UN AHOGADO GRITO DE TERROR EN LA NOCHE
Por Elmer Ernesto Alcántara Castillo*
1
De entre las oscuras sombras de la oscura noche, los ojos de Gabriel emergieron a la pálida luz encendidos y vibrantes, como poseídos; brillando terribles en el centro de su cara marcada por una horrible deformación, que la convertía en algo monstruoso y aterrorizante.
—Espero no llegar tarde, dijo acercándose a la luz; y con parsimonia extrajo del bolsillo de su saco y mostró, con una sonrisa siniestra, la mano derecha del hombre que acababa de matar, y que era la prueba convenida que debía llevar a la cita para recibir su pago por el trabajo. El resto, lo tengo guardado para comerlo con lentejas y arroz, agregó, y soltó una escalofriante carcajada.
Un hombre alto, con aire distinguido y de elegante traje oscuro conocido en la Organización como el Número Tres, que lo esperaba hacía media hora bajo la anémica luz de un solitario farol a las afueras de la ciudad; recibió la mano sin decir nada, la envolvió en silencio y con cuidado en un pedazo de papel higiénico, la metió en una bolsa y luego la guardó en su maletín. Una vez hecho eso levantó los ojos y dijo:
—¿Cuántas veces te he dicho que no quiero enterarme de tus placeres de bestia?, ¿y por qué no te cubres la cara como siempre haces?, preguntó con un desagrado y una repugnancia que casi le dolían. ¿Tengo que repetirte que no me gusta verte la cara?, explotó en un grito de repulsión.
—Yo soy lo que soy y disfruto lo que hago, contestó con su oscura voz Gabriel, poniendo su cara muy cerca de la del Número Tres; y si no te gusta mi cara no me mires, que a mí tampoco me gusta la tuya, agregó con sus ojos clavados en los de éste, que tuvo que bajar la mirada.
Haciendo como si no hubiera escuchado, el Número Tres retrocedió unos pasos y mostrando un gran desagrado y un no confesado miedo hacia esa presencia oscura y monstruosa, encendió un cigarrillo e hizo una seña con la mano hacia la oscuridad. Al instante se acercó un auto con unos hombres dentro; salió una mano con un sobre por la ventana y se la entregó al Número Tres.
—Aquí tienes, dijo el Número Tres, alcanzando el sobre a Gabriel; ¡y espero no volver a verte jamás!, agregó con extremo desagrado.
—Tú eres nuevo en esto Número Tres, dijo Gabriel; y no sabes cuántos Números Tres han pasado antes que tú desde que empecé a trabajar para la Organización. Te aconsejo que te acostumbres a mi cara, si quieres mantenerte dentro de la Alta Dirección.
—¿Qué sabes tú, monstruo, de la Alta Dirección?, preguntó contrariado el Número Tres; tú no eres más que un animal que se encarga del trabajo sucio; ya me encargaré yo personalmente de que la Organización se deshaga de ti.
—Ja,ja,ja; rió de buena gana Gabriel; la Organización no puede deshacerse de mí, Número Tres; tú no sabes hasta qué punto yo soy también la Organización. Dale mis respetos al Número Uno y mis saludos al Número Dos; ya saben dónde encontrarme si me necesitan.
El Número Tres tiró al piso el cigarrillo que segundos antes había empezado a fumar, y se dirigió al auto que lo esperaba con el motor encendido; subió y tiró un portazo de ira e impotencia, temblando de una manera que no podía controlar. Y ordenó contrariado a su conductor y sus guardaespaldas: ¡Sáquenme de aquí, no resisto más la presencia de éste monstruo! El auto hizo un giro y aceleró, levantando mucho polvo con las ruedas, y se perdió veloz dejando detrás, en el polvo y el aire de la noche, las broncas y feroces carcajadas de Gabriel, que reía con sumo placer, con el sobre entre sus manos. Unos minutos después, ya solo en el silencio del lugar y las sombras de la noche; Gabriel sacó un pañuelo rojo de un bolsillo y luego de doblarlo cuidadosamente, lo anudó por detrás de su cabeza y lo acomodó de tal manera que cubriera la horrible deformación que dominaba todo el lado derecho de su cara, y luego de calzarse un sombrero negro, se perdió caminando en la oscuridad de la que antes había emergido.
2
En una lujosa oficina del décimo octavo piso del Pabellón Central, donde funciona la Alta Dirección, en medio del Exclusivo Complejo de La Organización, muy cerca ya de la media noche y en perfecto silencio; el Número Uno, El Número Dos y El Número Tres, rodean una mesa circular y contemplan, sobre un plato, una mano cercenada. Acaban de comprobar, con los técnicos de la Organización, que efectivamente había pertenecido al peligro que había que eliminar, y ahora solos, empiezan a conversar.
—¿Entonces, preguntó el Número Uno, ya podemos estar tranquilos ahora, éste era el último que quedaba?
