Literatura Cronopio

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EL GIGANTE AZUL

Por Melina Pezzotti*

Había un hombre que tenía cien dedos y con cada dedo podía cambiar el mundo. Y cien dedos eran pocos para reinar en el mundo de la desolación, cien dedos eran milagros, arco iris, nubes, arenas movedizas, ceibas, árboles, auroras boreales… milagros, sólo milagros habitando las pecas de una pelirroja.

Cada dedo es un milagro en las manos de alguien.

Uno de esos dedos tiene alas, es ingenuo, tiene esperanza, pero no va a cambiar el mundo y no porque sea pesimista, pero es un peldaño en la escalera, un peldaño. No va a cambiar el mundo, protegerá los bosques que quedan.

Quisiera hablar de ese hombre, pensar en ese hombre. Prefiero el milagro que exhala, prefiero pensar en la cantidad de dedos y genios que le salen del ombligo y se extienden por su cuerpo.

¿Y si en vez de cien dedos fuese otra cosa?

¿Y si cada dedo fuera un humano que puede mejorar el mundo antes de morir?

El mundo es una palabra muy lejana a mi pequeñez. Antes de cambiar el mundo habría que conservarlo.

¿Y si el mundo fueran las circunstancias que rodean a cada quien?

En un principio era sólo un hombre que había soñado con un hombre que tenía cien dedos y le había contado a otro la historia, así que «el otro» repitió la historia en un salón y pidió que lo ayudaran con eso y la mujer lo escuchó y decidió intentarlo, porque el absurdo es un intento que requiere tiempo y se lleva dócil nuestro deseo y terquedad.

Emprender la historia era casi imposible para quien no conocía el mundo, pensé que tal vez los noventa y ocho milagros que me faltaban o esperaban por mí estaban en cien personas que conocí alguna vez y en cien que conocería algún día.

Y ahora cien dedos me parecen muchos. Bastaría despertar con la memoria intacta de nuestros sueños, tal vez una mano entera esté llena de sueños que olvidamos en el sendero hacia el despertar. Cuántas formas de mejorar el mundo no se habrán evaporado mientras nos desvanecemos en la velocidad de la mañana que nos implora la tarea de vivir.

Por cada sueño un deseo y por cada deseo un milagro.

Estaba el azar, el destino, las piedras descosidas del silencio, la miseria, la ausencia del Ser. La certeza de que ningún milagro podría incinerar, al azar, las cosas escritas en el cielo.

Si el planeta estaba devorándose a sí mismo había una voz terca que se alzaba impetuosa con el viento en rincones apacibles de la tierra…

Y esa voz no se espanta, es el gemido de la tragedia.

Qué poder humano habrá. Por cada milagro, por cada luz habrá un laberinto, la voz que todos ignoran. Buscar la perfección podría ser parte de la ceguera. Puede que la ceguera haga del milagro un ser pálido, un fantasma que se niega a derramar nuestra sed.

Es al soñador a quien se le pide cambiar el mundo.

Cuántos senderos puede haber en el silencio, miles… Silencio en las mañanas para escuchar los latidos de esa voz que no se amedrenta. Silencio es permanecer inmóvil en el combate, no responder al ataque, cuidar de los míos.

Se preguntó que significaba la palabra «mundo», si bastaba con la ética que le enseñaron de pequeño, si era suficiente con someter su imaginación a exilios terribles, si la renuncia al deseo lo haría invisible, transparente, sublime. Volvió a preguntarse qué era el mundo: lo creado, la tierra, los hombres, la esfera, pensó que el mundo era un baúl de paredes estrechas, de heridas abiertas, una multitud de seres enfermos como él.

Cuando la noche tropezó en sus ojos, supo que el mundo era él, todo el mundo cabía en su cuerpo, en sus miedos, sus deseos, su piedad. El universo latía con fuerza en su sangre, en sus pequeñas fobias había una forma de concebir la tierra. Podía dormir tranquilo por ahora.

El corazón del hombre se hallaba vacío, allí podrían escribirse muchas cosas. Allí estaban todas las heridas y senderos, su corazón era azul como el agua salada. El hombre se sentía vacío, todo su aliento consistía en resolver ese sueño que lo arropaba en secreto.

