Literatura Cronopio

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La temporada del reloj

LA TEMPORADA DEL RELOJ

Por Jacob Price*

— Papi, vas a volver, ¿verdad?—

La pregunta se suspendió en el aire tenso y sofocante.

Ligeramente la puerta hecha de madera rajada se cerró tras las pisadas pesadas de Oscar Moroni Romero Méndez. Dentro de la casucha, el hijo sentado en el suelo miraba hacia la entrada con ojos alumbrados por la esperanza del regreso de su padre. Su madre se acurrucó a su lado y lo apretó en sus brazos, meneándolo antes de levantarse y pasar a la cocina, tomando pasos lentos y tristes. Se limpió la cara con un pañuelo y al niño le murmulló algo no inteligible. El niño se quedó sentado, ignorando la tristeza de su madre y sabiendo ciertamente que su padre volvería dentro de poco. Mami decía que volvería después de mucho tiempo pero el chiquitín se negaba a creerla. Se imaginó todo lo que podrían hacer luego que papi volviese a casa.

Lo primero que harían sería ir al campo de fútbol. Como el niño habría crecido y se habría hecho muy conocido en el barrio por ser el mejor portero entre los vecinitos. Luego seguiría haciéndose famosísimo por todo México. Jugaría para el equipo nacional y bloquearía tiro tras tiro en el campeonato. La visión de su carrera suave y exitosa brilló, ocupando su mente como si fuese una pluma alzada por una brisa celestial soleada y luego revoloteara en el piso. Era un plan sin error ni desilusión para el muchacho. Haría que su padre no tuviera que salir de la casa para trabajar en otro lado.

Volvió la madre de la cocina y le apretó en el brazo, señalando hacia la puerta de su cuarto. El pequeño se estremeció, sintiendo la gravedad de la tierra tomándole de su fantasía y jalándolo al piso. Se dio cuenta de dónde estaba y se puso a caminar hacia su habitación. Al entrar en su dormitorio, hizo una pausa y esquivó la mirada penetrante del reloj colgado antes de seguir. Sonó el reloj. Siempre detestaba escuchar el trueno feo que sonaba cada vez que daba la hora. Lo aterrorizaba porque le recordaba la voz de una historia que le contaba su padre de un jefe de nieve. El jefe de nieve siempre era cruel y hablaba con una voz de muchas aguas corriendo en los ríos peligrosos. El reloj rugió nueve veces. La décima vez parecía decir «jamás». El sudor le cubría la cara y brotaba por todos los poros faciales. Luego que el eco del «jamás» se disipó y aunque resonó en su mente, el niño pudo recoger el uniforme escolar y salir. Le extrañó oír un ruido del reloj. El reloj solía dar toques fantasmales pero no había oído nada así y se sorprendió al escuchar un «jamás».

Corrió de su dormitorio, el «jamás» detrás de él, intentando vestirse al ir a la cocina donde estaba su madre. Llegó sin aliento y su madre le clavó en los ojos una mirada de castigo. Ella le había calmado muchas veces para curarle el miedo del reloj, pero el niño no se pudo calmar nunca. Acabó de vestirse y su madre colocó un plato con dos tamales y arroz delante de él. Sentado en la silla alzó el tenedor y prosiguió a comer. Tras terminar su almuerzo, se levantó y fue a lavar los platos y los cubiertos. Después de limpiar la mesa, su madre inclinó la cabeza, permitiéndole mirar las caricaturas.

