Literatura Cronopio

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Mientras caminaba por ahí, el cielo se hizo más oscuro; grisáceo y blancuzco. Y las nubes comenzaron a descender sobre la tierra mientras el silencioso runrún de los carros me arrullaba. Había una señora de cabellos cobrizos y unos ojos grandes, unas líneas faciales marcadas, pómulos altos, enmarcando un rostro atractivo. Pasó caminando por la calle de enfrente a la del restaurante. Mis amigos los desconocidos comenzaban a acallarse, algunos se iban y prometían repetirlo, otros se quedaban en silencio o solamente se recluían al servicio BlackBerry Messenger. La señora caminaba particularmente extraño. No era el andar de los francófonos como el cadencioso marchar latino. Tacones altos, rizos, rímel y olor a trabajo, cigarros dulces y una taza de café esperándola en casa. Se cambió de acera; no podía dejar de observarla. Y pasó frente a mí. De pronto sentí miedo. Una presencia tercera frente a su presencia y mi presencia; un interpuesto ahí en el centro. Tal vez la casa sola, mi papá leyendo una novela atrapado por aquella solitud agridulce, o el armario con las prendas pendientes. Allí había algo. Electricidad. Una lluvia de ideas invisibles. La señora siguió su curso, interrumpiendo mi existencia durante solo un segundo; perturbando la quietud de mi alma y luego abandonándome nuevamente. Decidí que ya no había nada más que compartir con los desconocidos.
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Llegué a mi casa prestada, en la tarde. Y volví a ver a la muchacha aquella entrando a la casa. Volvió a sonreírme. Entonces, me sentía lleno de coraje y me resolví ir a hablarle. Nuevamente sentía la saliva contra mi mano acallante. Y nuevamente vi salir a una más de entre mis manos, como si nada hubiese pasado. Noté la vibrante llamada de mi padre. La vida era tan dulce mientras se volvía así de predecible.

Me lavé la mano. Y entonces supe que me lavaba la mano. La llamada de mi papá seguía anhelante. Pero yo sabía que mi papá llamaba. Sabía que presionaba las teclas, que mi cerebro se unía con mi lengua y con las ideas, y entonces todo cobró fuerza, pero no tanta como para tumbarme. Ignoré la lucidez.

En la noche, la señora me regaló un pastelillo. Me sentía solo, pero la soledad era llevadera cuando había compañía en la casa de muñecas. La noche cayó y, con ella, sobre mí un terso frío. Me arropé. Esperé a que fueran las doce. Cerré los ojos. Entonces, el sufrimiento ya había terminado, y ya contaba con todo un año para esperar mi nuevo año; mi nueva sentencia de muerte. Y agradecí a Dios por estar vivo y por morir a cada segundo que pasaba. Mis párpados se cerraron. Mis labios se abrieron en un bostezo. Feliz cumpleaños murmuré al reflejo que me devolvía el BlackBerry.

VA A LLOVER

―Va a llover.

Yo lo miro, y otra vez mis pequeños ojitos azules se duermen. Mis párpados descansan a la mitad del iris, con el rostro destenso. Va a llover… Hacía un sol desértico. Deslumbrante. Agotador. ¿Pero cómo podía decir que iba a llover?

Procuré seguir caminando tranquilo. Aunque había algo en ese foráneo que me hacía erizar los vellos de los brazos. ¿Qué clase de maquinaciones enfermizas podían suceder en su cabeza para producir en él la impresión de que pronto se desataría una llovizna? El tipo estaba pirado. Yo iba a mi encuentro con un classy destino sobrio; no había ni tiempo, ni premeditación para prestar atención a aquellos deshechos sociales.

Sin embargo miré al cielo. Estaba azul, como siempre, con nubes blancas, como siempre, y el sol allá arriba, como siempre. Me metí las manos en los bolsillos. Comencé a sudar. «Iba a llover» Era casi una certeza. Comenzaba a solidificarse allá dentro, rancia pero indeleble.

Un señor gordo con la molesta costumbre de toser pasó a mi lado. Llevaba un diario en el brazo. Pero eso no podía remediarlo. Porque el tipo en el suelo decía que iba a llover. ¿Y si lloviera? Imposible. Porque el cielo estaba azul, y las nubes blancas, y el sol allá arriba, todo como siempre. Pero ¿Y si existiera la posibilidad de que el indigente tuviera razón? Pero… ¿Y si lloviera?