El mundo era una ciudad de cielos azules. Un rinoceronte que a pesar de su encierro viene hacia ti con sus ojos diminutos. El mundo es ese hombre que contiene las lágrimas cuando lo imagina en África. El mundo es un antílope de pupilas cuadradas que se deja acariciar, solitario te lo dice todo. La devoción es una manera de sobrevivir a su destino de criatura pasajera.

Se dice a sí mismo que no deberían existir sitios así, donde la pesadumbre podría consumirte en un asalto, aunque puedas sorprenderte y afligirte en la belleza de un águila que parece de humo.

La tarde cae y sin sol las mariposas se niegan a salir.

Acaso su corazón estaba preso en aquellas celdas…

Desconcertado admitía que todavía los leones rugían con fuerza en diálogo amoroso con sus compañeras, esas melenas sedosas no desaparecían entre las rejas, el alma podía ser una cosa poderosa, el felino conservaba la nobleza de un gato. Ante la desesperación sabía fingir y se desvanecía en el suelo. Resignación.

Cuando la noche tropezó con sus ojos supo que el mundo era él, estaba dentro de él. Cabía en su cuerpo, en sus miedos, en sus deseos, en su piedad, en los monos que parecían de peluche, en los tucanes, en las boas, en el cóndor con su bufanda blanca, en los flamencos rosados, en el agua de la noche.

El universo latía con fuerza en el jaguar negro, en esa forma de la resignación que elegía el lugar más alto para dormir.

En sus pequeñas fobias había una forma de concebir la tierra, en las arañas polleras que latían tras el vidrio, en el escorpión que halló alguna vez bajo su hamaca, en la serpiente cazadora que sufrió un accidente.

¿Podía dormir tranquilo ahora?

Muchas veces le dijeron que el mundo le pertenecía. Pensó en el elefante que comía paja y zanahorias, en el oso de anteojos sin árboles para rascarse. Era él quien se había adueñado del mundo para destruirlo. Pensó que no tener descendientes era ofrecerle al mundo menos equipaje, menos peso, menos tragedia. Pensó que la tragedia podía aliviar a los hombres, que la infelicidad podía traer conciencia a sus necios corazones. Pensó en los otros cien dedos, para que el mundo acelere su caída. Pensó en la valentía de la que carecía para buscar respuestas.

Un milagro era el sacrificio. No bastaba con sonreír en las mañanas o adoptar a un hijo.

Era un tambor en África, lo escuchaba todo, desde una lluvia torrencial hasta una gota que desciende por la baldosa blanca del baño. Pensó que el hombre se había equivocado, que no podían existir cien formas para cambiar el mundo, quizá, había cien formas de concebir el mundo y de repente le pareció que cien eran muy poco, tal vez habían mil formas de concebir el mundo, cada grieta era una forma de concebir el mundo y cada rostro podía concebir un mundo, dar a luz una criatura distinta, no hablo de hijos, sino de mundos.

En Alaska un hombre concibió un mundo de osos pardos, caminaba con ellos, nadaba entre ellos… odiaba la civilización, tenía corazón de oso.

Cuando empezó la tormenta, los osos buscaban sus cuevas para hibernar. La carpa del hombre se atravesó en el sendero de un oso hambriento, lo devoró tibia y neciamente, ahora el oso y el hombre eran uno solo.

Acaso fuera posible modificar nuestra manera de ver el mundo escapando del sitio donde nacemos. Reconociendo algo del naufragio que traemos a cuestas, llevando a nuestra nueva casa la piedra donde nos sentábamos a ver mariposas de chiquillos. Un trozo de corteza de árbol donde subí por primera vez podía ser un dedo de ese hombre que deseaba cambiar el mundo, ¿qué deseaba cambiar del mundo, volcanes, huracanes, tragedias…?

Pensé en la tragedia que se halla oculta en el corazón del hombre, en los vicios que suelen destrozarlo, en su mente, que viaja a sitios de pesadumbre.

El soñador era un idealista, había imaginado paraísos celestiales y ancestrales. Pensar que el universo carecía de miseria era inaudito, ni siquiera cuando el gozo era insoluble podía pensar en un mundo sin caos.

Aquella noche, caía en arenas movedizas… en el silencio de ese barro caliente apenas si podía respirar. Un árbol me salvó.

