Literatura Cronopio

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el rinconcito del limbo

EL RINCONCITO DEL LIMBO DE DON MARIO

Por Tony Báez Milán*

Don Mario miraba fijamente el rincón del pasillo, tratando de recordar, tantos años después, qué era en realidad lo que le había pasado a su perrito tantos años antes, cuando tuvo que explicarle a sus padres, mentirles, que la última vez que lo vio fue cuando el poodle negrito salió corriendo para la calle, que lo vio que siguió pitado hacia la plaza, y que a pesar de írsele detrás y de tratar de alcanzarlo con todas sus fuerzas, el condenado se le había fugado. Él se echó la culpa encima, sus padres le dijeron que qué más daba, y al perrito jamás lo volvieron a ver.

Nunca se atrevió decirlo, ni siquiera a pensar en ello, en lo que en realidad vio: que al aproximarse al rincón en el pasillo, un rincón cualquiera en un pasillo cualquiera en una casa cualquiera, y al caer en el rincón, el perrito desapareció al instante, al estar en el rincón un momento, un abrir y cerrar de ojos. Como por arte de magia.

Era lo mismo que acababa de pasarle a don José. Tal y cual no había habido rastro del perrito, tampoco ni rastro de él. Lo único era que, tantos años después, y a gran diferencia de lo que había sucedido con el can, que había sido un accidente, lo de don José era una cosa más o menos premeditada:

Aquella mañana, de camino para el baño, una cucaracha voladora le pasó muy al ras de una oreja. Azorado, don Mario perdió el balance. Tropezó con la gran maceta vacía que estaba en el rincón. Se aguantó de las paredes. Vio claramente que la cucaracha, a la que había logrado acertarle un manotazo, se estrellaba e iba a parar detrás de la maceta, justo en el rincón. Él se quitó una chancleta para terminar con el asunto, malas palabras que iban y que venían. Removió la maceta y vio que allí no había nada. Era una cucaracha grande. No podía habérsele perdido así nada más. Tenía que estar por allí, así que le dio vuelta a la maceta, un tiesto blanco que haría sobresalir el color del insecto. Levantó la maceta, que ahora era que era, y nada. Miró bien por el rincón y de pronto recordó, sorprendido de su memoria pues por cuenta de una senilidad desapercibida se le olvidaban más cosas de las que recordaba, lo que había pasado con el poodle. Se quedó pensando en lo que apenas acababa de suceder, en lo que había sucedido antes con el perro, en que sus padres llevaban ya muchos años de no vivir allí, que él vivía solo, que así le gustaba, que qué pasaría si llamara a don José.
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Don Mario, cuando invitaba a su archienemigo a jugar dominó, siempre pensaba en la futilidad del asunto, en que aquel viejo cascarrabias siempre le ganaba el partido, o por lo menos conseguía la manera, infaliblemente, de trancárselo. Era una cosa demasiado exasperante, unos trucos que deberían no surtir efecto pero que de alguna manera sí lo hacían. Don José movía sus fichas, arquitectando el aplastamiento de su oponente, sin nunca cansarse de ganar. Excepto que esta vez don Mario no se quedaría de brazos cruzados, sino que lo prepararía todo. Viejo inmundo, ese don José. Ave María, qué barbaridad que pensara eso, cómo se le ocurría, pero acto seguido removió la maceta del pasillo, la llevó a un cuarto y la acomodó en otra esquina, regresó al pasillo, se aseguró de que no hubiera ningún otro obstáculo de por medio, y sin pensarlo más se fue a llamar a don José, hablándole lo más inocentemente que pudo. Por la tarde, don José había venido, habían jugado, don José había trancado el partido, y don Mario había conseguido la manera de llevarlo, lo más inocentemente que pudo, hasta el pasillo, donde había logrado posicionarlo de espaldas al rincón, adonde logró empujarlo un último paso, y en donde lo vio, en un pestañeo, desaparecer en el acto.

Don Mario se quedó perplejo en el pasillo. Miraba el rincón, boquiabierto, de ojos enormes. Se rascó el cuero cabelludo, se sobó un codo. Suspiró, cual niño que piensa que qué diantres. El mismo don José se lo había buscado, por nunca ni siquiera haber tenido la cortesía de dejarlo ganar. Bien merecido que lo tenía. Hasta debió haberlo hecho antes, pensó don Mario. Dio la media vuelta y regresó a la sala a recoger los dominós. Vio en la mesa de juegos, vacío, el vaso de ron que le había ofrecido a don José. Lo recogió ceremoniosamente, lo llevó a la cocina, lo lavó minuciosamente y lo acomodó en el coladero. Volvió a la sala, miró alrededor, pensando, que ahí…

Muy tarde aquel día vino una muchacha de lo más amable, aunque nerviosa y de ojos extraviados, a preguntar por don José. Él era su abuelo, a quien habían esperado toda la tarde, hasta el anochecer, para salir a comer. Alguien le había dicho a ella que su abuelo jugaba dominó con don Mario. Don Mario le dijo que habían jugado buen rato, que don José le había dado un par de pelas pero que don Mario por fin consiguió ganarle, que don José era mal perdedor y se había marchado por donde mismo había venido, pero que si por casualidad lo veía se lo mandaría para allá. La muchacha dijo que su abuelo tenía la mala costumbre de desaparecerse de vez en cuando y don Mario muy malicioso rió, que qué malas crianzas tenía don José. La despachó y ella se fue en la noche a seguir buscando a su abuelo.
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En su cama, bien arropadito, don Mario se sorprendía de cuán rápido conciliaba el sueño. Una vez más pensó en el rincón aquel en el pasillo, que mejor sería tratarlo de lejitos, volver a poner la maceta en su lugar. Parecía que la cuestión no funcionaba con objetos inanimados, sólo con cosas que vivían. Después, tal vez valdría la pena hacer algunos experimentos.