Era simplemente que si llovía, significaría que mi mundo era una mentira. Y que todo lo que sucedía alrededor era tan vano como el hecho de que ahora hiciera sol y dos segundos después se desatara una tormenta. La realidad podría variar con la fragilidad de una hoja seca; y resquebrajarse en cualquier momento por causas ajenas. ¿Y qué tal si llovía? Mis ojitos dormilones se despertaron. De pronto, el entorno callejero; enchapado en asfalto lívido y mareado, distorsionándose en marejadas de calor, de pronto las personas en torno, todas con sus gestos macilentos y ajenos; perfectos desconocidos, de pronto ella, la señora de cabellos cobrizos que pasaba a mi lado, de pronto la urbe, de pronto el mundo y quizá de pronto yo fuera un quizá así, y que como una palabra pudiera desaparecer dispersa en el aire. De pronto el indigente tenía razón e iba a llover.
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―Va a llover.

Tenía un gorrito de lana, tan sucio que apenas podía distinguirse su tono inicial; un violeta desvaído antes de la mugre. Un chaleco lujoso otrora, ahora un harapo, y la barba curiosamente cuidada. Sus ojos sonreían ciegos mientras repetía febrilmente la frase, moviéndose de adelante hacia atrás en el vaivén embravecido de los locos de atar. Nadie prestaba atención al pobre jovencito que se perdía en su propia cavilación malsana; repetida una e infinitas veces. Y él se acariciaba sistemáticamente el brazo, se enterraba las uñas sucias en la carne, movía los dedos por debajo de las suelas rotas de sus zapatos. Y miraba al cielo y repetía.

―Va a llover.

Pasé a su lado, intentando borrarlo de mi existencia. Pero fue en vano. Allí permaneció incluso ante el almuerzo mientras yo recordaba mi mano llena de saliva y cómo volvía a quedarme dulcemente solo, seducido por el intenso olor a hogar en el cobertor. El primer sueldo seguía siendo sexy y amplio. Le di un sorbo al capuchino. Crucé los dedos a la italiana. ¿Sería cierto que fuese a llover?

Ahora lo dudaba. Porque veía el cielo azul, las nubes blancas, el sol allá arriba, todo como siempre; yo como siempre. Y ahora, tan inmerso en mi propio mundo de cacofonías artísticas, de códices de conducta, una afirmación tan leve como la de que iba a llover no podía parecerme menos que una deslustre imprecación. Allí se estaba seguro, dentro de los cuatro pilares de la mente que no era mía pero que seguía pareciéndome tan familiar; allí dentro no había cabida para un cielo lluvioso ni para universos destruidos, ni para miedos infundados.

Volví a salir a la calle. Pagué la cuenta. No en el mismo orden. Hasta una esquina, caminé en silencio al lado de un señor gordo con manías extrañas y de una mujer alta, casi latina, de presencia formidable, y luego seguí solo.

Pero allí estaba ella, antes de que yo hubiera podido advertirla y sentí gritar cada parte de mi interior con una fuerza amorfa, tan voraz que el punto de devorarme el interior resultó leve para lo que en realidad fue. Sentí que la sangre se me helaba, el corazón se me despojaba de ganas y yo me quedaba allí, pendiendo de un hilo fugaz en medio de la existencia misma. No la había advertido, no había podido evitar que viniera hacia mí, pero es que allí seguía, alta y galante, la nube oscura, discordante como una nota tácita en medio de las sinfonías del más fino Stradivarius, en medio del inviolable cielo azul, de las nubes blancas, del sol allá arriba, todo como siempre, pero nunca como siempre, porque allí estaba ella.

Procuré no azararme. Intenté respirar. Sin embargo allí volvía a estar, el tipo enfebrecido, moviéndose sobre sí mismo y su rostro perdido mientras sus palabrillas volaban en torno como volutas de un cigarro. Allí estaba, sucio y fatal, mirando hacia la nada; mirando hacia el cielo, y esperando a que vinieran.
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El aguacero se desgajó sobre la ciudad con violencia. Primero me cayó una en el hombro, luego una más en la cabeza, en el dorso del zapato y en la punta de la nariz; eran como balas lanzadas por el hado hacia mí, y me atravesaban tan fulminantes e inevitables como la muerte. Algo dentro de mí estalló y apagó ese motor interno que me permitía seguir dilucidando sanamente. Algo dentro de mí quiso que yo me uniera al tipo desdentado, de barba tan arreglada, que descansaba en el suelo y recitara sus salmodias a modo de píldora tranquilizante. Me pregunté un segundo si quizá él no había sentido también alguna vez dentro aquella especie de locura irónica y habría dejado que el instinto sobreviniera a él para abandonarlo en las calles como un ente perdido y loco. Me pregunté, pero entonces me encontré con sus ojos ciegos.