Quisiera más montañas boscosas y en vez de ciudades quisiera praderas de caribúes.

Pensé en la Atlántida, en sus descendientes desposeídos, cómo huyeron y llegaron a una montaña, a una Sierra Nevada, cómo regresan a un imperio, «al que le queda poco tiempo», a pedir ayuda para reclamar sus tierras.

Pensé en la fuerza de los anhelos, podíamos hacer de la imaginación un viaje, entrar en el laberinto de nuestros deseos sin que el poder de la locura nos hiciera prisioneros.

El anhelo es resignación y el cansancio una laceración que nos embriaga.

La única forma de concebir el mundo es sobrevivir, sobrevivir a nuestros miedos sin decaer, sin subestimar al enemigo. Y el enemigo era un habitante de mi sangre…

Si pudiese fingir, y los escritores saben fingir, suelen parecer sublimes, parecer felices, aunque sientan que la tristeza camina por dentro. Si pudiese cambiar al mundo, si por cada pelirrojo pudiese pedir un deseo, quisiera ver más narices rosadas y sonrisas que personas caminando de prisa, quisiera menos úteros huérfanos en el mundo, quisiera parecer sedienta, no cansada, quisiera una historia más fácil de escribir.

Celebramos el camino incierto de los sueños, su sendero oculto, el ángel de la nada que se esconde en la piel de quien escribe.

Un genio mitad gris, mitad azul, con un turbante negro. Con cada deseo hay una tragedia que no puede negociar un ángel, ni siquiera una mariposa amarilla que se niega a abrir sus alas para recibir el sol en su cuerpo dócil, pequeño y frágil. Con cada deseo una tragedia, con una presencia en una habitación el infierno de la esperanza, la asignatura del apego. Con el don de escribir, el sufrimiento de un latir, con los descendientes, la certeza de un ancla que nos lacera o al contrario, con la pérdida de los bosques, el huracán, con las palabras de un azar escribir una historia.

Por cada deseo una tragedia que promete la pesadumbre.

Si pudiera, abriría una ventana en las habitaciones oscuras de todos los seres, pondría luz en las casas vacías de quienes carecen de conciencia o fingen carecer.

Pensé en la palabra milagro, en el poder divino, en mis rastros de humano que no me permiten respirar la lluvia o creer en cosas raras o maravillosas. Pensé en los milagros, en los ogros, en la lealtad y la amistad, en las astromelias, tan salvajes y sencillas, en la inocencia que perdí mientras caminaba, ¿si la perdí? ¿acaso no puedo recuperarla cuando se me antoje?

Pensé en el milagro de la música, en las muñecas de trapo, en el hombre que alguna vez me regaló unos imanes y me dijo que mi corazón era bueno, que lo cuidara.

Tropecé con el Príncipe de los ángeles rebelados, con los espejos, en cada cuarto había una forma de cambiar el universo, en los cantos de guerra de los indios, en las historias alucinantes de la determinación, en hombres que caían en el Kilauea y podían escalar sus espinas filosas como agujas para vencer a la muerte, en los atrapasueños, las plumas que tejen en sus sueños los indios, en su forma de atrapar pesadillas para conciliar a la tierra con sus llagas, en una tribu muy lejana que juega y habla con los cocodrilos: ellos escuchan la pesadumbre de la tribu, mientras permiten al nativo estrechar sus patas como se estrecha la mano de un amigo.

¿Podía cambiar el mundo?

Quizás había en el caos una forma de mudar los lazos humanos, tal vez la zozobra, la incomodidad y la insatisfacción consigo mismo podría tener la pureza de un atardecer.

La muerte es intensa. El cansancio es una llama que nuestra sed no escucha. El cansancio y la tristeza son hermanos de la muerte.

La súplica es la silueta de un hada, el miedo es un dios que purifica nuestro aliento, advierte nuestra pus.

La palabra sendero tiene luz y puede sanar.

Los corazones flotan en el agua, no se entierran en la arena. No se puede cambiar el corazón, su grieta y su porción de maldad, su trozo de miedo agigantado que nos consume a todos por igual.

Cuando tenía los ojos limpios como el agua, veía en el hombre que podía cambiar el mundo a un gigante azul, hijo del trueno, que nos miraba a todos compasivo.

