INMORTAL Y OTROS RELATOS
Por Roberto Enrique Araque Romero*
Aun después de ese instante, inclusive segundos antes, no hubo caricias, ni miradas, ni palabras, ni silencios. No hubo nada. Pues todo se limitó a una sonrisa mal pagada y al zumbido del aire que zarandeó las cortinas al trancar la puerta. Su cuerpo yacía tendido sobre la cama, sudoroso, casi virgen y extenuado. Las sábanas, testigos húmedos de lo que fue todo menos amor, saborearon por pocos instantes el néctar de lo que en su tiempo era un cuerpo frágil, gracioso y ligero. Luego, con la serenidad de una pluma que flota libre y sublime sobre un trigal, se levantó. Preparó el terreno; retocó sus labios, enjuagó sus muslos, limpió su vientre, acarició y elevó sus colinas, reacomodó su cabellera y se atavió transparente.
Frente al espejo yacía un monumento. Vistió la pijama cual paladín escudo y espada; posó sus pies sobre tacones —que bien podrían simular un corcel negro— y abrió la puerta a un mundo de música, risas y baile. Tras el dintel se veía la figura de una diosa andante, que dispuesta a luchar contra demonios y dragones, sonreía; no le importaba pues era de las más antiguas en una profesión milenaria. Además, inmortal.
MI NOMBRE DE LORO
Si la calidad de la obra de un artista supera su ego, entonces es bueno.
La mayoría de mis excompañeros de clases me conocen por mi primer apellido. Es fácil de recordar. Cuando estudiaba, si alguien en mi liceo deseaba encontrarme y pronunciaba mi primer nombre inmediatamente le preguntaban una descripción o algún sobrenombre. Eso se debía a que, como era un lugar enorme y asistían como quinientos muchachos, tenía varios tocayos. Conocí algunos; estaba un gordo que puso un espejito en su zapato; el flaco que me dio un codazo jugando basket en tercer año; el trigueño que se la pasaba jugando truco, tenía una hermana que terminó siendo puta; el echón que estaba en el cuadro de honor y siempre quería ser el primero en todo; también había una chica que hubiese tenido el mismo nombre sino fuese porque el suyo terminaba en «a»; y otro flaco que no hacía nada diferente, pero también tenía un apellido raro. Esos fueron los que conocí, o con los que tuve trato. Habría otro montón con el mismo nombre, que hacían las mismas cosas y se vestían igual de lunes a viernes, pero no tengo ni la más mínima idea de sus vidas.
Esta cuestión del apellido me marcó desde la escuela. Siempre era el primero que nombraban cuando pasaban la lista de asistencia. Me sentía orgulloso de mi apellido; es raro y parecía extranjero. No es como un González, Romero, Martínez o Rodríguez, es diferente. Una vez la maestra de sexto grado me preguntó de dónde eran mis padres, respondí que eran de mi casa. Años más tarde esa respuesta permitió realizar la fantasía de todo estudiante adolescente. En parte adjudiqué esa victoria a mi apellido. Tener uno así era como ganarse la lotería, lo creí desde la primaria. Era lo único que me diferenciaba del resto y tenía que explotarlo. Un día dibujé un escudo de armas y les dije a mis compañeros que pertenecía a la realeza, y por supuesto nadie me creyó — aún me joden la paciencia por esa chiquillada—. En cambio, en mi casa era una cosa diferente; siempre me llamaron por mi primer nombre, por lo menos por un tiempo. Sucede que, un par de años antes de irnos para la ciudad, se mudó una señora a la casa de al lado. Venía de Barinas —un estado de Venezuela— y era una mujer de una edad considerable, viuda y sin hijos. Tenía una mascota; un loro. Lo adoraba, no lo tenía enjaulado y lo mimaba todo el tiempo. Como no había muchos carajitos por donde vivía, me la pasaba en casa de la señora curioseando. Noté que a veces el loro se perdía por unos días y volvía. Era raro o por lo menos lo pensé así hasta que me enteré de su habilidad. Él era especial, la señora lo había entrenado y macumbeado con una brujería que ya no se practica; bastaba que le susurrara un mensaje seguido de unas oraciones, y el animalito volaba a donde la vieja quería. Cuando llegaba repetía lo que le habían dicho hasta que alguien le dijera las mismas oraciones que la vieja había pronunciado, la respuesta al mensaje y otra vez las oraciones para que el loro se devolviera. Era como la versión mejorada de una paloma mensajera.
