Literatura Cronopio

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SEIS METROS BAJO TIERRA

Por Andrea Jaramillo Vargas*

Llueve a cántaros. Hace frío. Mis manos tiemblan y aun estoy corto de respiración. Voy en mi coche, a 120 kilómetros por hora, en búsqueda de un lugar obscuro, solitario, un lugar inhabitado donde nadie pueda vernos. No puedo borrar de mi mente la última vez que me miró con sus ojos colmados de horror, no dejan de retumbar sus súplicas en mis oídos. Esa noche fui otro, un otro que ella no conocía; ni siquiera mi sombra.
Ahí estaba ella, luciendo su hermosura en la esquina del suburbio, tentando a cuanto hombre pasara por su lado. Vestía coqueta, con trapos ligeros, exhibiendo su cuerpo de diosa y sus labios de color carmín. Y sus ojos negros, ansiosos, esperando la próxima víctima. No cobraba barato, era la más cara del sector; era el show de la noche de idilio de muchos y de fortuna de tenerla de pocos.

Dejé cien mil pesos en el centro de sus dos grandes ubres. Tenía reunión a las ocho de la mañana. Decidí amanecer en un hotel en compañía de ella. Últimamente, la relación con mi esposa no era la mejor. Cuando conocí a Verónika, ya en el rostro de Ana Luisa la veía a ella y al enfrentar la cruda realidad, solo quería alejarme. Cogí mis llaves del suelo, la noche anterior fuimos dos animales hambrientos, y aquel día la hembra descansaba mientras el macho iba de caza.

Mi coche olía a alcohol, y a su perfume barato. No pude evitar el recuerdo de nuestro primer encuentro. La conocí a media noche de un día y un mes que no recuerdo, la guié hasta un callejón lúgubre; subió a mi auto:

—Cobro 50.000 pesos tres horas, o 100.000 pesos toda la noche. Si escoges la segunda opción, te aseguro una gran sorpresa. —dijo Verónika, mientras admiraba su rostro en el espejo de mi coche.

Llegué a mi oficina casi a las ocho de la mañana. Me esperaba mi secretaria para nuestra primera reunión del día con el líder comunitario de la zona occidente de la ciudad, Don Bruno. En su barrio, existían ciertos inconvenientes de seguridad; habían asesinado tres jóvenes pertenecientes a grupos ilícitos. Me buscaba porque quería mi ayuda, uno de aquellos tres jóvenes era su hijo menor; quería suavizar la situación, aplacar el infierno en el que estaban viviendo sus vecinos y, por supuesto, él. Yo había visto a Don Bruno en algún lugar, recordé su rostro al reunirme con él y mi secretaria.

La segunda vez que vi a Verónika fue en la misma esquina del suburbio, estaba acompañada. Un hombre de estatura baja, robusto, moreno y con pocos cabellos la besaba en la mejilla mientras le entregaba un manojo de dinero; tenía en cada dedo dos anillos de oro que cegaban mis ojos, y una cadena de plata que encorvaba su cuerpo.

Pensaba en Verónika cuando Don Bruno expuso sus dilemas. La veía en todas partes seduciéndome, tentándome, incitándome al dulce pecado de amarla. Después, el rostro del viejo apareció, ahuyentando mis más salvajes deseos con su olor a cigarro barato proveniente de su boca.

¡Claro! Don Bruno, el hombre que vi en la esquina del suburbio con Verónika. Olía tal como aquél lugar, a podredumbre. Evitaba mirarlo con repudio; sin embargo, aquella imagen del beso en la mejilla no desaparecía en el instante. Lo odiaba, me producía asco, quería arrancarle la boca, poseer el beso aquel y quien sabe cuántos más.

Me besó como si nunca lo hubiese hecho antes. La tercera vez que vi a Verónika fue en un hotel de bajo mundo. Procuré no ser visto por nadie, no me convenía. Volví a besar su boca, suave como su rostro; volví a sentir su cuerpo de diosa con mis manos, y cada caricia fue un intento melódico con acordes al azar. Esa noche, Ana Luisa me esperaba en algún lugar de la ciudad, quería volver a los viejos tiempos de amor adolescente; no obstante, ya era tarde. Ella estaba vieja, acabada, cansada de la vida, cargando en su lomo cuarenta años edad. Por mi parte, con cuarenta y cinco años, solo quería volver a sentirme vivo. Verónika, era la mujer que producía un escándalo, una algarabía entre cada partícula de mi cuerpo.
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A las tres de la tarde, volví al hotel donde pasé la noche con ella. Aquél lugar era otro de tantos ignorados por la burguesía. Hicimos el amor mientras llovía, a cada gemido que expulsaba de su boca los truenos respondían con fulgor. Me quedé dormido por un largo rato; cuando desperté, Verónika no estaba en cama. Escuché un susurro molesto proveniente del baño. Estaba sentada en el suelo, la luz de neón iluminaba su perfecto rostro, estaba inclinada, hablando desde el teléfono que compré para ella:

—No, hoy no puedo. Mañana, en la tarde.
—Si, también te extraño.
—Si, ya he pensado que podemos hacer. Pero, ¿Vos qué has pensado?
—¿Es necesario recurrir a esa opción?
—Pobre, no lo merece. Tiene esposa e hijos.
—Si, ya sé, lo que importa es el dinero. ¡Nos volveremos ricos, amor!