Tantos dedos que tenía y tantas formas disímiles. A veces era un saltamontes verde que cantaba en la lluvia las antiguas existencias de los hombres… el sonido del silencio, la intución de una mujer que palpita en cada grito, ese trozo de intuición hace que la tierra sacuda nuestros pies, ese miedo hiriente se esconde en cada grieta, en el cansancio, la pena y la angustia.

Imaginé el cráter plateado, las llagas del corazón, sus llamas y en el ritmo de mis manos cuando escribo.

Se hundió de nuevo en su dolor, cómo se aclaraba su alma cuando veía elefantes o podía dialogar con los habitantes del mar, cómo pesaba el universo y el laberinto, cómo volvía a sus aguas grises, a sus gritos sin pudor en las orillas del mar y cuánto le gustaban las estrellas de mar con sus pequeños dientes intactos de vida, cómo le gustaba borrar sus angustias regresándolas al azul… a casa.

Se derretía en sus sueños como un suave relámpago y limpiaba sus pies de navegante herido y sediento. Despertaba con frases que lo ayudaban a concebir el mundo como una telaraña disuelta en un árbol o se encontraba con el retrato de un bebé foca.

Cuántos pájaros no cantan en el interior, cuántos lobos nos protegen del mal que anida en nosotros.

Supo que no podía cambiar la tierra, su grieta de sangre. Aunque sintiera cuchillos en la noche, aunque el viento de sus ancestros lo despertara como fantasma a quien la locura le habla. Aunque hubiese querido rezar y curar la tierra.

Estaba equivocado. El naufragio procedía de los hombres, la estrechez y la miseria procedía de él. Así tuviera imaginación no podía impartir justicia.

El hombre era una cosa abominable, no quería suplicar por esa criatura que olía bien y de tierna sonrisa, era él quien había acabado con todo, era él quien podía convertir la tierra en un cráter plateado.

No era una víctima, era una consecuencia de su propia suerte. ¿A quién podía invocar ahora? A los lobos. No comprendía al ser humano, podía jurar que no lo comprendía. El hombre y la mujer usaban atrapasueños en sus casas y en sus orejas, usaban camisas con viejos indios americanos… Pero no sabían llorar, no sabían invocar al dios Sol, no sabían quién era Tlaloc, dios de la lluvia y el sollozo.

Por eso amaba la noche, porque podía soñar, podía ser la mar acariciada por tortugas, podía ser tierra y sendero para las hormigas, podía ser roca y flor, podía ser un niño, un hada, un duende.

Despertaba con ese primer aliento de la naturaleza en su Ser. Se preguntó si la melancolía y la angustia eran el reflejo de un tormento más profundo que lo agobiaba en secreto.

El gigante sonrió, sentirse miserable en un mundo donde todos parecían felices era el primer aliento para huir de las sombras y vencerlas.

Pensó en los meteoritos que caerían en los siete oceános de la tierra. No entendía la grandeza del ser humano. Pensó en sus penumbras y en sus cuevas llenas de huesos, ciento ocho huesos, ciento ocho existencias perdidas, la rueda del Samsara girando en su cuerpo.

Cómo podía cambiar el mundo, si no podía conservarlo.

El soñador sólo confiaba en las hojas, en los astros y en la hierba. Creía en los milagros, tenía la sangre de un gigante azul, tenía la sed de un idealista que no deja de soñar en momentos de incertidumbre.

El hombre era un espejismo, casi una estatua de sal. El gigante sintió frío… Mudó su alma de sitio, era una piedra en un río, sintió que tenía la fuerza de un río, llevaba alegre leños y troncos en su sendero, sintió que era un lago donde jugaban los niños, sintió que era un arrollo que cantaba en las noches.
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* Melina Pezzotti Escobar nació en Medellín el 24 de diciembre de 1975. Estudió Trabajo Social en la Universidad Pontificia Bolivariana. Asistió durante 4 años al taller de literatura en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, con Claudia Ivonne. Ganadora del Primer Concurso de Narrativa y Poesía «Le Radici e le Foglie» (Las raíces y Las hojas) en Roma- Italia, el 28 de diciembre del 2001. «La memoria nunca regala sus marcas» es su primer libro, publicado en el 2007. Desde hace 11 años reside en Cartagena de Indias.

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