SABERES LOCALES EN FINIS TERRAE, SUBVERSIÓN DEL DISCURSO COLONIAL EN LA LITERATURA CHILENA Y ARGENTINA
Por Silvia Nagy-Zekmi*
[blockquote cite=»Pablo Neruda, Canto general» type=»left, center, right»]Si tuviera que morir mil veces
Allí quiero morir[/blockquote]
Las teorías postcoloniales consideran los llamados saberes locales como saberes subalternos en oposición, o al menos en resistencia a los saberes imperiales. En el caso de la expansión colonial europea (las más explorada por las teorías postcoloniales) esta yuxtaposición se manifiesta en el eurocentrismo, es decir, las prácticas culturales europeas se elevan a la universalidad sin considerar contextos locales, tildando de inferior toda característica cultural que no se conforma con los valores europeos. De esta manera se crea el pensamiento dicotómico que fundamenta no sólo la ideología de la Modernidad, sino la de la expansión colonial que se basa en la diferencia cultural —que la convierte en la «misión civilizadora»— y en la diferencia racial que sirve de justificación a la opresión y esclavización de los pueblos originarios.
Una de las tareas del razonamiento postcolonial es crear un locus desde donde los saberes locales pueden manifestarse y producir una «relectura del paradigma de la razón moderna» (Mignolo, «Herencias coloniales» 4), a la inserción de lo europeo como superior (en Latinoamérica, en este caso) con la colonización; relectura que tendría un impacto epistemológico inmediato y también de largo plazo, ya que el eurocentrismo tiende a minusvalorar los «saberes locales» e imponer una visión histórica monológica que enfatiza la europeidad del continente y establece conexiones epistemológicas que perpetúan esta visión. Para manifestarse en contra de esta tradición —no solo epistemológica sino también discursiva— se abre el diálogo y se crean estrategias de resistencia, cuyas manifestaciones ostentan una serie de prácticas que van desde la transgresión discursiva (de tradiciones [literarias] canónicas) que rompen con el lenguaje jerarquizante de la nomenclatura colonial y proponen la invención de un nuevo lenguaje inclusivo de diversas formas de saber por medio de prácticas heteroglósicas.
Para proveer un ejemplo del revisionismo en los discursos históricos, vale recordar que un gesto innegablemente postcolonial de los pueblos colonizados es recuperar su denominación propia, ya que, frecuentemente, el colonizador había impuesto un nombre ajeno señalando así una posición superior de poder (la que le permite nombrar; cf. Patricia Seed, Ceremonies of posession en el que la autora consagra un capítulo al mecanismo de apropiación colonial). A la vez, imponer nombre es una «ceremonia de apropiación que señala el comienzo de una nueva era y la ruptura con el régimen anterior. Varios libros mencionan a los «indios araucanos», (Eliseo Tello, El Padre Augusta, Rodolfo Lenz, Toribio Medina, Andrés Febres y otros), en cambio, la historia relatada por un cacique mapuche, (Pascual Coña, al Padre Moesbach) habla de mapuches. (Además de los mismos mapuches, varios historiadores y antropólogos revisionistas —como por ejemplo, José Bengoa Cabello, adoptaron esta denominación que revela su posición contestataria frente a las historias de perspectivas coloniales y eurocéntricas—. La diferencia se manifiesta textualmente en el nombre que identifica al grupo. Por lo tanto, este tipo de ambigüedades —que resultan de una obvia intencionalidad— resaltan la necesidad de reconocer la subjetividad del discurso histórico en particular, y la del discurso en general.
