PLUMAS BLANCAS
Me pregunté si toda la burla había valido la pena. Y si estaba seguro de no estar seguro. Y si de verdad había valido la pena.
Y pasaron días enteros y precisos, y puntuales y concisos, y yo me derretía mientras algo halaba a otro algo innominable dentro de mí, en tanto que yo me perdía en mis cavilaciones mientras veía a la gente y analizaba mi complejo de inferioridad absurda; mi deseo de ceder el poder y dejar que mandaran sobre mí contra mi deseo que no era del todo mío de poseer a expensas de mí mismo.
Entonces mis dedos se enrollaban en el aire vacío y ya no había más cuerpo curvado hacia atrás, nalgas contra los azulejos de la pared del baño, y yo tenía que contentarme con el beso del aire, con las secas caricias del aire.
Y la extrañaba y cada vez pensaba más si mi vida estaría a gusto con que yo la compartiera con otros que no fueran ella, y si mis dedos estarían contentos de asirse a otras caderas que no fueran las suyas, y si mis hábitos sistematizados estarían contentos con que yo les sustituyera por unos más vivaces, por hábitos que no se amoldaran a los de ella. ¡Ay! y la extrañaba cada día…
Y caminaba y caminaba, y me duchaba sin pensar en otra cosa que no fuera pensar; y adquiría perspectiva, pero no era tan veraz. Había algo de fondo que me la ocultaba, una bruma callejera aprendida hacía mucho tiempo que no me dejaba liberarme y pararme recto ante el problema absurdo que yo mismo me había impuesto.
Hasta que llegó un punto en el que caminar se me hacía insoportable, soporífero y fatal. Y pensaba y pensaba y mi cerebro se hinchaba hasta explotar para luego rehacerse en vastas nubes de ideas. Y mientras caminaba el asfalto se volvía un campo terroso y de él comenzaban a brotar plumas blancas como florecillas silvestres in the wild, y luego una brisita cadenciosa las hacía mecerse con el mazacotudo aullido del viento voraz. Pero yo ya no soñaba con plumas ni con pitos ni con cascos, pero tampoco soñaba con salir por mí mismo y mirar de través del agua para luego pensar sobre todas las cosas que no me eran mías sino tuyas y que yo había robado y luego tú me habías robado otra vez. Y luego te habías ido dejándome solo. Solo e indeciso. Indeciso y moribundo. Y llegó un punto en que todo se hizo insoportable y sentía que las horas eran eternidades. Y así pasaba una eternidad hasta dos eternidades y luego se decantaban estas en tres, cinco, doce, veinticuatro eternidades, y mis ojos seguían abiertos, todas las venas enrojecidas. Y yo me desvelaba pensando sobre si desearte a ti o desear a alguien más. En saborear las delicias de tu roce o en imaginar carne ajena. En sentirte a ti o a cualquier otra a mi lado…
Llegué a mi casa, cerré la puerta, miré hacia la ventana pero no había notas rosas y la mañana seguía siendo la misma pálida mañana que se repetía cada veinticuatro eternidades, y mis pies reposaban sobre una butaca. Pero tú no estabas. Y tampoco había calor. Y yo iba a morir estallando en mil si no tomaba la decisión.
Y no fue fácil. Pues me llevó horas y eternidades intercaladas con sudor, dolor, pánico y desaliño. Intercambié miradas con un espejo, hablé monólogos completos moviendo las manos desdeñosas hacia arriba, mirando al techo, mi cuerpo como una zeta, las piernas en el respaldo del sillón. Y hablaba con el techo.
De pronto, noté que la noche ya también era una eternidad, y que el día era una infinidad y que mi vida se hacía irresoluble y que me salían unas plumas blancas y desgarbadas como las que le nacían a la tierra por la que yo caminaba. Las miré horrorizado y me puse a llorar. Y seguía hablando solo, y girando en una rueda perpetua, justo en el centro de la alfombra roja circular frente al sillón blanco, frente a la ventana con un pálido amanecer. Y grité y lloré. Pero nadie me escuchó. Y juré decidirme. Moví las tiras de mi mente. Y me decidí completamente. Y luego me arranqué las plumas.