La cuestión era que el lorito tenía mi nombre, y como lo tenía bien entrenado cada vez que lo llamaba a comer o a llevar mensajes el bajaba de donde estuviera. Por lo general estaba en una mata de guayaba que estaba en el patio de mi casa. Por otro lado mi mamá, como yo era muy callejero, siempre gritaba mi nombre; a veces para comer, otras para que hiciera la tarea y muchas para caerme a palos por cualquier vaina. A veces, cuando me llamaba, bajaba el lorito. Eso era un peligro porque teníamos un perro que llamábamos Terrible. Él, cuando era pequeño, mataba a las gallinas y palomas. De adulto era peor; atacaba a toda persona que no fuera de la casa y se fugaba por las noches. Si el lorito bajaba y el perro lo alcanzaba, no quedaría mucho.
Una vez sucedió y el perro de vaina lo mata; le arrancó una patita. Pensé que moriría, pero aguantó como los grandes. La señora cuando se enteró casi que le da un infarto y le formó un peo a mi mamá. Por suerte el animalito sobrevivió, al tiempo se le podía ver con una patita de palo amarrada al muñón, pero no volaba mucho y cuando lo hacía se le veía torpe. A veces llegaba a la casa y le decía a mi mamá que le regalara azúcar o lo que sea, entonces ella me daba una taza con azúcar o lo que fuese y me enviaba junto con el lorito a casa de la vecina. Allá la señora le susurraba al lorito la oración para que dejara de repetir «Azúcar vecina, Azúcar». Ella empezó a entrenar otro lorito, me dijo que me enseñaría la oración y lo hizo, pero aún no he logrado lo que hacía aquel. Dejé de intentarlo hace mucho.
La cuestión fue que mi madre, para evitar que se repitiera el incidente, empezó a llamarme por mi segundo nombre. Entonces así fue como sucedió; en la escuela me llamaban por mi apellido, en mi casa por mi segundo nombre y sólo mi novia llegó a llamarme por mi primer nombre años después. Nunca me gustó, es nombre de loro. Pero cuando nació mi hijo, mi esposa insistió en ponerle el nombre del loro por la historia referida.
EL JUEGO
Soy distraído. Muy descuidado. Terriblemente despistado. Podría estar una viga frente a mis ojos y no me fijaría en ella, sino en la pluma que a lo lejos flotaría sobre un pastizal que ni siquiera sería real; sería tan imaginario como las sensaciones de felicidad o tristeza que me agobian durante el día y la noche, o la pluma misma. Pero la viga sí. Y su golpe también. El dolor no provendría del impacto, sino de la culpa. Pues, como suele pasar, se acercaría despacio. A paso lento pero seguro. Fácil de eludir. Nunca oculta. Y sin embargo allí habría un resultado, una herida franca y abierta que crecería, crecería y consumiría todo mi ser. Acabaría con todo ápice de bondad. Porque la culpa, saber que siempre estuvo allí y no haber reaccionado, es lo que más duele y atormenta.
Practico ajedrez desde los doce años. Nunca llegué a ser profesional, pero he logrado solemnes victorias ante algunos que presumen serlo, pero distan por décadas. También obtuve un trofeo en un torneo nacional y desde hace algunos meses tomé una rutina; todos los miércoles voy a la plaza que está frente a la alcaldía y explico partidas magistrales. A pesar de que mi función es eminentemente didáctica, siempre se presenta alguno que otro contrincante. Durante largo tiempo no conocí la derrota. La noticia tomó carácter nacional, desde otros estados venían retadores; todos y cada uno recibieron sendas y brutales derrotas. Eran masacres y yo el Gran Gengis. Disfrutaba cada victoria, además recibía buena paga por mis enseñanzas y la admiración de un grupo bastante heterogéneo. Ya cuando el asunto estuvo a punto de tomar carácter internacional, llegó Jesús —un amigo de infancia— y me retó a una partida.
