DILEMA DE UN HOMBRE BUENO
Por Catalina Franco Restrepo*
Llegué al mundo como cualquier otro de esos a los que solemos llamar seres humanos: de cabezas, en medio del llanto y sin la más leve posibilidad de comprender aún lo que me esperaba.
Me asomé por primera vez a esta tierra de sorpresas en un día en el que el sol quiso regalarles todo su brillo a las flores, pero yo todavía tenía mis pestañas sobre mis mejillas y no podía ser testigo de ello, ni hubiera sabido apreciar la magia de aquel milagro.
Más tarde, cuando mis párpados se abrieron y mis pupilas, inquietas, empezaron a ejercitarse, el universo dio un giro de ciento ochenta grados y mi existencia adquirió un sentido: el de explorar y tratar de entender eso que me había sido dado, la vida, para intentar aprovecharlo.
Entonces descubrí que era un milagro que yo hubiera salido del cuerpo de una mujer y maquiné todo tipo de teorías para lograr comprender esa fábrica mágica que debía estar instalada dentro de esas curvas tan perfectas, ¡cuánto trabajo y cuánta magia se requerirían para hacer todo aquello!; pero después descubrí que con dinero podía comprar el cuerpo de una mujer.
Recibí como un milagro los cambios que fueron experimentando mis brazos, mis piernas y mi cara, tomando nuevas formas y convirtiéndome cada día en un hombre más completo; pero después descubrí que también el cuerpo en evolución de un niño lo podía comprar con dinero.
Me maravillé con los colores y los sabores de los manjares que ponía a mi disposición la naturaleza, ofreciéndome todas las combinaciones imaginables y permitiéndome sacar energía para vivir de un placer tan indescriptible como saborear esas creaciones culinarias; pero después descubrí que los manjares, no por escasos, estaban limitados a unas tristes minorías que observaban lentamente la muerte hambrienta de millones de hermanos que eran dueños de los mismos milagros en sus cuerpos y en su origen. Me atravesó el alma el saber que habitaban conmigo el planeta personas que masticaban una especie de hierba para lo que se conocía como «luchar contra el hambre».
Me regocijé con el calor del sol y sentí tranquilidad cuando me acobijé para protegerme del frío y de la lluvia; pero ya no quise más esos rayos ni esos abrigos cuando descubrí que afuera había millones de cuerpos temblorosos y enfermos sin más abrigo que el frío y el desamparo.
Experimenté una dicha inmensa cuando me encontré la esperanzadora compañía de los animales, una variedad difícilmente creíble de otros tipos de cuerpos que me hablaban y me transmitían su amor de tantas formas como variedades había, sin tener que limitarse a utilizar palabras, en el sentido humano del término; pero mi respiración se cortó cuando comprobé que no teníamos reparo alguno en torturar y exterminar a unos hermanos inocentes que jamás nos habían hecho daño.
Sentí que mi hogar más grande, la tierra, era un paraíso de ciencia ficción cuando mis ojos y todos mis sentidos se encontraron con el azul del mar y el del cielo, y con el brillo y el calor del sol, y con los colores de las flores y el verde de los árboles, y con las alas de las mariposas y las trompas de los elefantes, y con las voces de los loros y las colas de los perros, y con la espuma blanca de las cascadas y el algodón de las nubes, y con el movimiento de las hojas de los árboles y sus troncos gruesos que servían para darle abrazos a la naturaleza; pero después me desgarré por dentro cuando descubrí que valía más el dinero que todo ese mundo de ficción, así no se pudiera comprar uno igual —y ni siquiera reconstruir el destruido— con todo el dinero del mundo.
Mis ojos no podían creer cuando vieron por primera vez que los cuerpos también tenían variedades mágicas, que las máquinas dentro de las curvas habían creado modelos imposibles de imaginar, cuando me encontré con pieles amarillas, blancas, negras y grises, y con ojos muy abiertos, rasgados y redondos, y con formas de mirar y de hablar y de sonreír; pero lloré y no quise más mi cuerpo ni mi color ni mis ojos ni mis palabras ni mi sonrisa, cuando supe que nos habíamos dedicado a exterminar los colores de piel y las formas de los ojos y los sonidos de las palabras.
Experimenté una alegría infantil cuando conocí las historias de muchos dioses y las enseñanzas que todos ellos habían dejado a los hombres en libros preciosos, las más grandes obras de literatura y humanidad; pero esa alegría infantil se tornó en un llanto adulto cuando descubrí que habíamos decidido convertir el amor de esas enseñanzas en un odio mutuo e insuperable que nos había llevado a matar por nuestra forma de ver el mundo.
Pensé que mi corazón iba a estallar cuando experimenté el amor más imposible de describir por esos que me habían permitido existir, mis padres, mis hermanos, mis amigos, los demás seres humanos, y cuando vi que podía ir creando más amor hacia otros, dando paso yo mismo a nuevas existencias y a nuevos amores; pero sentí el más profundo miedo y el más intenso dolor cuando descubrí que esos mismos que decíamos amarnos éramos capaces de arrancarnos la piel en guerras despiadadas y sinsentido que solo nos ponían por debajo de la bestia más cruel y desquiciada de cualquier ficción.