—Eso es lo que dicen los Servicios de Inteligencia, que éste era el último; pero yo diría que mejor ya no confiemos en ellos; eso dijeron la última vez, cuando se eliminó al negro de pelo largo seis meses atrás, y luego apareció éste, dijo el Número Tres.
—Nuestros Servicios de Inteligencia han sido siempre muy confiables, oportunos y eficaces; jamás han cometido un error, Número Tres, y menos desde que yo, cuando pasé a ser Número Dos, asumí su dirección, acotó el Número Dos, muy serio y seguro. Además es gracias a los Servicios de Inteligencia y a toda la tecnología desplegada que hemos puesto en sus manos, que estamos muy bien infiltrados y podemos detectarlos a tiempo. No olviden que contamos con una muy buena red de información que nos mantiene al tanto, en tiempo real, de todo lo que pasa en cada rincón del planeta, y es por eso que podemos actuar oportunamente ante cualquier eventualidad. Como ustedes saben bien, controlamos todo y a todos desde muy cerca; pero es inevitable que de tanto en tanto aparezca alguno; sobre eso aún nadie ha podido hacer nada.
—Por supuesto, por supuesto Número Dos, no era mi intención cuestionar a nadie y menos a usted. Entonces seguirán apareciendo, y la cosa está en eliminarlos a tiempo ¿verdad?, inquirió el Número Tres.
—Así es, confirmó el Número Uno, seguirán apareciendo; aunque La Organización haga denodados esfuerzos e invierta abundantes recursos en evitar incluso que nazcan, siempre hay alguno que escapa los controles y en algún momento abre los ojos. Entonces hay que detectarlos y eliminarlos antes de que se vuelvan peligrosos.
Se separó de la mesa el Número Uno, dio unos pasos inciertos por la oficina como cavilando, y continuó hablado en un tono más condescendiente.
—Es usted nuevo aquí, Número Tres, e ignora muchas cosas que poco a poco irá descubriendo; pero déjeme darle un par de consejos que le ayudarán a mantenerse en la Alta Dirección: primero que nada, sea usted consciente de la entrega absoluta e irrenunciable que La Organización exige de nosotros; ella es dueña de nuestras vidas, de nuestros destinos; ella es nuestra única familia y a ella le debemos más fidelidad que a nosotros mismos. Y segundo: no olvide jamás que nada es más peligroso para La Organización, y para los que están detrás de La Organización, que son en definitiva quienes nos han puesto aquí, que alguno de ellos abra los ojos y pueda contagiar a los demás, ¡eso no puede suceder jamás! Ellos deben vivir dormidos y continuar dormidos; y si abren los ojos, si despiertan, hay que eliminarlos inmediatamente; y ése Número Tres, es parte de su trabajo precisamente: coordinar su eliminación con los elementos que tenemos dispersos por todo el mundo encargados de ese trabajo. Usted es el nexo entre esos elementos y la Alta Dirección, así como parte del trabajo del Número Dos es coordinar con los Servicios de Inteligencia que los detectan.
—Gracias por sus consejos, Número Uno, los tendré muy en cuenta; y créame que aunque soy nuevo aquí, estoy muy consciente de lo que significa estar en la Alta Dirección y de cuáles son mis deberes dentro de ella. Entiendo además que mientras no se mejore el sistema que los detecta en los vientres de sus madres y evita que nazcan, hay que seguir ubicándolos y eliminándolos ni bien abren los ojos. Eso lo sé muy bien, lo comprendo perfectamente. Pero lo que ya no quiero es tener que tratar otra vez con ese monstruo, dijo con sumo desagrado el Número Tres. Me resulta tan repugnante, Número Uno, me revuelve el estómago. No es solamente un monstruo deforme, espantoso e incluso insolente; es además una bestia. Entiendo que fácilmente otro elemento podría ocupar su lugar y hacer el trabajo que él hace. ¿Por qué tengo la orden expresa de tratar con él personalmente, de ser yo mismo quien le entregue el sobre? ¿Qué hay en el sobre, a él no se le paga con dinero, alguien podría…
Al escuchar esas palabras, el Número Uno cambió completamente de expresión y se separó con ostensible violencia de la mesa dejando al Número Tres sin terminar. Cogió un vaso de whisky que tenía al alcance de su mano y se dirigió a la ventana visiblemente molesto y contrariado. Se quedó por unos segundos parado frente a la noche que se abría infinita frente a él; luego hizo el mecánico gesto de apartarse el saco a un lado y meter la mano libre en el bolsillo del pantalón. Y por un largo rato continuó así, en silencio, contemplando las luces de la gran ciudad que se extendía delante de su visa; luego bebió y dijo, pausadamente:
—Me parece que es tiempo de compartir con usted un secreto, Número Tres. Si vamos a compartir por algún tiempo los avatares de gobernar, es mejor que sepa usted esto que ya es conocido por el Número Dos. Acérquense ambos.