Las plumas eran cabellos unidos eróticamente a un tronco. Eran hebras dulces y blancas, tan pálidas como tu piel caucásica, y cuando yo las soplaba ellas se movían apacibles mientras yo escuchaba los deliciosos susurros de su placer oculto y me placían, y ellas se curvaban hacia atrás como se curvaban tus caderas en un arquitectónicamente perfecto arco, como tus nalgas contra los azulejos de la pared del baño. Y dejaban que yo las consintiera.
Grité tan fuerte que sentí que la garganta se me desgarraba y comenzaba a vomitar sangre; palabras de sangre a borbotones y borborigmos ahogados. Me eché a la tierra mientras miraba hacia arriba y graznaba como si yo fuera un ave. Y gritaba. Y gritaba sangre. Y mis rodillas chocaron contra el suelo en cuanto mi cuerpo se cubría con un sonido instantáneo de plumas. Y tuve que arrancármelas una a una con mis dedos varoniles, y gritaba y gritaba mientras mi cuerpo gritaba sangre. Me arrastré como pude por la casa dejando tras de mí un macilento rastro sanguíneo. Y gritaba y gritaba pero nadie me escuchaba.
Primero acabé con las plumas de los pies, que me dolieron terribles mientras mis piernitas volvían a ser las mismas piernas desgarbadas y flacas que siempre había conocido, seguí arrancándome las plumas púbicas y pectorales y luego abdominales y luego las de los brazos. Viajé hacia la cocina sin dejar de gritar. Mi garganta era un saxo lastimero. Siguieron las del cuello, y gritaba por cada una. Todo el lugar iba quedando llenísimo de plumas blancas; unas plumas puras y blancas y delicadas y femeninas. Pero el dolor no terminaba y yo seguía pariendo gritos de sangre por medio de mi cuerpo lacerado por las bélicas plumillas, y me arrastraba hasta el baño, dejando una enorme hache de dolor tras de mi, una enorme letra de plumajes blancos. Necesitaba lavarme la sangre y el dolor y la indecisión, y tu recuerdo y la muerte que me acechaba tras tu reminiscencia y la vida que me acechaba delante de tu partida. Las más dolorosas fueron las plumas de los ojos, de mis dormilones ojitos azules. Fueron las más difíciles.
Me nacían desde el borde del párpado, desde el borde de las cejas y me recorrían el globo ocular, surgiendo incluso de mi mismísimo iris hacia el mundo. Tomé uno de mis dedos sanguinolentos y me lo acerqué al ojo. Tuve que luchar contra el impulso de cerrarlo y evitar el dolor y cerrarme a mi decisión tomada, pero me mantuve férreo y lo abrí, comprendiendo el sufrimiento que me caería encima tras la decisión, y lo acepté con una sonrisa agridulce.
Entonces mis uñas sucias, plasmáticas, lograron asir los vellos de la pluma principal. Se escuchó un desvanecido clic. Y luego grité y sentí que el yo que había sido se me escapaba por entre ese lamento acérrimo. Tuve que dejar que todo eso se fuera y que la plumita blanca saliera de mi dormilón ojito azul. La saqué y me dejé caer deshecho sobre el suelo emplumado. Respiré vanamente, en un jadeo dulzón. Y luego comencé a arrastrarme. De nuevo volvía a estar desnudo y me arrastraba en medio de plumas que se movían, suspirando como hojas secas barridas por el viento sobre una calle asfaltada, y mi cuerpo ya no alumbraba sangre, sino nada. Porque estaba aturdido de sentir.
Me arrastré hasta el baño. Abrí la puerta de la ducha. Me tiré dentro. Cerré la puerta de la ducha. Y allí de nuevo estabas tú y arqueabas tu cintura como huyendo de mi, y tus nalgas tocaban el azulejo de la pared del baño. Y yo sonreía y lloraba como un hombre. Y una quisquillosa plumita decoraba hermosamente el frente de tu bello sexo.