A Jesús lo conocí en el sexto año de primaria. Él fue quien me enseñó a jugar; me explicó el movimiento de las piezas y la «jugada del pastor». Recuerdo que era muy apegado a él. Soy hijo único y, a pesar de todo, lo considero como lo más cercano a un hermano. De hecho, él fue quien me presentó al amor de mi vida y fue compañero de residencia en la universidad. Logró graduarse antes que yo y con honores. Apenas terminó, se marchó a Francia, perdí el contacto con él. Regresó hace unos días. Intenté rememorar los buenos tiempos, pero había algo que no me lo permitía. No obstante, lo que sí recordé fue cuando María Antonieta, quien fuera su novia en la universidad y prima de ese amor lejano, dijo algo acerca de Jesús:
«Hasta el perro cuando sabe que la va a cagar se asusta.»
Era algo pesado, más si es en una reunión familiar. Pero María era muy perspicaz. Éramos muy cercanos, buenos amigos. Siempre la consideré buena persona, pero nunca me llamó la atención, pues mi sol ni se ocultaba ni emergía con ella, sino con otra persona, Sara. Ella era, y aún es, mi todo. Asimismo madre y esposa, amiga y amante, pues nunca pide nada a cambio o por lo menos por un tiempo. Y, aun lejana, la recuerdo con un grado infinito de nostalgia y rencor. Así como un sorbo de ese dulce que es veneno también.
Él casi sin mediar palabras se sentó frente a mí. No saludó. No sonrió. No preguntó si quería jugar, simplemente se sentó y comenzó a organizar las piezas. Tomó las blancas. De manera instintiva organicé las mías y esperé el primer movimiento.
Él comenzó la batalla. Realizó un movimiento extraño; una apertura inglesa que se convirtió, después de algunos movimientos, en una trampa. Respondí con una peculiar Defensa India de Rey, aún no entiendo por qué lo hice.
Inició con c4. Hace algunos meses me habló acerca de la vida y de los golpes. También de esperar lo inesperado. Ese día fuimos a la playa, María estaba con Sara; ni sabía dónde ni qué hacían, supongo que cosas de mujeres. Respondí con mi caballo en f6. Era el día de su despedida, partiría el siguiente a París. La casilla d5 era vital para mis planes a largo plazo, así que posó su caballo en c3. Sara no se apareció sino hasta la tarde, estaba algo alterada, sin María y con un moretón en el cachete. Por un momento olvidé mi centro y me concentré en la defensa, coloqué mi peón en la casilla g6. A Sara nunca le simpatizó Jesús, lo consideraba descuidado, arrogante y patán. Ella me contaba acerca de sus aventuras y de cómo trataba a María. Sin inmutarse jugó su peón de rey, lo desplazó hasta la casilla e4, con esto ya se afianzaba en el centro. María brillaba por su ausencia, Sara comenzó a beber ron, tal cual un borracho de tasca. Para evitar males mayores puse mi peón en la casilla d6. Jesús ni preguntó por María, parecía que yo era el único preocupado por su ausencia. Respondió con d4. Ambos luchábamos por el centro. Recuerdo que fumaba, le encantaba Malboro rojo. Nunca me molestó que lo hiciera, cada quien hace con su vida lo que considera necesario. Coloqué mi alfil en g7, con esto buscaba recuperar los espacios perdidos en un contraataque. Sara se sentó a mi lado, me abrazó y miramos, casi como un solo ser, las olas reventar en la orilla. Movió su caballo a la posición f3, eso era guerra. Las piezas estaban listas para la masacre. Él se mantuvo callado, ella hablaba acerca de no sé qué cosas. Parecía estar muy descompuesta. Realicé un enroque corto, debía proteger mi Rey. Me extrañó la actitud de Sara, pregunté qué había pasado con María. Posó su alfil en e2. No respondió. Él, como