El Número Dos y El Número Tres se acercaron y ocuparon sus lugares a cada lado del Número Uno, bebieron de sus vasos y quedaron en silencio contemplando la gran ciudad al alcance de su vista, y escucharon lo que el Número Uno empezó a decir:
—Hace mucho tiempo, antes de ser despertado y reclutado por La Organización, cuando aún vivía entre los dormidos y no era más que un joven insensato, me dejé ganar por mis debilidades y tuve un hijo. Pero ese hijo, que nunca debió nacer pues yo ya estaba marcado para servir a La Organización, nació también marcado, pero en su caso la marca se manifestó en su rostro: tenía toda la parte derecha de la cara deformada. Como comprenderá, por exigencias de la Organización no lo puedo tener conmigo; sin embargo sé de sus necesidades, de sus apetitos, de su manera peculiar de alimentarse, y me ocupo de ello. Soy su padre, y tengo que cultivar lo que ha heredado de mí. Por lo demás, sus necesidades coinciden muy bien con las necesidades de La Organización y así todos salimos ganando; es además uno de los elementos más eficientes; yo mismo lo entrené cuando era el Número Tres y hacía el trabajo que usted hace ahora. Él no está interesado en el dinero, el prefiere otras cosas. A propósito, ¿le entregó el sobre personalmente?
—Si, Número Uno, yo mismo se lo entregué, personalmente como usted lo ordenó, contestó el Número Tres, excesivamente respetuoso y nervioso como un chiquillo. Ahora lo entiendo, ahora entiendo todo, y por favor perdóneme, yo no quería, yo no sabía, no fue mi intención… balbuceaba, pero calló y bajó los ojos, tan pronto el Número Uno lo miró fijamente.
Callaron los tres y bebieron en silencio; la ciudad se extendía quieta y silenciosa, vista desde la ventana; entregada a las sombras de la noche y a una calma aparente y ficticia bajo las cuales las personas vivían y morían inconscientes de todo. Al cabo de un rato y vaciados los vasos, los tres se dispusieron a salir. La jornada en la oficina había terminado, a los tres les quedaba la sensación del deber cumplido y se retiraron. A los tres los esperaban su casa, su cama y su tranquilo sueño.
3
Sentado al fondo de un desvencijado bus que avanza penosamente por la periferia de la ciudad, Gabriel contempla por la ventana y acaricia inconscientemente un sobre que lleva entre sus manos. Tiene también una media sonrisa en su cara cubierta y en su mente, los recuerdos y las imágenes recientes de oscuros placeres escondidos (y se chupa los dedos). Tiene también Gabriel en algún lado de su cuerpo cierta impaciencia, cierto cosquilleo anticipado por otros placeres próximos y cercanos por los que va, y acaricia el sobre entre sus manos, y sonríe.
El bus continúa por las enrevesadas calles y la oscura noche; deja atrás la ciudad y se sumerge en las vacías callejuelas del viejo puerto. Luego de varios minutos, en una esquina oscura Gabriel se baja, mira a un lado y otro y trata de ubicarse. Saca entonces del sobre un papel y lee algo, luego de guardarlo se dijo «por aquí», y se interna por unos callejones solitarios. Después de doblar a izquierda y derecha un par de veces comprueba que está muy cerca. Parado finalmente frente al portón de un viejo almacén, sonríe. «Aquí es», dice; saca entonces del sobre una llave, luego de usarla empuja el portón, que hace un gran ruido al abrirse y entra.
Una vez dentro, Gabriel busca algo en una penumbra apenas disipada por un foco mohoso que cuelga de un cordón, y se dirige a un rincón donde sus ojos detectan un bulto impreciso que se mueve y agita. Ya más cerca, Gabriel se para y contempla por varios segundos, como extasiado, eso que tanto le gusta, eso que disfruta con exquisito placer: el pánico, el terror… de esos ojos desorbitados por el miedo que parecen salirse de su cara. «Una virgen», se dice en una especie de éxtasis Gabriel; «una virgen de doce años»; y hace sonar sus broncas carcajadas en el silencio de la noche. Tira entonces el sombrero y el pañuelo que cubría la monstruosidad de su cara al piso y lentamente empieza a desnudarse. Atada de pies y manos, con los ojos enloquecidos por el terror y el pánico; la niña tiembla horrorizada en el rincón y siente ahogarse, en su boca amordazada con un trapo, un grito de terror en la noche.
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* Elmer Ernesto Alcántara Castillo es escritor peruano, nacido en Santiago de Chuco. Realizó estudios de economía pero se dedicó a la escritura. Ha escrito numerosos relatos y microrrelatos, así como artículos y piezas literarias sobre temas diversos. Actualmente está radicado en Australia.