Colgó, y volvió a la cama. Ya estaba esperándola, no me vio escuchando sus planes de querer matarme. Mi cabeza empezó a revolcarse. La puta quería deshacerse de mí, solo por mi dinero.

¿Vos has matado a alguien? —preguntó Verónika, después de casi dos años de ordenar su servicio. Eso no te incumbe, niña. —respondí, mientras miraba sus dos grandes ubres con la gravedad a su favor.

Decime… ¿Qué se siente? ¿Es mejor que un orgasmo triple? ¿Es verdad que… es mejor que una noche bien pagada con algo extra? O, ¿mejor que tres pases de perico y mucho alcohol? —insistió, con deseo de sentir por fin su duda resuelta.

No pude dormir esa noche. Su malévolo plan daba vueltas en mi mente. Parecía inofensiva, parecía solo una pequeña niña influenciada por la maldad de unos cuantos a su alrededor, resignada a sus circunstancias, a su vida que no admiraba pero que vivía con valentía. Cada vez que sonreía, me convencía de su inocencia. Mi mundo, era el culpable de todas sus desdichas; un mundo estropeado y podrido, un mundo dirigido por un dios que para ella era una ilusión y para mí una realidad, el dinero. La amaba, a pesar de todo. Pero, tenía que matarla.

La perseguí hasta su punto de encuentro. Era un bar de mala muerte radicado en el suburbio; olía a perdición, y su suelo expulsaba un aroma terrorífico. Conseguí unas gafas oscuras y un sombrero negro adecuado para la ocasión. Verónika estaba hermosa como siempre, exhibiendo su cuerpo de diosa que tanto me enloquecía. Se sentó en una mesa de la esquina izquierda del bar con sus ojos ansiosos, en la espera de su principal víctima; me tomé un whiskey doble y una ginebra de cortesía de la casa mientras una de las tantas mujeres de aquel lugar tocaba mi bulto.

El llegó, su aliado. Lo besó como nunca lo hizo conmigo. El parecía muy enamorado de ella como lo estaba yo; y ella, parecía amarlo a pesar de su apariencia. La envidia se apoderó de mí, ansiaba ser él para adueñarme de Verónika y sus agraciados ojos negros; los celos me carcomían con cada ardiente beso y caricia en la mesa de la esquina obscura; y la rabia, me revelaba una traición que debía ser pagada con sangre. Las imágenes, de él con ella, me hicieron recordar nuestros últimos encuentros:

—Vos deberías desaparecer de mi vida, Ignacio. Tienes que arreglar las cosas con tu esposa, hablar con tus hijos acerca de tu ausencia. Ya me cansé de tus maltratos, de tus insultos; soy una puta, pero también soy persona como vos —dijo Verónika, mientras se vestía.

—Yo nunca te voy a dejar, lo único que nos puede separar es la muerte —respondí, mientras fumaba un cigarrillo en la pequeña ventana de la habitación del hotel de bajo mundo y me extasiaba con el ardiente clima de la ciudad.

—Entonces me largo yo. Me largo a un lugar donde no puedas encontrarme nunca más —contestó en alaridos.

—Eso es imposible. Siempre te voy a encontrar. Si te vas, primero te mato —repliqué.

Verónika volvió a encontrarse con él. Los volví a seguir durante casi dos semanas, en su punto de reunión; siempre en el mismo bar, y en la misma mesa. Bebí, y fumé sin descanso fingiendo encontrar en los vicios la salida a su traición. Nuestros encuentros disminuyeron, y el sexo también. Parecía, a veces, conformada a la maldición a la que un día le condené.

Una noche los perseguí hasta el hotel donde Verónika y yo solíamos pasarlas. Entraron al cuarto contiguo al nuestro, el más barato. Después de un rato, con lágrimas en mis ojos y con gotas de sudor en mi frente tiré la puerta donde permanecían, disparé con mi arma calibre cincuenta falleciendo vertiginosamente su compañero de un tiro en la cabeza; él yacía en la cama desnudo.

No puedo olvidar los ojos de terror de Verónika al ver a su compañero muerto. No olvido cada una de sus súplicas ni cada uno de sus lamentos; tampoco, sus últimas palabras colmadas de asco y repudio.

Voy en mi coche, a 120 kilómetros por hora. Aún estoy corto de respiración. Sigo buscando el lugar apropiado para enterrar su cuerpo. Las noticias radiales ya anunciaron el asesinato del líder comunitario Don Bruno, encontrado en un hotel de la más baja calaña con un tiro en la cabeza; además, principal sospechoso de un presunto complot para asesinar su mano derecha en sus negocios, Don Aurelio. El complot estaba liderado por Don Bruno y una prostituta con el seudónimo de «Verónika».

Un escalofrío rodea mi cuerpo. Sigo manejando, con el deseo del lugar perfecto para enterrar su cuerpo y su recuerdo seis metros bajo tierra. Llueve. Sigo escuchando la radio, ya las noticias cesaron y la música sale a flote:

«I used to love her but I had to kill her…» —«Solía amarla pero tuve que matarla…» (Guns N’ Roses).
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* Andrea Jaramillo Vargas es estudiante de la Universidad Pontificia Bolivariana del programa Licenciatura en Educación Básica con énfasis en Español e Inglés. Estudiante de la Corporación Cultural Vivapalabra. Profesora de Inglés en el Colegio Parroquial San Buenaventura de Bello, Antioquia. Tiene 20 años y reside en la ciudad de Medellín.

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