TRATA DE BLANCAS
Por Araminta Gálvez*
Lira está desnuda y es vulnerable a las miradas que, como parvadas de cuervos, aterrizan en su ombligo untándola de escarnio y vergüenza.
Siente sus nalgas heridas por el sondeo lujurioso de esos ojos que la hurgan a distancia todavía.
Sus pechos, casi púberes, están alzados en franca protesta ante la insistente y acuciosa búsqueda de asquerosa autosatisfacción.
Su pubis palpita indefenso ante la amenaza de esos ojos sagaces y maldicientes que destilan lujuria y deseo.
Siente la humedad de sus lágrimas recorriéndole el cuello y escucha la ensordecedora crepitación de sus gritos salvajes y desesperados, enmudecidos por el terror.
Está a su merced y lo sabe, y no encuentra un rasgo de humanidad dónde anclarse.
¿Dónde salvarse?
Su virginidad, guardada celosamente, es ahora el motivo que la cotiza alto y es la única razón que por el momento evita que esas hienas humanas se le echen encima para saciar su gula.
Se siente un objeto pero se resiste a aceptarlo.
Apela a sus principios y a esa moral enseñada por su padre, tan guardada en su corazón y se esfuerza para volar y evadir esa sensación de sentirse observada y ultrajada, como si fuera un trozo de carne colgando en una carnicería, o una piedra preciosa expuesta en un estante. Da igual.
LA SUBASTA ESTÁ POR EMPEZAR
Los hombres se acercan amenazando con tocarla pero se contienen.
Sus manos (las de Lira) no alcanzan para cubrir su desnudez.
Su rabia claudica ante el miedo y la vergüenza.
Se resiste a vivir y silenciosamente pide un milagro.
¡Que se abra la tierra y se la trague allí mismo!
Pero los milagros no siempre aparecen cuando se les necesita y hoy en su lugar, las exorbitantes sumas se suceden una a una sin cesar.
LOS POSTORES PUJAN
El subastador levanta el martillo que como un péndulo imperioso se detiene una fracción de segundo en el aire antes de que el vendedor diga con tono de triunfo la maldita palabra…
¡Vendida!…
* * *
SIN FONDO
Nívea, como una playa acariciada por la espuma de un desliz pertinaz, estaba su mente. Apaciguada de recuerdos y puntos comunes. La sonrisa tallada en roca humana. La expresión tan lejana que mis ojos no la alcanzaban nunca, ni siquiera en los amaneceres aquellos en que algún fantasma lo asolaba y la agitación desarmaba su sueño. Los despertares lo alejaban más de mí. Cuando me veía a su lado, el puente del desconcierto se tendía tan largo como el desconsuelo que me derrotaba. Era y no era el mío. Estaba y no estaba allí. Los dioses se hacían de oídos sordos y la esperanza se me diluía. ¡Qué ganas definitivas de entrarme en tu mundo y extraviarme y emborracharme en vacíos! Eso es lo que me figuro. Que los vacíos que ves son tan insondables que hasta te vaciaron de mí. El recurso de las fotografías era mi esperanza. El verte conmigo, el verme contigo en la fiestecita de los quince años, aquellos en los que me besaste de tal forma que el color se reventó en mi cara, como una granada madura; nuestra boda en la que estrenamos de todo, hasta felicidad y cama nueva; o el viaje a Atitlán, ¿recuerdas la persistencia del sol en tu cara y aquellos camarones enormes con su dulzura en la boca? ¡Por Dios! ¡Cómo la gozamos! Y luego las fotos sexteando al amparo de helados y churros que se derretían mientras te reías, mientras me reía… y después los chicos con sus caritas idénticas a la tuya, con tu nariz, con esa forma irregular en tu frente y esa boca con sabiduría de beso, culpable de mi inmediato enamoramiento de ti… Hoy, cuando me ves sin reconocerme, quiero que la tierra se abra para morir allí mismo, de igual forma que ya he muerto en tus ojos.