ALGO
― ¿Te pasa algo?
―No. Nada.
―Sí. Te pasa algo, porque por lo general tú no eres así.
― ¿Y se supone que tú harás algo para cambiar aquello que me pasa?
―¿Ves que sí te pasa algo?
―Responde.
―Yo solo preguntaba…
―Te he dicho que respondas.
―Si pudiera…
― ¿Y si no pudieras? ―Pausa.― ¿Entonces qué harías?
―Nada…―Pausa. ―No podría hacer nada.
― ¿Entonces por qué debería yo arriesgarme a mostrarte mi algo secreto a sabiendas de que podrías no ser el indicado; el cirujano de dormilones ojos azules sentado sobre la silla mecedora junto al fuego crepitante que me extirpe mi probléme?
―Deberías solo confiar. ―Resolución.
―Debería confiar. ―Suspiro. ―Pero no lo hago. Solo me fío de mi mismo.
― ¿Y si no confías entonces cómo vas a creer?
―Lógico y total. No creo; pues no confío.
― ¿Y si no crees entonces por qué estás aquí? ¿Cómo explicas tu suerte de existencia junto al fuego crepitante, sentado en una silla mecedora y con dormilones ojos azures?
―La explico por medio del «algo que me pasa», pues es «eso» lo que me ata aquí más que cualquier creencia o confianza, porque al menos tengo consciencia de que mi «algo» existe y coexiste conmigo, que también existo, por tanto es más real que cualquier farsa de credo o confiar.
―Ten en cuenta que nada es para siempre y en el cauce de la idea tu «algo» desaparecerá. Entonces, cuando ya no exista. ¿Por qué estarás aquí? ¿Qué te sostendrá a esta realidad?
―Si muriese en cuanto mi algo desapareciera no tendría ese ridículo probléme.
―Y si murieres ya no pensarías. Por tanto ya no vivirías. Y si murieses es aún ahora una posibilidad remota; absolutamente insegura. ―Pausa. Mirada profunda. ― Ahora respóndeme tú a mí. ―Sonrisa. ―¿Estás seguro de que el algo permanece impertérrito? ¿De que no se ha efectuado ningún cambio sobre él? ―Sonrisa ensanchada― ¿Seguro de que el algo todavía existe y de que sigues tan obstinado como para decirme qué es lo que te pasa? ¿Seguro de que no te pasaba nada? ¿Seguro de que este medio minuto de conversa no afectó en nada a tu alma?
―No se vale. Te callas y te vas.
―Como ordenes… Maestro.
DOCE
Acabábamos de hacer el amor en el baño, y la plumilla en su sexo se desvanecía como si no hubiera sido más que una vana ilusión de mis dormilones ojitos azures. Volví a enrollar los dedos en torno a su cadera, pero ya no me importó más su placer, ni el mío siquiera; pues había algo más al fondo que no lograba descifrar pero que intentaba alcanzar en mi voraz carrera errática hacia el punto álgido. Y es que había intentado ser perfecto durante tanto tiempo que había suprimido el instinto, pensando que así mi pensamiento sería más puro, obtendría una vida más humana. Pero fallé porque no era cierto. No me daba cuenta de que es realmente en el instinto en donde se encuentra la más pura perfección. Fuese yo el domado o el domador.
De nuevo volvía a olerme a seda, a sexo, a mujer. Enterré mi nariz en su cuello, mientras ella soltaba un exabrupto, entretenida. Y en mi gruñido felino; casi como el de un león, ella se revolvía bajo mi cuerpo, soltando grititos de puro contento.
Porque entendía que ya no era yo con quien sostenía relaciones sino con mi nuevo yo. No le molestaba agarrarme despacio y dejar que yo la acariciara con fuerza. Que la hiciera girar a mi ritmo. Le gustaba ser guiada. Y a mí, alegremente, me gustaba mi rol.