La relación dialectal entre «historias locales y diseños globales» (con referencia al libro de Mignolo) se revela en las dos obras que tematizan la colonización de la Patagonia (chilena y argentina) tratadas aquí en detalle, elegidas porque ejemplifican mi postulado central, en cuanto desentierran, reviven, reescriben y desenmascaran las historias borrosas en el palimpsesto patagónico insertando diversos códigos culturales que resultan en un collage de subjetividades; articulando así una historia hibrida de una variedad de elementos discursivos. Tanto en el poemario de Christian Formoso, El cementerio más hermoso de Chile (2008), como en la novela, La tierra del fuego (1998) de Sylvia Iparraguirre publicada una década antes, los saberes locales aparecen no sólo como un contrapunto a las macro-narrativas inspiradas en la misión civilizadora, sino también como catalizadores de elementos humanizantes del colonizado, el que en las representaciones coloniales había sido «alterizado» y despojado de su humanidad mediante el proceso de subyugación.
Esta postura autorial [sic] de buenas a primeras descarta la objetividad (de todos modos imposible), e insiste en la representación de una historia subjectiv(izad)a, homocéntrica, la que necesaria e inevitablemente revela su arraigo en los saberes locales frente a la historiografía colonial que tiende a construir una historia jerárquica y homogeneizante de una nación. En un gesto, sin duda, postcolonial, ambas obras problematizan el ámbito contestatario a partir del cual se articula la agencia del sujeto hablante (cf. The Empire Writes Back de Ashcroft et al.) desmintiendo a los registros históricos, digamos, «oficiales.» ¿Cómo se producen estas «historias oficiales»? Michel Foucault —que ha consagrado gran parte de su obra al escrutinio de la relación entre el saber y el poder— insiste en la naturaleza recíproca de estos dos términos y sugiere que «la producción del conocimiento y el ejercicio administrativo del poder se entrelazan y cada uno comienza a incrementar al otro» (citado en Allen 70). En otras palabras, cualquier poder presupone un discurso que lo legitime y recree las relaciones de dominio. De esta manera crea el poder saberes y ejerce la concienciación de los sujetos que están inmersos en la lucha por obtener o mantener el poder. Estas relaciones que atraviesan toda la sociedad no pueden existir sin un discurso que les otorgue justificación intelectual, política y aún moral a las «verdades» epistemológicas establecidas parcialmente por repetición, pero también por la marginalización de otras posibles posturas.
De esta manera, el discurso controla las prácticas sociales llevando a cabo este control sobre los conocimientos, calificando aceptables algunos y rechazando otros, creando así lo normativo para un momento epistemológico específico. Sin embargo, el episteme cambia constantemente, por la misma mecánica de su función: la norma es una posición ideológica que se crea descreditando y deslegitimando otras posiciones. Sin embargo, el poder, mediante el cual estas diversas posiciones se relacionan, mantiene un balance mutable e inestable.
Por eso los discursos contestatarios que, a partir de varias posiciones se oponen a lo normativo tienen un papel cardinal en los cambios sociales, porque son los que activamente promueven la desestabilidad discursiva que, a su vez, suscitan los cambios. Las acciones (violentas o no) son consecuencias de los cambios sembrados en los discursos. Sin embargo, la historia centra sus indagaciones en la acciones más que en los cambios discursivos. Pero la historia no es una ciencia independiente de la experiencia humana (pese a que se considere, en la nomenclatura educacional, una «ciencia social»), por consiguiente, en el discurso histórico siempre debe de haber un sujeto narrante. De modo que el método científico caracterizado por su obsesión con lo objetivo, no puede proveer una base factible al discurso histórico, por su inalienable elemento humano. Formoso opina que «no es posible construir ninguna experiencia humana que valga la pena […] sobre conceptos que no estén semantizados por la inminencia de una carga profunda de amor. Que toda experiencia —propia, de país, de continente, de época— debe ser resignificada apuntando a eso» (Formoso en González).
Los autores en cuya obra se enfoca este artículo crean un discurso literario complementario y alternativo a los históricos, relatando la colonización del territorio patagónico. Con respecto a los aspectos personales que motivaron la selección de este espacio, la Patagonia que, sólo con el sentido más desarrollado de ironía se podría considerar un bucólico locus amoenus, Formoso expresa «una angustia personal y plural y de territorio» (González) mientras que Iparraguirre habla de un «fuerte magnetismo» que se experimenta en «el fin del mundo» (Berlanga).
