LO DEMÁS SON PURAS BABOSADAS
Por Pedro Madrid Urrea*
Recuerdo esa vez en el colegio, cuando me gané de enemigo al profesor de castellano. Yo estaba parado como un pendejo en frente de mis otros treinta compañeros de clase, dispuesto a leer un informe de lectura sobre un libro del mexicano Carlos Cuauhtémoc. El profesor me seleccionó para leer el trabajo hecho en frente de todos. Sabía que era una retaliación por hacerle imposible la clase. Así que comencé:
—«Bueno. Todo comenzó la semana pasada. Viernes. Estábamos Jorge, Armando, Harold, Gustavo, Carlos y yo afuera del colegio. Teníamos muy poca plata. Hicimos vaca y nos dimos cuenta que lo que nos acompañaba eran seis mil pesos. ¿Qué podíamos hacer?, nos preguntamos. Armando dijo que comprar aguardiente, Carlos que vino, pero Harold tuvo la maravillosa idea de ir a la tienda que queda por el parque y doblar nuestra plata jugando en las maquinitas tragamonedas. Aunque no nos dejaban entrar por ser adolescentes, el man de la tienda es parcero de Harold y se podía hacer el bobo mientras jugábamos. Así que fuimos. Yo tenía la plata, y le di dos mil en monedas a Harold para que probara suerte».
—Segura, ¿usted de qué está hablando? —El profe se paró de su silla y se me acercó, con una cara de incrédulo rarísima—. Ni a mí ni a sus compañeros nos interesa sus maravillosas aventuras adolescentes. El trabajo era muy concreto: un informe de lectura.
—Relájese, profe —le respondí—. Ya voy al punto. Déjeme continuar.
—Eso espero.
—«Harold metió de primerazo una moneda de quinientos pesos. La perdió. Luego metió otra y sí logró sacar algo. Eran puras monedas de cincuenta pesos, pero no contamos las ganancias. Luego me aventuré y saqué un puñao de monedas de la ganancia y jugué. Le saqué una buena plata. Estábamos en nuestra racha, porque de todos los que jugamos, Harold, Carlos y yo sacamos algo. Le pedimos al man de la tienda una bolsa pa’ meter las monedas y nos fuimos para el Parque de Robledo. Ahí, al lado de la iglesia, empezamos a contar lo que habíamos ganado y en cuánto aumentamos nuestro capital. Carlos contó y nos dijo que teníamos diecinueve mil pesos. Se volvió a aventurar y nos dijo que eso nos alcanzaba para botella de guaro y paquete de cigarrillos. Todos nos miramos y elegimos esa opción por unanimidad. Jorge caminó hasta la licorera y pidió el guaro y los cigarros. El man de la lico lo molestó, diciéndole que era menor de edad. Él respondió diciendo que era para la mamá y unos amigos. Que él vivía cerca del colegio. El que atendía se comió el cuento y le vendió las vainas. Al ratico llegó Jorge, cagao’e la risa, diciendo que el que atendió en la licorera era un güevón por completo. Nos reímos y abrimos esa botella. El idiota de Jorge no pidió copas, pero aun así no nos importó; nos tomamos esa mierda a pico de botella. Cruzamos la calle para estar lejos de la iglesia, pues no queríamos que nos vieran tomando guaro en horario escolar. Prendimos cigarrillos para todos y empezamos la fiesta. Sentados ahí nos pusimos a beber como locos, prendiendo un cigarrillo tras otro y contándonos historias de las novias, ex novias, amigas y arroces en bajo. Gustavo contó que había terminado con la suya porque estaba muy intensa, lo llamaba a toda hora y quería que él estuviera siempre con ella, sin importarle que él tuviera parceros; Carlos seguía enchimbao con la que tenía, con Paula, con quien llevaba ya casi dos años. Jorge no tenía mucho que contar, pues la novia que tenía era del colegio y no era la cosa más divertida del planeta. Y yo, estaba charlando con Carolina, una amiga de Ana María (compañera del salón)»
—Alejandro. Sigo sin saber eso qué tiene que ver con el tema —interrumpía de nuevo.
—Profe, como le dije, tenga paciencia. ¿Está maluco mi relato? ¿Muchachos? —Le pregunté a todo el salón.
—¡Que continúe! —Gritaron todos.
—«Entonces seguimos dándole al chorro —continué—. Armando nos dijo que en su casa había piscina y que probablemente estarían parchadas unas amigas de él, de la unidad. Sin decir nada, y sabiendo la reacción de todos, él ya había guardado el guaro y los garros en su maleta, anticipándose a nuestras reacciones. Todos nos paramos del suelo y comenzamos a caminar. Agarramos la Avenida Ochenta y nos fuimos a toda velocidad. Él no vive lejos, entonces la caminata se hizo relajada. Armando no nos dejó tocar el guaro en todo el camino. Decía que volveríamos a tomar cuando llegáramos a la casa de él. No tomar era «la recompensa por un buen trabajo en equipo». Cuando llegamos a la unidad, nos topamos de primerazo con la piscina. Y en la piscina, con un combo de viejas que lo saludaron. Fuimos a su apartamento, que estaba solo, y nos cambiamos. Él nos prestó pantalonetas, sacó una grabadora y llevó música: reggaetón, reggae, electrónica y rock. Cuando llegamos, y mostramos el guaro, esas niñas se pusieron todas locas. Tanto así que, a los diez minutos de llegar, yo ya tenía a una colgando de mis hombros, jugando en la piscina, como si fuéramos amigos de toda la vida.