si le hubiesen preguntado, dijo que todas las mujeres eran putas y que luego sentían remordimiento por las puterías que ellas mismas causaban. Inicié, sin meditar, la masacre; jugué mi peón en e5, un intento no valiente, sino temerario. Ella se alteró, no sé si por el ron o por la respuesta de Jesús; le lanzó la botella, le dio en el mentón. Él no respondió mi ataque, sólo movió su alfil a la posición e3. A pesar de que el golpe le ocasionó una rajadura y sangraba, se echó a reír. Ataqué, jugué mi peón en d4, respondió con su caballo. Fue un cambio muy poco favorable pues ese caballo resultaría dañino. Tomé el control de la situación, calmé a Sara. Expresé que lo que hiciera Jesús con María no era nuestro problema. Jugué mi peón en d6. Él afianzó su peón solitario en d4 con la ayuda de otro en f3. Quise ver cómo estaba la herida de Jesús, pero no me dejó. Tomó una servilleta y dijo que caminaría por la playa. Moví mi torre hacia e8. En vista de una posible amenaza, retiró su alfil a f2. Le dije que buscara a María para regresar juntos, lo que no sabía es que María ya había tomado un taxi. Coloqué mi peón en d5, quería un cambio de piezas. Respondió, contrario a lo que esperaba, con su peón en e4 y atacó la posición d5. Respondí con mi peón en c6. Lejos de hacer un cambio con su peón, lo movió a c5. Quería saber qué pasaba, por eso insistí en regresar juntos. No fue así, él se marchó y me quedé con Sara. Mi caballo Brincó a c6. Le pregunté a Sara qué había pasado con María. Él realizó enroque corto. Ella, por un instante, me vio con mil miradas de lástima y sonrió.
Jugué mi caballo en h5, con esto descubría mi alfil y preparaba un ataque para el caballo en d4. No se inmutó, sólo movió su reina en d2. Era obvio, colocaría su torre en d1. Moví mi alfil en e5. Ella me dijo que María dejaría la universidad, que estaba harta de todo. Adelantó su peón en g3, era evidente que estaba prevenido. Moví mi alfil en h3. Le pregunté por qué dijo eso, quería sacarle todo lo que sabía. Siempre supe que Jesús era un patán con las mujeres, pero debió pasarse de la raya. Movió su torre a e1. Coloqué mi caballo en g7. Realizó el movimiento de torre esperado, d1. Respondí con mi torre en c8. Descubrió su reina al mover el caballo que estaba en d4, lo colocó en b5. Ella no respondía, sólo miraba las olas. De repente rompió en llanto y preguntó si la perdonaría. Jugué mi peón en a6. No respondí, la abracé y le dije que la quería. Allí comenzó la catástrofe, jugó su caballo en d6 apoyado por ese peón solitario que dejé vivir. Cambié mi alfil, que estaba en e5, por ese caballo, el peón permaneció solitario en d6. Di por muerto ese peón y adelanté el mío a d4, lo protegía mi caballo. Respondió con su caballo en e4, con este movimiento protegía al incómodo peón. Ataqué a ese caballo con mi alfil posicionado en f5. Sólo adelantó su peón a d7, como entregándolo. No moví mi reina, lo ataqué con el alfil. Sin embargo, ya estaba perdido. Sara me dijo que Jesús, cuando eran niños, se asomó a su casa con una cayena y una cartita de lo más cursi. A partir de ese día, todos, y por casi un año, le regaló una cayena; la dejaba frente a la ventana de su cuarto. Ella lo rechazó porque era muy feo, pero el día cuando dejó de recibir las cayenas, entendió que lo extrañaba. Comenzó a contarme acerca de su pasado, pero eso no era lo que quería saber. Habló de su papá y de cómo sus madres los imaginaban casados. Quise interrumpirle, mi madre había muerto cuando era niño y no le encontraba sentido a lo que decía. La dejé hablar. Movió su alfil