Ambos autores escriben sin una gota de paternalismo «no quise escribir la historia del noble salvaje» dice Iparraguirre, en cuya novela el Imperio Británico es construido a partir de un doble ángulo: por un lado, desde Ushuaia (literalmente, finis terrae, el fin del mundo) donde habita(ba)n los indígenas yámana (conocidos también como yaghan, ahora extintos cf. Lanata 57), y por otro, desde Londres, adonde el Capitán Fitzroy llevó secuestrados a cuatro de ellos en 1830: El’leparu, Omoy lume, O’run-del’lico and Yok’cushly (Fitzroy les dio los nombres siguientes: Fueguia Basket, Jemmy Button, York Minster and Boat Memory, cf. Jardine 113) y registró el evento en su diario de la manera siguiente: «Había pensado llevar a los fueguinos a Inglaterra pensando en los beneficios que les daría conocer nuestras costumbres y lenguaje. Esto compensaría la distancia provisional de su país» (citado en Fischer, «Darwin’s Intellectual Legacy to the 21st Century»).
Tanto en el poemario de Formoso como en la novela de Iparraguirre se explora el proceso que va «del lenguaje personal al lenguaje colectivo, y al lenguaje del poder» uniendo así el discurso personal e individual con el plural y colectivo que abarca experiencias «propias, de país, de continente, de época» (González), asignándoles nuevos significados que forman la base de una negociación poética con las versiones arraigadas en los discursos del poder. La escritura de resistencia (Harlow) se articula a partir de la raíz solidaria de las obras en cuestión, «semantizada» por la mencionada «carga profunda de amor» (González). El narrador en La tierra del fuego explica el funcionamiento del discurso de resistencia con la metáfora siguiente:
cuando un grano o un parásito se introducen en la valva, la ostra se defiende del cuerpo extraño y comienza pacientemente a envolverlo con su hilo de nácar para inmovilizarlo; de esto resulta un objeto único. Su instinto, como de todo animal, es defenderse, sólo que su defensa produce una perla. […] ¿Podré considerar esta historia como ‘mi perla’? (83)
Uno de los posibles métodos de resistencia aplicable al nivel de discurso es la reapropiación. Como se mencionó anteriormente (Patricia Seed en Ceremonies of Possession), nombrar es una de las ceremonias de apropiación y ambos autores reconocen la importancia de la recuperación de los nombres como un gesto liberador. De hecho, la motivación primeriza de Iparraguirre de escribir esta novela surgió de la anécdota, según la cual el capitán Fitzroy le puso este nombre a Jemmy Button (botón), uno de los cuatro yámanas secuestrados por él, por haberlo cambiado por cuatro botones de nácar (Roffé 102). El cambio en la actitud del indígena de resistencia pasiva a la activa se manifiesta en la recuperación de su nombre:
Extendió las manos y me tomó los antebrazos por arriba de las muñecas. Me apresuré a hacer lo mismo.
—Omoy-lume —dijo.
—¿Omoy-lume?
—Jemmy Button, no. Omoy-lume es mi nombre. (152)
A su vez, en un gesto paralelo, el narrador de origen híbrido (de padre inglés y madre criolla), Jack Guevara establece y defiende su hibridez manteniendo su posición ambigua en el conflicto que se desenvuelve en torno a su nombre.
El capitán sonrió pero seguía mirándome. Me preguntó mi nombre.
— ¿Por qué Guevara?—me preguntó después.
— ¿Por qué Guevara y no Mallory, muchacho?