«Algunos nos dedicamos a echarle los perros a esas viejas, otros se relajaron y se dedicaron al guaro y a los cigarros. ¡Ah!, y también a unas cervezas que tenían ellas. De las cuatro pollas, tres se dejaron embaucar. La otra tenía novio y no quiso hacer nada, pues se quedó con Harold y con Jorge ahí parchada hablando y poniendo la música. El que cuidaba la piscina era un tipo bacano. No nos jodió por nada y solo nos pedía guaro una que otra vez. Se lo dábamos pa’ que nos dejara hacer las vainas. Y las vainas que hacíamos era beber, fumar y tratar de concretar algo con ellas. Armando estaba metido con una en la piscina, parchándosela; Gustavo, apenas echándole el perro a una; yo estaba en lo mío, parchao con la pollita que me había parado las cañas. Hey, otro guaro, gritaba Harold. Todos corrimos y nos tomamos un trago. Luego brincamos a la piscina y continuamos con la vuelta. En la grabadora sonaba reggaetón, y eso nos ponía pero calientes porque las viejas bailaban con nosotros y nos restregaban esos culos dentro de la piscina. Ya estábamos que lo metíamos. Gustavo fue el primero en lograr algo. Se fue con la vieja pa’ un cuartico que hay en una esquina de la piscina y se lo metió. O eso nos dijo. Yo seguí con lo mío, dando picos y bailando, recibiendo mordiscos de oreja y sobadas en sitios bastante oscuros y pegajosos. La calentada estaba brava. Tanto así que Armando, estando en su día brillante, tuvo otra excelente idea: pasar la rumba para el apartamento. Todas dijeron que sí. Incluso la monja esa que no quiso hacerle la cagada al novio. Subimos con el guaro y los cigarros, la cerveza y las viejas. Una de las nenas dijo que tenía con qué comprar otra media de guaro, que llegaba en unos minutos. Fue por licor y volvió rápido al apartamento. Nadie se había quitado la ropa de la piscina, pues seguíamos vestidos de pantalonetas y las viejas de vestidos de baño».
—Alejandro, ¡no más! Lo voy a tener que parar y reprobarlo —dijo de nuevo el pendejo ese.
—¡No, no, no! —Volví a recibir el apoyo de mis compañeros.
—Profe, ellos son los que deciden. Tengo público.
—Si no llega al punto, le pongo Insuficiente.
—De una.
—«Entonces seguimos en la farra. Ya los garros estaban muriendo, pero la emoción seguía completica. Una de las nenas, con la que estaba pegando Armando, sacó de su maleta un porro».
—¿Un qué? —Preguntó Pichi, un compañero que era más enchimbao que nadie.
—Un porro, Pichi. Un porro. Un bareto, armao, cigarrillo de marihuana.
—¡Ahhhh!
—«Entonces la vieja lo prendió y lo empezó a rotar. Todos nos pegamos de eso. A pesar de lo pequeño que estaba, nos hizo trabarnos chimba. Muy chimba. Fumamos, bebimos, bailamos, dimos picos, manoseamos. Yo me metí a la vieja con la que estaba pa’ la pieza de Armando y la empeloté. Estaba muy fácil porque tenía una tanga muy pequeña. Ella está muy buena y se me paró de una. Duramos como veinte minutos dándole a eso. No nos importó la falta de condón, o si nos estaban escuchando… igual teníamos un negocio imposible de cancelar. Cuando terminamos, volvimos a la farra. La vieja no se puso con chimbadas y simplemente siguió farriando de lo lindo».
—¿Y qué pasó? —Desde el extremo del salón me gritó Miguel, el compañero más viejo del salón (19 años). Quería continuar escuchando la historia.
—«Todo siguió de la misma forma por una hora más hasta que Gustavo, Jorge y Harold dijeron que se tenían que ir. De la misma forma se fueron dos viejas: la que estaba parchada con Tavo y la otra, la monja. Nos despedimos y ellas se abrieron con los muchachos. Eso nos bajonió bastante, pues las pollas también se sintieron como mal porque las otras se fueron. Al final les dijimos que nos esperaran, que íbamos a salir todos. Nos cambiamos y fuimos corriendo a buscar a los muchachos. Ellos estaban todavía en la entrada de la unidad esperando a que pasara el bus de las viejas. Llegamos y les dijimos que nos íbamos a parchar de nuevo juntos. Esperamos ahí hasta que el bus llegara. Se fueron las pollas y volvimos a ser los mismos de siempre. Harold se metió la mano al bolsillo y se encontró un billete de dos mil. ‘Marica, cigarros’, dijo Jorge. Eso hicimos. Fuimos por cigarros y empezamos a caminar de vuelta para Robledo. Armando se quedó, pues ya estaba en su urbanización. Nos dijo que tendríamos que vernos mañana para hacer un trabajo de Química. Nos despedimos de él y comenzamos a caminar. De regreso a las casas, les empecé a contar mi aventura con la polla que me comí. Eso mismo hizo Gustavo. Cuando llegué a la casa, prendo y algo trabado, le dije a mi mamá que me insolé por estar jugando fútbol. Ella me dijo que era mejor acostarme, pa’ no amanecer peor mañana. Me preguntó por un informe de lectura que tenía que hacer y le dije que ya estaba listo. Fui a mi pieza y me acosté a dormir».
—Y el informe —decía el profesor—. Eso nada tiene que ver con lo que les puse.
—«Al otro día —seguí leyendo—, me acordé que tenía que leerme Juventud en Éxtasis de Cuauhtémoc y pensé: ¿qué es más Juventud en Éxtasis… un libro pendejo sobre unos idiotas o el parche que había tenido ayer con mis amigos? No leí nada y me puse a escribir lo que había hecho. Total, juventud en éxtasis es beber, fumar, pasar bueno y fornicar todo lo que se pueda. Lo demás son puras babosadas».
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* Pedro Madrid Urrea es un escribidor con licencia para enseñar y varias novelas sin publicar.