Salimos a pasear un rato en mi carro. A ella también le gustaban las WayFarer. De camino al restaurante me di cuenta de que pasábamos por la tienda de ropa, en donde había música sexy classy. Sonreí. Ella así. Ambos recordábamos la mano llena de saliva y la cortina blanca.
Ya no había más duda. Solo quedaba una certeza ligera que se leía en mi rostro y en mí caminar, y en el de ella y en la forma en que me miraba. Había sido tan fácil que resultaba molesto. Pero bien, ya estaba.
Y es que realmente no importa. Si me siento a escribir mi vida y la de otros, o si solamente me paso la tarde comprendiendo el indescifrable significado del cielo. Y es que realmente no importa. Y es que realmente eso es lo importante.
Porque en la poca trascendencia que se le da a los actos es que se encuentra la verdadera importancia. Si no le damos valor a nada de lo que hacemos entonces podemos proclamarnos libres porque ya no somos esclavos de nuestra propia humanidad y la existencia se convierte en una más fresca y el mundo en un lugar más apacible. Y yo ya no la extrañaba. Y me encantaba hacerle el amor en el baño, y besar su cuello y tocar su olor a seda, a sexo y a mujer.
Puede ser que en algún lugar del planeta exista alguien con mis dormilones ojitos azules, o con el cabello cobrizo y el andar latino de la mujer latina que consideré como mi madre en una vida alternativa, o como el señor de gran pansa que tenía esos tics asfixiados. Puede ser que en algún lugar del planeta haya alguien sentado en una silla mecedora, leyendo una novela, o una recopilación de cuentitos enloquecidos frente a un fuego crepitante, y que afuera haga frío y que haya gente con nombre de pronombre. Puede ser que en medio de la carretera alguien se detenga, haga un disparo y haya luces en el cielo. Todo puede ser… Es la manera en que vemos el mundo. Puede ser que mi vida sea la misma que la vida de alguien más que camine en silencio junto a mí. Y lo más maravilloso es que nunca lo sabré; es que nunca estaré condenado a ese conocimiento y que nada me importa. Y por eso soy libre.
Libre de volar entre las letras, de besar sus labios rojitos, de convertirme en un pájaro y luego ser un poderoso escritor que tiene miedo. Soy libre de tener unos ojitos dormilones azules o de caminar con una gran pansa mientras toso, o recorrer el mundo con un cadencioso andar latino. Soy libre.
Ahora, mientras enrollaba distraidamente los ravioles y no podía parar de mirar cómo se movían sus labios resaltados con lápiz de labios rojo, me daba cuenta de qué tan maravillosa había sido mi vida; o mis múltiples místicas vidas dispuestas e indispuestas en un día estrictamente normal que cada vez estaba más lejos de serlo.
Me daba cuenta de que la vida era magia. Y era por sobre todo vida. Me daba cuenta de lo inimaginablemente poco importante que había sido mi vida, y de que por eso había sido simplemente un espectáculo mayestático; y me daba cuenta de que todo este tiempo había estado riéndome de mi propia locura sin poder parar, hasta que ella se unió a mis risas y todo el restaurante nos contempló inocente como si fuera una obligación detener el infantil crimen de reírse a carcajadas incontrolables dentro de un local que demandaba toda la ridícula seriedad del caso.
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* Nicolás Tascón es estudiante de Comercio exterior, egresado del Colegio Bilingüe Hispanoamericano, en la ciudad de Tuluá (Valle, Colombia). A su corta edad ha escrito numerosos cuentos y tres novelas. Gustavo Alvarez Gardeazábal lo reconoció como escritor cuando su mamá, que le ha apoyado desde siempre, le llevó algunos textos suyos para que los leyera.
Què maravilloso es leer a Nicolàs Tascòn, porque en cada uno de èstos textos se percibe una increìble irreverencia pero con una profunda honestidad, hacièndolos ùnicos y tan suyos! Felicitaciones.