Y ya no fueron más ciegos. Sino que fueron los ojos de un inquisidor. Tomaron un lugar, un tiempo, una existencia propia en medio de aquella urdimbre bestial del destino y me miraron. Despertaron a mis trásfugas ojitos azules y les penetraron, socavándoles en su fuero más íntimo, deseándoles unas felices vacaciones vitalicias. Y entonces sus labios se curvaron hacia arriba. Y mi gesto se deformó en pánico. Retrocedí un paso. Estaba aterrado. Y quería huir, pero ya era tarde, porque el tipo se reía y cada una de las vibraciones de su risa torva hacía que el algo dentro siguiera estallando, estallando, estallando hasta no quedar más que jirones de ser dentro de mí, algo totalmente vacío.

El grito salió, como todo grito, desde el estómago hacia fuera, en una violenta carrera barbárica, pero se quedó ahogado a la puerta. El hombre se levantó del suelo en donde había estado todo el tiempo, se alisó los bordes del chaleco, se alisó los bordes de la barba, se alisó los bordes de las pestañas, y me miró a mí, y se dirigió a mí. Y yo supe que debía correr si no quería que mi mente se detonara, si quería seguir cuerdo.

Abrió la boca y en sus palabras vi una sonrisa. Sabía lo que venía. Sabía por qué me hablaba a mí. Fue insoportable, nadie habría resistido. Ahora me ahogo aquí mismo, treinta mil dos días después del sentimiento clásico y soñador de esperanza ante un mundo de mentes inhóspitas, pero a salvo, ajenas en su propia ignorancia desgraciada.

―Me pareció que ya lo había dicho, pero no estaría de más recordarlo. ―Sus ojos miraron al cielo, su mugriento dedo señaló hacia arriba. ―No puedo evitar que me parezca que va a llover.

CORTINAS

Dentro de Mí Mismo había rabia. Pero Yo tenía miedo. Y dentro de Mí, había ganas de defensa. Porque entonces era los tres.

Entré en la casa y vi la sobria decoración rencorosa. Un impulso errático recorrió mi cuerpo y sentí el tirón característico cerca del ombligo. La sustancia rubicunda de la furia recorría mi interior y me sacudía, y yo era feliz mientras rabiaba. De pronto, todo adquirió un tono violado; rojizo como vino maduro. La mirada hacia arriba, la sonrisita a medias que tenía más de diablo que de Mí Mismo, el cosquilleo en los dedos masoquistas y de nuevo el irrefrenable acceso de deseo casi lujurioso. Estaba poseído.
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Y Yo entonces miraba desde el suelo. Mis pequeñas manitas agarraron las cortinas azul rey, como si ellas pudieran salvarme de Mí Mismo. Tenía miedo. Uno atroz. Pero lo sentía fuerte, porque Yo era un niño, y los niños sienten todo como el triple de lo que es. Quería ponerme a llorar, pero sabía que eso no haría sino enfurecer a Mí Mismo, entonces me quedé callado. Mi labiecito temblaba. Mis ojitos dormilones se abrieron grandes, mientras mis pupilitas azules crecían en tamaño. Estaba temblando. Un fuego hosco crepitaba en la chimenea. La silla mecedora viajaba desde adelante hacia atrás y crujía. La alfombra roja. Y Yo allí solo. De pronto, abrí la boca grande, como haciendo una O aterradoramente enorme; intenté soltar el aire, pero él tenía más miedo que Yo y se quedó pegado a mis labios. Escuché aquella tosecita de azote, vi la prominente barriga. Me agarré con más fuerza a las cortinas azures.

Pero entonces advertí que la casa estaba extrañamente silenciosa y que Yo ya no jugaba en la sala. Fuera estaba de noche y hacía tanto frio como si nevara. Miré por encima de mi hombro. Algo me atravesó, como una certeza aguda que me cruza, a Mí. La reja estaba abierta. Tomé los bordes de mi amplio vestido. Caminé por el corredor. Tenía una mano cerca al rostro. ¿Dónde estaba Yo? ¿Por qué Yo no hacía ruido como siempre que jugaba en la pomposa sala? ¿Qué pasaba con Yo?

