza del reencuentro, en el que seguramente seremos otros, diferentes, porque así es en la fantasía, tanto, que tal vez nos sea imposible reconocernos.
EL HOMBRE INACABADO
La vi de lejos, estaba sentada esperándome en las escalinatas que subían hasta el interior de la universidad, allí donde quedamos de vernos. Traté de ocultar los nervios restregándome las palmas de las manos en el pantalón: lo logré a medias. Ah, me gustaba tanto…, verla desde mi posición era la visión perfecta: aquí, en la no-correspondencia del amor, el amor puro. Dudé en acercarme, la táctica fácil de llegar y saludarla de forma segura: sonrisa, beso en la mejilla, palabras y más palabras soltadas a suerte de que en el rostro de ella se esbozara un gesto de alivio. Después, empezar con el arte de conocernos. Sin embargo, seguí del otro lado de la calle, con el anhelo negado por el miedo a lo desconocido; incógnita donde radica mi soledad.
Al poco rato la vi impacientarse, miró dos y tres veces su reloj, su cabeza de izquierda a derecha en un acto imposible por encontrarme. Ella sabía mi nombre, conocía mi voz y nada más; yo, seguía mirándola en una acción con la cual podría acusárseme de ventajoso, pero lo que ignoraría el que se atreviese a dar ésa afirmación, es el hecho de saberme inútil en cualquier caso de hacer valer la condición de ventaja. Y es que ante el espejo soy el mismo tipo de la fotografía que le hice llegar a ella, esa misma en la que hay apenas un asomo de mi cara oculta en la oscuridad, como mecanismo de defensa ante una posible pérdida de comunicación; el vínculo a base de voces que habíamos formado pero que llegado a un punto se hacía imposible mantenerlo. Tendría que verla; y ella, con una seguridad abrumadora me dio santo y seña de su físico, para así evitar confusiones y alejamientos. Dijo: «no sé si podré reconocerte; casi no te ves en esta foto» y yo solamente atiné a decir que no se preocupara porque yo llegaría a ella.
Me fui.
Caminé en dirección contraria a la universidad, seguí hasta frenarme en una tienda de ropa, no por ver las prendas con las que posaban los maniquíes, sino para verme en el reflejo del cristal, y detenerme en las cicatrices de mi rostro desfigurado y a la vez limpio y claro. Pasados los años, sigo preguntándome el por qué de mis malformaciones y con ello, de mi desgracia.
ESCRITURA AUTOMÁTICA
La figura en el fondo de la sala, azulada, a un lado la columna con una flor en su cumbre, cae muerta a un costado. La luz apenas se adosa en la pared de enfrente de mí muriéndose, con la perspectiva del que ve todo desde el umbral del cuarto, quedo inmóvil cuando ya todo es lo opuesto: la estancia se abre, anchura de pastizal, y ahí algo vivo que no veo, mas sé está por el ritmo que se genera dentro de mí al momento de contemplar mi interior, quedo a mi encuentro.
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* Juan Mireles es escritor (Estado de México, 1984) y director editor de la revista literaria Monolito (México). Ha sido publicado en la revista española Palabras Diversas (España), Letralia (Venezuela). Cronopio (Colombia), Cuadrivio (México), Punto en línea (UNAM. México), Radiador Magazine (México), Revista Biografía (Brasil), Cinosargo (Chile), La ira de Morfeo (Chile-Argentina); Agrupación Puerta Abierta Chile-México, Letras de parnaso (España), Nagari (EUA), Los sábados, las prostitutas madrugan mucho para estar dispuestas (España), Almiar (España), Suicidas sub 21 (Perú); suplemento cultural La Jirafa del Diario Regional de Zapotlán, Jalisco, La pluma afilada (España). Prologó el libro Job aterdio del escritor español Javier Sachez. Editorial Seleer. España. 2012. Participó con el ensayo «La violencia como producto de la sociedad» en el Segundo Encuentro de Escritores por Ciudad Juárez, simultáneo Colima. Formó parte del jurado del I Premio palabra sobre palabra de poesía. Mantiene una columna semanal en Revista Biografía (Brasil). Blog personal: wwwjuanmireles.blogspot.mx
Estimado Juan: Gracias por compartir el fruto de creatividad. Sigamos soñando con las letras que su combinación es infinita. Un abrazo, Chente.