Sentí miedo entonces de crear más vida y más amor.
Me llené de admiración y optimismo al ver que existían líderes con la capacidad y la fuerza suficientes como para tomar en sus manos el destino de naciones y pueblos enteros, y sacrificar sus días por el bien de millones de personas que habían depositado en ellos sus esperanzas; pero me invadieron la decepción y la angustia cuando comprobé que esos líderes se devoraban los manjares solos bajo sus cobijas mientras observaban cómo sus pueblos perecían enfermos de hambre y frío sin más protección que la de su instinto de supervivencia.
Me sorprendí de ver cómo se organizaban grandes encuentros de personas muy importantes que sacaban un poco de su valioso tiempo para discutir sobre todas esas cuestiones dolorosas de nuestro mundo; pero después entendí que se gastaban millones de recursos económicos y humanos en esos breves y falsos esfuerzos, mientras las tragedias seguían afuera, sucediendo segundo a segundo y llamando a gritos por esos millones que determinarían su vida o su muerte.
Quise llorar de alegría cuando tuve el privilegio de oír una historia de boca de una persona de cabellos blancos y voz pausada; pero tuve que llorar de dolor cuando descubrí que esos años de sabiduría eran despreciados y que había millones de cabelleras blancas y voces pausadas deambulando en soledad por calles de un mundo que ya no les pertenecía y que no se preocupaba por abrirles paso ni por darles de beber ni de comer, ni siquiera por darles calor.
Inocente, volví a creer que el universo era maravilloso cuando vi con qué dedicación utilizaban sus capacidades y sus cuerpos los seres humanos para producir eso que sus pueblos necesitaban para vivir mejor y superar todas esas significativas imperfecciones de la existencia; pero recibí un golpe nuevamente cuando supe que muchos no eran más que esclavos cuyos cuerpos se habían resistido a caer inertes pero cuya vida hacía ya años que no les pertenecía.
Soñé despierto cuando supe que existían horizontes lejanos llenos de más paisajes de ficción maravillosos y desconocidos a los que podía llegar porque hacían parte de mi hogar más grande; pero di marcha atrás, resignado, cuando descubrí que mis propios hermanos habían levantado todo tipo de muros para que unos no nos cruzáramos con otros.
Pensé que, tal vez, en tierras lejanas las cosas fueran distintas y pudiera yo encontrarme con cuerpos de mujeres libres; niños sanos dedicados a aprender y a jugar; manjares de colores en todas las bocas; abrigo para todos los cuerpos; animales y naturaleza sin amenazas humanas; pieles de todos los colores tomadas de las manos; visiones del mundo y religiones conviviendo en armonía; amor infinito e indestructible entre seres humanos; líderes entregados al bienestar de sus pueblos guiando naciones y hogares realmente dignos; gobiernos conscientes y consecuentes invirtiendo recursos en la vida y no en el poder; ancianos respetados y acogidos con el amor de quienes valoran y admiran lo duro que puede haber sido recorrer un camino desconocido; hombres y mujeres trabajadores y libres, dueños de sus días y sus destinos; paisajes abiertos sin muros ni permisos; pero mi desconsuelo fue desgarrador cuando descubrí que en otras tierras también nos habíamos dedicado a destruirlo todo, a destruirnos.
Quise seguir creyendo en la bondad y el amor que habían brotado naturalmente en mí cuando mis pestañas se despegaron por primera vez de mis mejillas y contemplé los rayos del sol reflejados en los pétalos de las flores y me encontré entre los brazos y las sonrisas de quienes habían sembrado mi existencia, cuando fui descubriendo tantos milagros que hacían de la vida la posibilidad más maravillosa; pero me descubrí a mí mismo dejándome de sorprender por unos desenlaces que no me hacían sino un testigo más de la inhumanidad del hombre.
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* Catalina Franco Restrepo es una periodista, bloguera, traductora y escritora colombiana. Fue practicante en CNN en Atlanta, ha colaborado con CNN en Español como corresponsal de radio en Colombia, con la W Radio como corresponsal en Medellín. Ha sido editora de revistas en el Taller de Edición y actualmente colabora escribiendo para diferentes medios nacionales e internacionales. Es autora de los blogs Ojosdelalma y Cartas a la humanidad [vincular a (en El Tiempo.com), es alumna de la Escuela de Escritores de Madrid y realiza un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense de Madrid, en el que adelanta una tesis sobre la literatura como herramienta de investigación de la guerra y las relaciones internacionales.
La sensibilidad mueve…transmite. Hagámosla común.
Absolutamente maravilloso! La descripción de sentimientos sobre la realidad humana, alegrías y tristezas de esta cruda verdad del día a día, donde el hombre es lobo para el hombre!!!