a d4 y acabó con mi peón. Respondí con el caballo, pero él ya estaba prevenido. Su reina tomó mi caballo y se colocó amenazante en esa posición. Sara seguía hablando, la tarde caía. No la escuchaba, sólo miraba sus lágrimas. Sospechaba que algo se avecinaba. Ubiqué mi caballo en f5, pero el mal ya estaba hecho. Tomó mi alfil que estaba en d7 con su reina. Desesperado moví mi reina a b6 y dije «jaque», él sonrió. Respondió desplazando su rey a h1. No entendía su actitud, se peleó con María, le lanzó una botella a Jesús y ahora lloraba como una niña contándome cosas que no venían al caso. Le dije que cuando mi mamá murió, me tocó ver su cadáver; ya ni recuerdo cómo era, veo sus fotografías y me parece una completa desconocida, pero en el funeral lloré. Que sólo se llora lo que se ama. Ella no me miró, sólo acercó su rostro a mi pecho y me abrazó. Coloqué mi torre en d8. Movió su reina a a4. Realicé un cambio con su torre en d1; su reina volvía a la posición inicial. Ella dijo que tenía algo que decirme, que era bueno. Moví mi reina a b2. Colocó su reina en b1. Coloqué mi torre en c2. Realicé un cambio de reinas. Ella me dijo que era importante, pero aún no entendía cómo algo bueno podía causar tanto desarreglo. Movió su alfil a c4. Respondí con mi caballo en d4. Movió su torre en e3. Y allí fue cuando me rendí, no veía salida. Me levanté y estreché su mano. El juego ya estaba perdido, no tenía a dónde ir. Sara, permaneció callada por unos instantes.
Cuando habló, marcó un punto de inflexión, ya lo nuestro no sería lo mismo, o mejor dicho, no sería. Durante breves instantes recordé los días en la universidad, las veces que borracho me quedaba dormido en casa de Jesús y por la mañana ella me buscaba. Siempre me discutía. También al hablar de lo idiota que era Jesús y de cómo alguien tan patán podía ser tan inteligente. Asimismo, cuando lo llamaba idiota, él reía. O la vez cuando él le gritó puta y ella lloró. Igual con los días de infancia; al manejar bicicleta hasta llegar al caño, o en las clases de catecismo, las noches en el campo y las vacaciones en Mochima. Recordé cómo María Antonieta miraba a Sara, una mezcla de envidia y amor. De cómo Sara sonreía y recogía su cabello, la escuela, el liceo, la universidad y la despedida, que no era la de él, sino la mía. Tantas cosas, tanto en tan poco tiempo.
Luego Sara tomó aire, bebió ron, me miró a los ojos y dijo:
—Estoy embarazada.
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* Roberto Enrique Araque Romero, nacido en Venezuela, es ingeniero mecánico. Escribe bajo el pseudónimo de Morpheo. No ha recibido premios ni reconocimientos, aunque sí ha publicado relatos suyos en las revistas electrónicas «Whisky en las rocas» (México), «Letra Muerta» (Argentina), «La ira de Morfeo» (Argentina), «Heterus» (Colombia), «Mal de ojo» (Argentina), «Pez de plata» (Venezuela), «La palabra» (España). También ha publicado los libros de cuentos «Todas las putas van al cielo» Primera edición electrónica realizada por «Colectivo Río Negro» (Chile, marzo de 2013), «Todas las putas van al cielo» Primera edición impresa (cartonera) por «Casimiro Bigua ediciones» (Argentina, diciembre de 2013). «Todas las putas van al cielo» Primera edición impresa en portugués en proceso. Correo electrónico: Robertoenriquearaque@gmail.com. Blog: https://exodoliterario.wordpress.com/
«La cuestión era que el lorito tenía mi nombre, y como lo tenía bien entrenado cada vez que lo llamaba a comer o a llevar mensajes el bajaba de doónde estuviera.»
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