En la bruma del cansancio, pensaba distraídamente en gente en la que ya casi nunca se molestaba en pensar. En un joven que pasaba por allí en bicicleta con un enorme radio al hombro, con el reggaetón a todo fuete, el muy majadero. En las dos niñas escuchas que venían con sus galletitas a mortificarlo. En unos testigos de Jehová. Ave María Purísima, qué barbaridad, ¿cómo se le ocurría?, debería darle vergüenza…

Se quedaba dormido como un lirón. A medida que se deslizaba en el sueño, la sonrisa con la que se quedaba dormido, y los malos pensamientos, se le hacían más y más extensos.

* * *

En alguna dimensión de la cual los científicos no hablan porque ni se imaginan que existe, dentro de una ennegrecida burbuja, en algún inexplicable espacio dentro de un rincón cualquiera, dentro de una casa cualquiera, flotaban, mirándose las caras atónitas, sorprendidas e incambiables aun por el tiempo, porque allí el tiempo no era el tiempo, unas cuantas personas y uno que otro animal. Don José era el más reciente en arribar. Se apareció por allí en un abrir y cerrar de ojos, a flotar en el oscuro espacio, para ser preservado así por los siglos de los siglos. En toda la eternidad no terminaría de entender lo que acababa de ocurrirle, y nunca jamás tendría ni explicación ni arreglo. Varado en el espacio aquel, en ascuas, pensó en los astronautas cuando rebotan por la luna. Vio pasar, espatarrado, azorado, a un poodle. Al ratito lo vio pasar de nuevo, subiendo y bajando como si estuviera montado en un invisible carrusel. Lo vería pasar por allí veces infinitas. Entonces vio, e incomprensiblemente como que se alegró dentro de su estupefacción, que allí adentro él no era la única persona. Cogidos de manos pasaron flotando frente a él un hombre y una mujer, de ojos melancólicos y exhaustos. Ella por un instante se sorprendió de verlo allí, y en ese mismo instante regresó a su estado de casi total inercia. La mujer no reconoció al nuevo cautivo, pero don José, aunque le tomó otro momento recordarlos, reconoció a la pareja. Lo confirmó al verlos pasar nuevamente. Eran los padres de Mario, que hacía mucho tiempo la gente decía que se habían fugado, cada cual con amantes desconocidos. Mario, un joven en aquel entonces, se había quedado solo. Don José vio que también flotaban por allí otros más: un cartero con su bulto aún a cuestas; una niña de lo más mona y bien vestida, con zapatitos de charol. Se acordó del caso del cartero, no hacía tanto, que desapareció sin rastro y que lo buscaron por semanas y que nunca apareció ni él ni ninguna de las cartas que llevaba encima. De la niña no sabía absolutamente nada. Por más que don José trataba de convencerse de que era todo un sueño descabellado, cayó en la cuenta de que, aunque era inexplicable, se encontraba allí por culpa de don Mario. Al rato, renuente y despavorido, al ver pasar muy cerca de su cara a una cucaracha con las alas abiertas, se puso a gritar el nombre de su viejo enemigo del dominó, que se las iba a pagar si no lo sacaba de allí, que ya vería, que ya mismo vería, y entonces se puso rabioso a berrinchar, y así estaría hasta que se le reventara el galillo, y entonces tendría tiempo de sobra, tiempo interminable, para darse cuenta de la calma que embargaba y agobiaba a los demás extraviados en aquel limbo. Y para darse cuenta de que habían tenido tiempo de más para resignarse…
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* Tony Báez Milán. Puerto Rico, 1970. Director de cine, guionista y escritor. Ha publicado internacionalmente numerosos cuentos en español y en inglés, en revistas como: The Critical Point, Yagrumal, Papyrus, Textshop, REAL, Clarín, Lynx Eye, Ariadna, Resonancias, Axxón, y PROXIMA. Autor de los libros: «Cuentos De Un Continente Invisible» (disponible en inglés, Tales from an Invisible Continent), «Embrujo», «Noël y los tres santos Reyes Magos» y «Dead, and must travel».
Ha escrito y dirigido el largometraje «Ray Bradbury’s Chrysalis», basado en un cuento del legendario autor norteamericano Allan Poe. Otra filmografía como realizador: «A Piece of Wood» y «Myth Prologue». Su más reciente libro, la novela de suspenso «El bueno y el malo». En la actualidad reside en Greensburg, Pensilvania. Web: www.tonybaezmilan.com

El presente relato hace parte de su libro «Cuentos medio macabros», publicado por la Editorial Amarante (editorialamarante.es).

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