Los otros me miraron entre divertidos y curiosos. Me encogí de hombros para disimular mi turbación. Las palabras salieron solas:
—Mallory no. Guevara (79-80)
Formoso, de igual manera, reconoce la importancia de los nombres; los nombre propios, los apropiados, y los recuperados, entre otros, en el poema, «Testimonio del indio que rehúsa decir su nombre» dice el anónimo: «Llámenme como quieran pues no es a mí a quien llaman» esta actitud le hace eco a la de Jemmy Button que también rechaza el nombre que le había sido impuesto por el capitán que lo había secuestrado y al reapropiarse el suyo, afirma tanto su identidad auténtica, como su posición contestataria. Cabe señalar que el anonimato de los nativos por olvido ocurre frecuentemente en los registros coloniales, pero Formoso le concede la agencia al «indio que rehúsa decir su nombre» la intencionalidad del verbo «rehusar» encierra y demuestra un acto de resistencia.
La mayoría de los poemas en El cementerio ostentan un nombre en el título que corresponde a una lápida. Al establecer la existencia del propietario de este nombre y al rescatar esta persona del olvido por medio de la escritura, se produce la evidencia de muertes violentas, no sólo por el hambre, las enfermedades, la miseria (método indirecto) sino también por asesinato (método directo) producido por la violencia a lo largo de la historia de Chile.
El establecimiento del cementerio moderno, según Joseph Roach, ofreció a Europa y a sus colonias un nuevo paradigma espacial, la «separación de los muertos y los vivos» (48), el cementerio como ciudad, un espacio urbano aparte. Pero Roach formula la pregunta que encierra la contradicción más obvia de este nuevo concepto del cementerio: «si los muertos están segregados para siempre, ¿cómo van a recordarles los vivos?» (55). Recordar a los muertos, cuyos legados silenciados, tanto por las tumbas relegadas a un espacio segregado, como por el reinante discurso jerárquico nacional impulsa el deseo de rescatar sus historias (para devolverles la voz y su derecho a su historia que se evidencia en los poemas motivados por el esfuerzo de completar y complementar los registros históricos insertando estas historias individuales que, en los archivos nacionales y/o gubernamentales no aparecen, porque allí se incluyen más que todo, los líderes victoriosos y poderosos que emiten las versiones masculinas y blancas de la Historia que se hace pública y se transmite por el sistema de educación, por los medios de comunicación, etc. El discurso hegemónico crea una imagen heroica de la historia nacional para las generaciones posteriores, fomentando un sentido de unidad nacional que se basa en los ideales de la homogeneidad y la pureza, en los cuales, sin embargo, se incluyen algunos elementos que forman esta sociedad multiétnica, pero se excluyen otros, porque sus características físicas, culturales, quizás lingüísticas no corresponden a esta narrativa histórica uniforme y decididamente de origen europeo.
El poeta le asigna una unidad, «Pabellón de los nombres» a los nombres de los colonos en los epitafios, pero las tumbas indígenas aparecen sin identificación (101). Sin embargo, esto no es la prueba de un descuido de un autor solidario con los colonos, sino que es precisamente el énfasis en el silencio que habla por este otro excluido de la memoria nacional, del indígena que se le ha negado el nombre propio, o sencillamente se le ha desconocido. En su visión de la nación Formoso entrelaza la violencia colonizadora y la gemela violencia de la dictadura militar de los años 70 que se exhiben unidas en los epígrafes del poema y en la ultratumba, haciéndole eco al poema nerudiano «yo vengo a hablar por vuestra boca muerta» («Alturas de Machu Picchu») y por último, en un gesto pedroparamesco:
Mientras todos hablan bajo la tierra
su boca dice que tiene dos lenguas
que en ambas se dice dolor
de la misma manera
mas muerte no. (Isla Dawson, muerte devuelta.135)
El Cementerio tiene un aspecto de mosaico, o de collage: «muchos fragmentos de libro […] cubrí para resignificar el mito urbano del Cementerio» dice Formoso. Este procedimiento recuerda al método empleado por Eduardo Galeano en su monumental Memorias del Fuego: donde —según él mismo lo dice— desea retratar «el universo visto por el ojo de una cerradura» (Días y noches… 150) deliberadamente representando otro Mundo Nuevo, cuyas imágenes se oponen a la colonización concebida como una hazaña heroica.
(Continua página 2 – link más abajo)
Excellente!