Estuvo un rato mirándolas cuando de su habitación salieron los truenos del reloj. Los oídos del niño dejaron de seguir las melodías que transmitía la televisión y se concentraron en el golpeteo de olas metálicas que iban aumentando. Su cuerpo se pegó al sofá y su piel se le derretía debajo del sudor que salaba su carne. Las dos sílabas se repetían —jamás, jamás, jamás…— No pudo contener las lágrimas silenciosas y le salían libremente, rodando sobre sus mejillas empalidecidas. —jamás, jamás, jamás…— Sus manecitas estrechaban los dedos y apretaban más y más los colchones del sofá. —jamás, jamás, jamás…— Inmovilizado por el terror que ahora llegaba ruidosamente a sus oídos, cerró los ojos y frunció el ceño, moliendo los dientes los unos contra los otros. —jamás, jamás, jamás…— Pensó que le salía la sangre por las venas de su antebrazo. —jamás, jamás— Completamente solo y asustado, percibiendo nada sino lo negro de la parte de atrás de sus párpados y la resonancia de los —jamás—. Se detuvo hasta que se pudo recuperar.
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Se levantó lentamente del sofá, sintiéndose sin fuerzas. Empapado de pie a cabeza de su propio sudor, se dirigió hacia el baño formando eses al andar. Ya no le servía la ropa ahora que hedía a sudor y se desvistió y entró en la ducha lentamente. No entendía por qué el reloj lo perturbaba tanto ahora ni por qué ahora le parecía hablar. Los —jamás— circulaban por su mente. Abrió la llave de la ducha y el agua tibia cayó sobre él. Escuchó a su madre decirle que se iba a hacer compras. Se quedó en la ducha, controlando la aspiración y sintiéndose exhausto, dejó que su mente vagara e intentó concentrarse en su fantasía de ser arquero.

Él estaba en el Azteca y era la segunda mitad del partido. Había gente apiñada en el estadio y él, siendo el portero para el equipo de México, se encontraba ante la meta y alzaba los brazos en forma de celebración para animar a los aficionados. El equipo estadounidense era su rival. Caía lluvia tibia de la temporada de huracanes que le mojaba el cabello. Lideraba a su equipo y había bloqueado cada tiro que se le acercaba. Su nombre resonaba por todo el estadio. El entrenador, su padre, estaba al lado del campo mirándolo con orgullo. Nadie había marcado ningún gol hasta ahora y quedaba poco tiempo. De repente, cuando los delanteros de su equipo tenían la pelota y él tenía una oportunidad pequeña de mirar hacia su entrenador, no estaba. No estaba. Él portero no quitaba la vista del lugar vacío que había ocupado el hombre. Se sentía agotado. Un gran «jamás» estallaba y volaba por el estadio. Él miraba a la meta, y veía el balón arrinconado en la red. La vergüenza le invadía. Iba a buscar la pelota y la tiraba alto en el aire. Sus ojos la seguían hasta que descendía sobre el lugar en que ocupaba el hombre. ¿Quién era? A él se le había olvidado. Una lástima oprimente le llenaba el pecho. Debía saber quién era el hombre. La bulla de la gente aumentaba agudamente y veía la pelota caer de los cielos en la meta. —Jamás—. Corría, sintiendo el sudor cubrir su piel y manchar su ropa. Al apresurarse, se daba cuenta de que las piernas se le negaban y que él iba despacio hacia el balón. Otro cortaba el aire y llegaba a la red antes que él lo pudiera bloquear. —Jamás—. Paraba e iba cayéndose al suelo y alguna gravedad lo empujaba hacia abajo. Sentía crujir los huesos al chocar con el campo. Alzaba la cabeza y miraba fijamente en la meta. Pelota tras pelota entraba y las lágrimas se escapaban de sus ojitos. Resonaba un —jamás— cada vez que se metía un balón. La lluvia que lo apuñalaba le quemaba la piel. Sentía que sus entrañas se le salían. —Jamás. Jamás. Jamás. Jamás. Jamás.— Cada trueno disgustado y pesaroso de los «jamás» lo azotaba. El campo se inundaba con gente, la mayoría compuesta de aficionados estadounidenses. Se agrupaban y con una voz unida clamaban:

—¡A la bin! ¡A la ban! ¡A la bin bon ban! ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!

De inmediato el estadio se despejó. Toda la gente menos una mancha negra en el campo desapareció. Caminó hacia él una sombra sin identidad. Habría venido del lado estadounidense, pero no él estaba seguro. La silueta negrísima vacía y sin cara se acurrucó y le apretó en el brazo.

— Papi, vas a volver, ¿verdad?
— Jamás.
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* Jacob G. Price es licensiado en la lengua y literatura por La Universidad Occidental de Washington. Es miembro de Sociedad Nacional Honoraria Hispánica y últimamente es estudiante de maestría en la Universidad de Kansas.

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