Y entonces abrí la puerta y sentí la adrenalina dentro de mí, Mí Mismo. Estaba tan pequeño e indefenso, en el suelo, escondiéndose tras el crepitar del hosco fuego, tras el sonido macilento del vaivén de la silla mecedora, tras las delgadas cortinas azules… Estaba tan inocente allí, escondiéndose del miedo junto a él, estaba tan provocativo que no pude resistir toser ni sonreír. Tenía los ojitos azules anegados en lágrimas bastardas que no nacían al mundo, y pude imaginar el sonido de su corazón a mil, dentro de su pequeña cavidad torácica, el sudor resbalando desde sus manitas. Sonreí mientras vi cómo se arredraba contra la pared, como retrocedía ante lo inevitable. Entonces, tuve que combatir férreamente el deseo de reírme a carcajadas plácidas y alcé la mano, que se recortó sobre la silla mecedora que gritaba contra mí, a través del fuego crepitante, sobre la cortina azul.

Y yo, Mi, entré a la habitación. Yo gritaba con fuerza en el suelo, aunque los sonidos casi se amortiguaban mientras la mano dura de Mí Mismo le golpeaba una, dos, tres veces fuertemente, castigando su rostro celestial, sus bracitos cubiertos por sedas, dándole órdenes suicidas a su pequeña carne infantil. Pude ver Mi cabello cobrizo, ondulado, casi latino, contra el precioso espejo que se enmarcaba en la sala y luego vi su gran pansa, la de Mí Mismo, contra el vidrio, frente a los ojos azules de Yo, que ya no dormitaban nunca más. A pesar de estar muy por debajo de la mano que se alzaba en contra, no pude resistir al deseo de devolver el sufrimiento salvaje y mudo. Recogí nuevamente los bordes de mi falda harapienta, apreté mi gorro de servil, y me dediqué, con mi andar latino, a plantarme frente a él.

Entonces tuve que detenerme y dejar que Yo llorara porque había llegado Mí con mi hora. No sabía por qué siempre me causaba lo que me causaba, como si yo tuviera que temerla a ella, siendo yo el que la pagaba. Pero eran sus ojos ardientes de puritana, azules increíbles. Algo en su interior que la hacía más que yo aún con todo el poder de Mí Mismo, que la convertía en una reina estridente; vestida eterna de harapos. Y su presencia me marchitaba, me hacía volver a lo que antes. Me detuve, vi por última vez a mi hijo contra las cortinas azules y me levanté.
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Se retiró de la sala sin mediar palabra, con Mi Mismo gesto de que estaba indeciblemente cansado, casi arrastró los pies, y volvió a dejarnos en el abandono. Entonces sucumbí a Mi deseo de abrazar a Yo.
Y Yo corrí hasta Mí con velocidad, porque todavía tenía miedo y el corazón latiéndome a mil en el pecho y comprendía que ya había pasado, que no volvería a repetirse, aunque tal vez; muy seguro tal vez, pudiere que otra vez me lastimara. Me enterré en los brazos de Mi, que siempre eran tan cálidos y tan maternales, y me dediqué a llorar, y entonces, a través de la nebulosa de mi lacrimosa vista, vi mi rumiante destino, y la silla mecedora chillando, y el fuego crepitando, y la delicada y fina cortina azul meciéndose por el frío que había fuera de la lujosísima casa.

DUDA

Ella se retorció entre mis dedos. Olía a sedas, a sexo, a mujer. Cerré los ojos y aspiré sistemáticamente el olor de sus cabellos caoba. Ella arqueó la cintura; su ajustada cinturita. Sus senos eran pequeños, pero eran divinos, me gustaba sostenerlos entre mis manos; sentir su tibieza blandita; su sensación perdurable. Ella intentó repelerme con sus manos, mas en vano. Yo sabía que ella quería que yo la tomara. Así que me dejé llevar por la casi obligación de complacerla. Me acerqué a ella. Juntó las nalgas a los azulejos azures de la pared del baño. Soltó un exabrupto. Me enredó las manos al cuello y me miró a los ojos.

―Olvídalo. ―me dijo y ahora sí me repelió en serio.

Sentí como que todo dentro de mí se deshacía; se caía desmoronándose. ¿Pero qué era lo que no le había gustado? Ya había aprendido a tocar sus brazos, a acariciar como los rayos de luna su piel caucásica dulcemente tostada. A sostener sus pechos, a humedecer su sexo, a hacer que gimiera y luego que sonriera, mordiéndose el labio inferior, mientras cerraba los ojos, satisfecha. ¿Qué era lo que había hecho mal? La había besado, consentido, y hecho deshacerse en sollozos plácidos. ¿En qué me había equivocado?