* * *
SALÍ DEL CLOSET
Lo que me apretaba el corazón no era la claustrofobia ni el miedo. Tampoco el aire que escaseaba perturbado por la naftalina y por la lata de sardinas olvidadas allí el siglo pasado. Lo que me apretaba el corazón, era ese sostén carmín que se ajustaba a mi pecho de forma tan natural, como si fueran mis propias costillas. O como si siempre hubiera estado allí. Con sus sedas acariciando mis deseos y sus listones sujetando ansiedades no reconocidas todavía.
No podía pensar con claridad en mi apremiante situación, mientras el ritmo de mis latidos era inconstante. Sabía que en los tejados los gatos se perseguían locos de amor en una onomatopeya perfecta del chillido humano. Los escuchaba perseguirse y lastimarse sin consideración alguna. Con un sadismo y masoquismo elevado a la máxima expresión.
Tenía la certeza de que mi motocicleta, una Harley Sporster, seguía estacionada en la esquina de la trece, ahora ornamentada con un cepo que me costaría casi un ojo de la cara.
Sabía que mi masculinidad seguía intacta, al menos aparentemente, y que esos abalorios que me adornaban, no eran ni más ni menos que la más burda broma de los que se llamaban mis amigos. Tenía que salir del closet antes de que los dueños llegaran y me encontraran allí. Era cosa de vida o muerte y más aún, de dignidad.
—¿Pero cómo hacerlo?
Mis estrategias desesperadas fueron descartadas una a una. Revisé más de una vez las prendas estrafalarias que colgaban de las cerchas de madera. Era inconcebible que una persona sobreviviera con esos trapos que más parecían vestimentas de circo o de cabaret. Me las probé todas y estaba consciente que cada vez me veía más ridículo.
Los flequillos de las minifaldas no se conciliaban con mis piernas velludas y gruesas, con músculos bien desarrollados a fuerza del trabajo intenso en el gimnasio. Las zapatillas no eran de mi talla y aunque encontré unas que aceptaron mis burdos pies, los dedos estaban tan apretados, que el dolor me impedía dar un paso. Las blusas y las chaquetas eran tan estrechas que se desgarraban al primer intento de colocarme dentro de ellas. Y los bikinis eran tan minúsculos, que era francamente imposible resguardar en ellos las bondades con las que la naturaleza me había dotado.
Un reloj colocado en alguna parte me torturaba con su constancia del tiempo pasando, martillando.
Reuní el poco valor que se había escabullido entre mi rabia y mis miedos y entreabrí el closet. Una sala familiar abarrotada de fotografías me recibió. En una esquina un espejo reflejaba mi excéntrica y ridícula figura. Cerré los ojos consciente de que ojos que no ven corazón que no siente. Y no encontrando otra salida, me disponía a descolgar una cortina para cubrirme y enfrentarme a la calle más transitada y concurrida de la ciudad. Entonces un paquete con una moña rosa, colocado estratégicamente en el sofá llamó mi atención. La tarjeta literalmente decía:
—Qué bien que ya saliste del closet vos…
Abrí el paquete y conmocionado encontré mi ropa. Me vestí y salí de esa casa como alma que lleva el diablo, llevando conmigo únicamente el sostén carmín. Un tesoro que parecía estar hecho expresamente para mí.
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* Araminta Solizabet Gálvez García es guatemalteca, periodista, comunicadora social, escritora y pintora. Es miembro fundador del Club de Escritores Palabra sobre Palabra. Colabora en las revistas literarias: Monolito, La Ira de Morfeo, Paradoxas y Los domingos las Prostitutas se levantan más temprano para trabajar. En 1985 ganó el Primer Lugar en Radio Netherland, Holanda, por el Año Internacional de la Juventud con su poema El Viejo. En 1986 ganó el Tercer Lugar en Cuento, con «El Fin de Todo» en Radio Netherland. En 1987 ganó el Primer Lugar de Cuento en los Primeros Juegos Florales de la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la USAC con el cuento «Penumbra». Tiene dos novelas sin publicar, varios cuentos y poesía. El cuento para niños «El Jirapanel Hortipe» está pendiente de publicación por Perinola. Correro-e: arygalvez@gmail.com