LA VENDEDORA DE FADO
Ana Soares era una nueva revelación del fado. Los críticos de Lisboa la consideraban la única y auténtica heredera de Amália Rodrigues. Para mí era un descanso que me mandaran a Portugal a cubrir la historia de una joven cantante, que había comenzado su carrera en la música rock y terminó convirtiéndose en la más fiel seguidoras de la música triste de los portugueses. En un hotel de tres estrellas del centro de la capital lusitana nos habíamos quedado de ver en una mañana de abril para comenzar la entrevista. Llegó a la hora en punto convenida por los dos y un mesero de origen brasilero nos llevó al comedor. Nos indicó donde estaba el pan y el cereal y luego nos sirvió el café con una sonrisa de un hombre que no esperaba propina.
Ana venía sin maquillaje y se veía más joven. En las fotografías de algunos periódicos españoles, y una que había impreso de la Internet, parecía que tuviera más de treinta años pero en realidad al verla esa mañana a través de la luz que entraba por la ventana del restaurante me di cuenta de que era una jovencita asustada con «saudade», es decir con un duende metido adentro. No perdimos tiempo con los prolegómenos de las presentaciones y desde el principio me aclaró que nunca se le hubiera ocurrido que iba a terminar cantando fado. Había comenzado en un grupo de rock, tocaba varios instrumentos, había visto The Spice Girls en un concierto, y jamás se le hubiera pasado por la cabeza que terminaría cantando fados en el bar. Sabía de memoria las canciones de Amália Rodríguez porque su padre las cantaba en casa y eso era todo. Cuando estaba con sus amigos en fiestas privadas tocaba la guitarra portuguesa y si no le daba vergüenza cantar fados. Un día un agente la escuchó en una de estas reuniones familiares y le propuso que cantara profesionalmente. Le tomó cinco años aceptar su destino. A los veinticinco era ya reconocida como un prodigio de uno de los estilos más populares de la música folklórica portuguesa.
Mi jefe en París me había dado tres días para hacer la historia y yo me tomé dos más para andar por las calles literarias de Lisboa. Me habían dado viáticos para un pasaje de ida y regreso en tren de París a Madrid y el boleto de avión a Lisboa porque salía más económico, según la agencia de noticias. El reportaje había salido como mi jefe quería: conversación con la artista, asistí a uno de sus conciertos, entrevisté a los fadistas, a sus seguidores, a sus amigos de infancia y universidad, a sus familiares, a su agente, a los tres guitarristas del grupo, a algunos compositores y otros cantantes del fado menos populares. Mi jefe había quedado satisfecho, como pocas veces, con el resultado. No sé si era por las fotografías que le había mandado vía Internet. Creo que él, como todos los hombres y las mujeres que la habíamos visto, quedamos seducidos con la presencia de Ana, sin ni siquiera haber escuchado sus cantos de sirena en portugués. Así lo pude comprobar cuando le pregunté al mesero brasilero del hotel qué si había escuchado a la cantante.
—Es más, la escuché mucho antes de que fuera famosa porque yo trabajo por la noche en el bar donde comenzó a cantar —me contestó Joaõ María Murta.
Así se llamaba el mesero que había llegado de Minas Geráis a Lisboa. Tenía la misma edad que Ana y nadie mejor que él para contar sobre un ascenso artístico sin precedentes en la música portuguesa y, sobre todo, con un tipo de música que los muchachos ya no escuchaban. El portugués en que hablaba y soñaba Joaõ no era el mismo en que Ana cantaba sus fados; pero la tristeza que les producía a ambos era la misma. Vivía con otros brasileros indocumentados en un barrio de senegaleses. Con lo que ganaba en el hotel y lo que le daban los turistas gringos pagaba su cuota para el alquiler, comía y le mandaba un poco de dinero a su madre en Brasil. A pesar de llevar varios años en Lisboa, seguía siendo un extranjero: entendía con dificultad el portugués de Lisboa, no estaba acostumbrado a tomar vino y extrañaba el desayuno tropero con huevos y chorizo, que le preparaba su mamá cuando era niño. Cuando fue a pedir trabajo al hotel, le dijeron que no le daban empleo a negros africanos, pero cuando el cocinero oyó que hablaba con acento de Minas, le dijo al jefe del restaurante que lo contratara porque era uno de los suyos. Así había conseguido trabajo en el hotel; luego consiguió otro empleo por la noche en el bar donde cantaban fados.
Cuando le comenté a mi jefe de que tenía una historia sobre los brasileños indocumentados en Portugal, me contestó que ya tenía muchas de los albaneses en Italia, de turcos en Alemania, de marroquíes, suramericanos y chinos en España, de senegaleses en Francia, y de ecuatorianos en Inglaterra. Los medios de comunicación europeos estarían interesados en el reportaje sólo si tuviera un ángulo original. En ese momento sentí la misma tristeza de Amália Rodríguez, Ana Soares y los fadistas como Joaõ María Murta.
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* Alister Ramírez Márquez (Armenia, Colombia) es comunicador social de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y tiene un Ph.D en literatura hispanoamericana de Graduate Center, The City University of New York. Ha publicado Reportaje a 11 escritores norteamericanos (Planeta, 1996), la novela: Mi vestido verde esmeralda (Ala de Mosca, 2003), traducida al inglés My Emerald Green Dress (2010) y al italiano Il mio vestito verde smeraldo (2010). Ganadora del Premio 2005 de Literatura en la Categoría Internacional otorgado por el Círculo de Críticos de Arte de Chile. Asimismo es autor de: Andrés Bello: crítico (Ala de Mosca, 2005) y la novela Los sueños de los hombres se los fuman las mujeres (Planeta, 2009). Vive en Manhattan hace veinticinco años. Es profesor de español y literatura hispanoamericana en Borough of Manhattan Community College, The City University of New York. Colabora con Lecturas de El Tiempo de Colombia y revistas de literatura y arte hispanoamericanas. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE).
La vendedora de fado, cuentos de reportero. Es parte de una serie de cuentos «Los vendedores», que cuentan historias de un reportero que viaja por el mundo y escribe para una agencia de prensa en París.