―¿Qué es lo que te pasa? ―Dijo, mirándome. Y allá, al fondo de su ira neurótica pude ver que había un rescoldo de pavor. Mi corazón se apretó en un puño. Sentí el enrojecimiento en el pecho. Retrocedí un paso mientras barría el baño con mis dormilones ojos azules, desesperado, buscando una huida. Y ella me miraba. Y sus ojos se anegaban en lágrimas. Y su boca de cerecitas se apretaba en decepción.

―¿Por qué lo dices? ―Pero mi voz ya no denotaba el mando. Me estaba disolviendo. Sentía que todo se iba en cenizas, volando delante de mis ojos. ―¿Qué hice mal?

―Nada. ―Y su voz de ángel se quebró con el primer sollozo, y la primera de las lágrimas como diamantes saltó a escena. ―Precisamente ese es el problema. No hiciste nada mal.

―Entonces ¿Por qué lloras?

―Porque haces todo tan bien que tú…―se detuvo. Se llevó una mano al rostro congestionado. Mi pobre niña; mi pobre niña…―Es que tú no sientes nada.
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Yo también lloré. Me senté en el suelo del baño. Estaba todo húmedo. Estaba desnudo. Ella también. Me miró desde allá arriba.

― ¿Por qué no siente nada? ―me preguntó. Sus palabras eran como un detonante. Quería tomarme la cabeza entre las manos y resistir a cada golpe verbal. Quería apretar la cara en un gesto despavorido y taparme los oídos para no escuchar el resto. Ella, la que menos me hacía reflexionar, me estaba tumbando ahora de todo aquello que arduamente iba forzando. Algo dentro de mí tenía deseos de estallar en luces de colores, o tal vez con el sonido de un disparo, o con el susurro de una chirriante silla mecedora, o quería quizás esconderse detrás de cortinas azules. Pero no había nada. Nada salvo ella, inocente de que me destruía. ― ¿Por qué? ―Hizo una pausa. ― ¿Es que… No te gusta?
Yo no dije nada. Me limité a sollozar en el suelo. Mojado y lamentable. Ella me miraba con los ojos muy abiertos. Me castigaba con su rostro.

―¿Me… me vas a responder?

―Tengo dudas ¿De acuerdo? ―Estallé, de pronto, y las lágrimas recorrieron mi rostro con más vehemencia.

Ella se sentó a mi lado y tomó mis manos, ahora me miraba con un desespero dulce, con un gesto casi maternal.

―¿Pero cómo puedes dudar si eres simplemente magnífico? Nunca había sentido como tú me haces sentir. ―Sonrió, levemente orgullosa. ―Me haces pensar que soy una princesa y una prostituta mientras me acaricias, y me encanta pensar también que yo te hago un hombre de verdad; mi príncipe y mi prostituto. Que te completo. ¿Cómo puedes dudar, entonces?

―Es que… Siempre pienso que… Pienso que estoy haciendo las cosas mal… Pienso que tengo que ser yo el dominado y no yo quien domine. Me da miedo estar por encima de ti, y que de pronto dejes de interesarme, y entonces me interesas cada vez menos, pero cada que siento que te pierdo te deseo más y más, y entonces viene la duda… La duda de si de verdad te amo; de si de verdad puedo ser bueno para ti; de si puedo satisfacerte. Y la duda de si de verdad me amas y quieres estar a mi lado. Viene la duda de si me gustan tus senos, tu sexo, tu feminidad, y luego se deshacen en jirones vacíos, y me quedo solo, encerrado en un intermedio; y después la pesada duda de si de verdad te gusta tocar mi pecho, arañar mi espalda, acariciar mi sexo… La duda de si de verdad te gusta lo que soy. Y la duda me genera destrucción interna. Cada vez camino con las piernas más juntas, la desconfianza crece en mis actos y todo por este estúpido miedo… Y la duda. ―La miré a los ojos. ―Tú mereces algo mejor que yo. Alguien sin… dudas.

Ella me sonrió. Acercó sus labios a los míos. Se cubrió con una toalla por última vez, y abandonó la ducha.
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* Nicolás Tascón es estudiante de Comercio exterior, egresado del Colegio Bilingüe Hispanoamericano, en la ciudad de Tuluá (Valle, Colombia). A su corta edad ha escrito numerosos cuentos y tres novelas. Gustavo Alvarez Gardeazábal lo reconoció como escritor cuando su mamá, que le ha apoyado desde siempre, le llevó algunos textos suyos para que los leyera.

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